EL PAÍS
¿Por qué la primavera árabe se ha atascado en Siria y en Bahréin? En ambos países la población ha dejado patente su descontento sin que la represión haya logrado acallarla. Pero también en ambos una parte significativa se opone al cambio, convencida de que los actuales gobernantes protegen sus intereses. Los observadores apuntan a las diferencias sectarias. La falla entre suníes y chiíes atraviesa Oriente Próximo y agita de nuevo Irak. Algunos temen que cristalice en un conflicto.
La identidad religiosa ayuda a explicar la lealtad de la comunidad suní a la dinastía de los Al Jalifa en Bahréin, o de las minorías sirias al presidente Bachar el Asad. Aunque los manifestantes bahreiníes insisten en el carácter laico de sus peticiones, llevarlas a cabo significaría un cambio que situaría en el poder a la mayoría chií. Por la misma regla de tres, la democracia llevaría a los suníes sirios al Gobierno, que ahora detenta una élite principalmente alauí (una secta chií) con el apoyo de cristianos, drusos y otros credos minoritarios.
En Oriente Próximo, “la afiliación sectaria determina la comunidad y las comunidades tienen sus propios intereses y compiten por el poder”, señala el director del Centro de Investigación Global en Asuntos Internacionales (Gloria) de Israel, Barry Rubin. Suníes y chiíes “tienen una visión del mundo diferente en asuntos políticos y distinto liderazgo. Así que la afiliación religiosa no es como en Occidente en la actualidad, con la reciente excepción de Irlanda”, apunta.
La rivalidad entre suníes y chiíes se remonta a los albores del islam, cuando surgieron dos interpretaciones opuestas sobre la sucesión de Mahoma. La primavera árabe las ha sacado a la superficie al derribar unos regímenes que se fundaban sobre el
Para Mehran Kamrava, director del Centro de Estudios Internacionales y Regionales de la Universidad de Georgetown en Catar, el peso del sectarismo depende en buena parte de qué uso hagan las élites gobernantes. “En Siria, los alauís y los cristianos temen que si cae El Asad se producirá un conflicto sectario. Cómo maneje El Asad esos temores influirá en la percepción de las tensiones en Siria. Asimismo, en qué medida [el primer ministro Nuri] Al Maliki y sus oponentes recurran a los sentimientos sectarios de sus respectivos seguidores determinará esa brecha en Irak”. El caso de Bahréin es paradigmático. “La monarquía suní ha intentado, hasta cierto punto con éxito, convertir los sentimientos antiautoritarios de la gente en divisiones sectarias entre suníes y chiíes, y acusar a los chiíes de ser títeres de Irán, algo que no son”, explica Kamrava.
Las mismas monarquías árabes que acudieron raudas en apoyo del rey de Bahréin, amenazan con llevar a El Asad ante el Consejo de Seguridad de la ONU. ¿Apoyan el statu quo o la primavera árabe? Resulta tentador deducir que la aparente contradicción es fruto de la solidaridad sectaria. Como la mayoría de los gobernantes árabes, los reyes y emires de la península Arábiga son suníes. Pero también existen, y quizá sobre todo, intereses geoestratégicos.
“Hay diferentes niveles de apoyo entre los países del CCG [Consejo de Cooperación del Golfo]”, matiza Greg Nonneman, decano de la Escuela de Servicio Exterior de Georgetown en Catar. “Omán y Kuwait, por ejemplo, no han participado en la operación militar, pero todos tienen interés en la supervivencia de la monarquía de Bahréin. También consideran que el problema bahreiní puede contenerse”, afirma antes de añadir que todos ellos, “incluido Arabia Saudí, están a la vez animando al régimen a que haga algún compromiso”.
La sombra de Irán es clave en esas percepciones. Desde el triunfo de la revolución de 1979 que dio paso al primer Gobierno chií en un país musulmán, los regímenes árabes, abanderados de la ortodoxia suní, han recelado de su vecino persa. Aquel suceso añadió inmediatez política a la querella histórico-religiosa. La guerra entre Irán e Irak durante los años ochenta del siglo pasado reflejó ese antagonismo. La ayuda de sus vecinos permitió que Sadam Husein mantuviera a raya a los iraníes, pero también a la mayoría chií de su país.
De ahí que la transferencia de poder que propició la invasión estadounidense en 2003 no fuera bien recibida en el mundo árabe. El temor que causó entre los gobernantes (suníes) quedó gráficamente reflejado en la denuncia de “un arco chií” que hizo el rey Abdalá de Jordania. El Gobierno de Bagdad daba a los chiíes continuidad geográfica desde Teherán hasta un Líbano dominado por Hezbolá, pasando por Siria. Es significativo que Arabia Saudí, la némesis suní de Irán, siga sin reabrir su embajada en Irak. Para los suníes más radicales, el avance chií es una amenaza y el tono desafiante de los dirigentes iraníes hace poco por diluir esos miedos.
La ola de atentados que ha sacudido Irak desde la retirada de las tropas estadounidenses el pasado 18 de diciembre ha resucitado el fantasma de la guerra sectaria que el país vivió entre 2006 y 2008. Nadie cree que sea casual que todos se produzcan en zonas de mayoría chií. Aunque la reactivación del terrorismo tiene diversas causas, la crisis política entre el Gobierno del chií Nuri al Maliki y el principal bloque respaldado por los suníes, Iraqia, provee un peligroso caldo de cultivo para el descontento. Hasta el punto de que el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan (suní), ha advertido a su homólogo que si desencadena un conflicto sectario, Ankara no va a permanecer callada.
Este resurgir de las tensiones entre suníes y chiíes hace temer a algunos analistas que las revueltas desencadenen una guerra religiosa. “Estamos viendo el nivel más alto de conflicto en siglos”, advierte Rubin. Theodore Karasik, del instituto de estudios estratégicos INEGMA en Dubái, va más allá. “Si cae Siria, habrá una guerra suní-chií desde Líbano hasta Irak”. Nonneman no cree que vaya a haber una guerra entre suníes y chiíes, pero acepta que “un conflicto armado entre Irán y los países árabes suníes, en el contexto de un estallido en el Golfo, es posible (pero no muy probable)”.
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