Líbano 1966 p.m. (Diez años atrás…)
En la Alianza Israelita de Beirut, escuela oficial judía acaba otro día más de labores. Los padres han acudido a llevar a sus hijos y el edificio está desierto. Una sola persona, además del portero, sigue trabajando: el maestro de primaria, el que nunca descansa, el que ha dedicado su vida a la educación de los niños.
Se detiene un momento, deja el lápiz y limpia sus lentes con cuidado. Sí, él ha escogido esta vida casi de sacerdocio porque los niños son su pasión, su religión, aparte de la judía; los niños, seres inocentes y traviesos, que apenas empiezan a conocer el mundo, son su misión. Cada día él idea más métodos, para que los pequeños dedos vayan formando las letras con más facilidad y que al final del año salgan de la escuela dominando el arte de leer y escribir. El maestro escucha un ruido del lado de la puerta. Levanta los ojos y ve a una mujer velada cargando a un niño de cinco años.
– Señora, ¿le puedo ayudar en algo?
– Maestro, mi hijo… Quiero decir que… No, mejor me voy a ir.
– Adelante, señora, no tema…explíqueme qué pasa.
La mujer entra al aula y cuenta su problema: el niño es sordomudo, ninguna escuela lo acepta y ella no sabe qué hacer.
Mientras habla, las lágrimas aparecen al borde de sus grandes ojos, pero las rechaza: ya ha llorado mucho. Necesita hacer algo. Es sirvienta en casa de unos judíos y allí oyó hablar del maestro, de su dedicación y de su paciencia. Decidió ir a verlo, a pesar de que una mujer musulmana decente no visita a un hombre solo. Su voz tiembla a través del velo. El maestro se pregunta cómo sería su cara.
Indaga acerca del niño encerrado en un mundo de silencio…
Lo primero es un examen médico, aconseja. Uno de los amigos del maestro es otorrinolaringólogo.
El maestro entrega a la mujer la dirección del médico, así como una corta misiva recomendándole el caso y pidiéndole que cobre algo simbólico. La mujer parte como una sombra.
Al día siguiente, cuando se apresta a irse, el teléfono suena; es su amigo: “Ya revisé al niño que me me enviaste. Necesita una intervención quirúrgica. Quedará bien. Claro, después habrá que darle una larga terapia. Amigo, esta intervención la realiza un profesor de la Universidad Americana en Beirut. Sí, temo que, para esta mujer sea demasiado el desembolso. A propósito, ¿por qué estás ayudándoles? ¿Son amigos tuyos?
El maestro sonríe y piensa: hay gente que no entiende que un niño es un niño, pobre, rico, o de cualquier religión. Se siente feliz. Otro niño más escuchará el canto de los pájaros, el grito del trueno o el tintineo de las campanas. Otro niño más cantará, reirá y será un ser humano normal. No importa lo que cueste. No importa si su cuenta de ahorros de tantos años queda vacía. Se embolsa el dinero y sale, chiflando una melodía alegre. Enfila hacia la escuela donde él sabe que, después de clases, aparecerá la mujer con el niño, el niño que saldrá de su propio encierro.
Si para el maestro el hecho de entregar el dinero resulta fácil, lo demás es una tarea titánica.
Impartir terapia al niño no es sencillo.
El maestro lo recibe a diario después del horario de clases. Ha ido a hablar con varios terapistas que le han informado sobre el tipo de ejercicios que se aplican en casos semejantes. Día tras día durante horas, el maestro repite las palabras, articulando despacio con la ayuda de un espejo, de un dibujo, de música, esperando el sonido, el gemido, la palabra que pondrá fin al calvario del niño; pero nada… no sucede nada, a pesar de los esfuerzos conjuntos del maestro y de la madre.
Un día, sentado en una banca, el maestro está esperando a su alumno, cuando, en lugar de los pasos furtivos se oyen unas zancadas sonoras. Botas en el pasillo…
Un hombre furioso aparece en el marco de la puerta, seguido por los ojos atemorizados del hijo y de la madre. Es el padre del niño que se acaba de enterar de lo sucedido con su hijo. no se explica cómo no se le pidió autorización para actuar… y además de todo ¡con un maestro judío! Si, él conocía el terrible problema de su hijo pero opinaba diferente y sus gritos sonaron en el aula: “Si Alá así creó a mi hijo, sea respetada su sagrada voluntad. ¿Quiénes somos nosotros para decidir si el niño debe oír y hablar? La voluntad de Alá no debe ser contrariada. Mi hijo ya no volverá a su escuela, querido profesor”
– Señor, por favor, déjeme explicarle… -intenta decir el maestro-.
– No quiero explicaciones ni justificaciones. Soy el único que puede decidir del porvenir de mi familia y ¡esta mujer pagará por lo que hizo! -grita, apuntando en dirección a su esposa, que tiembla en un rincón.
Se dirige a a ella con un gesto amenazador.
De repente, se oye una vocecita ronca, salida desde muy lejos, que balbucea: “¡No… No…! ¡mamá!…¡mamá!”
Son las primeras palabras del niño.
El maestro corre, lo abraza y lo echa al aire con un grito de júbilo, para volverlo a atrapar. La madre llora y se agacha, queriendo besarle los pies. El padre está paralizado por la sorpresa. Finalmente recobra su compostura y se acerca al maestro:
– Parece que, después de todo, le tendré que agradecer …
– No me de las gracias a mi -responde el maestro- sino a Dios.
– ¿Qué Dios? -pregunta desafiante el hombre- el suyo o el mío?
– Usted sabe -sonríe el maestro abrazando a Abdallah- que Dios es uno.
Líbano 1976 Miriam 11:00 p.m.
“Escucha oh Israel, Dios es nuestro Dios, Dios es uno”. Las palabras dan vuelta en mi cabeza como guirnaldas de flores con las que corona mi mamá a los niños en el jardín de infantes. Mi pierna derecha está temblando. La espera es terrible y es casi un alivio cuando se oyen de nuevo las temidas botas en las escaleras y los golpes a la puerta… ¡Ya llegaron! Al fin …
Mi madre abre la puerta y se encuentra con el extremo de la metralleta apuntando hacia ella. -¿Qué sucede? ¿Qué quieren?- exclama.
– ¡Entregue al prisionero señora! Sabemos que ustedes lo tienen escondido- grita el guerrillero, liberando el seguro de la metralleta con un sonido horrible, para mostrar que habla en serio.
– Está usted equivocado, señor, mire aquí no tenemos a ningún… -balbucea mi madre.
– Déjeme decirle -dice la voz de un hombre que se quedó atrás en la sombra- Señora, ¿me reconoce? yo soy el maestro de la escuela y estoy buscando a mi hermano…
-Mamá, no digas nada – suplico yo en silencio -, es una trampa, quién sabe que le hicieron al pobre hombre para obligarlo a traicionar a su propio hermano…
Pero delante de mis ojos, atrás de los guerrilleros, veo moverse la perilla de la puerta del departamento de enfrente ¡la puerta se está abriendo! Y antes de que cualquiera pueda articular una palabra, el prisionero sale como energúmeno de su cárcel y se echa en brazos de su hermano, bajo nuestras miradas consternadas.
-Soy amigo del señor jefe de zona; él me propuso ayuda para salvar a mi hermano -explica el recién llegado. Gracias, gracias Abdallah, grita mientras abraza al joven guerrillero que reprime, con un gesto de impotencia, las ganas de matar todos. Me llevo a mi hermano –continúa el maestro- Les agradezco mucho toda la ayuda que nos han brindado.
-¿Y qué va a ser de nosotros? -exclamo yo- ¡No nos dejen aquí por favor!
Mis padres asienten. ¡No nos podemos quedar! Se sabe ya que escondimos a un prisionero, puede haber represalias.
-¿Están de acuerdo tus padres? pregunta el jefe de zona.
-¡Por supuesto!exclama mi padre.
-Entonces ¡adelante!
Miro a mi alrededor. ¿Qué me llevaré? Nada. Debemos salir rápido con estos soldados que nos escoltarán hacia la libertad. Adiós, mi país, adiós patria mía, Líbano. Suiza del Oriente.
Adiós, paraíso perdido.
“Ahora tendré algo que contar a mis hijos el día de mañana” pienso, mientras despega el avión “les platicaré mi aventura; les explicaré que Dios aún axiste”.
“Les heredaré un milagro”.
Prólogo
Miriam y sus padres viven ahora en México, donde ella se casó y tiene cuatro hijos. Andrés, el francotirador, arrepentido, se ha unido a “Médicos sin fronteras”, un equipo médico que arriesga su vida para ayudar a las inocentes víctimas de la guerra y la hambruna.
Abdallah se ha unido a Hezbollah y sigue con su guerra santa.
El maestro y su hermano se han trasladado a Israel.
Cualquier parecido con una guerra existente o que haya existido no es de extrañarse en lo más mínimo.
La guerra es terrible dondequiera que ocurra.
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