Teología y propaganda

GUSTAVO D.PEREDNIK/ELCATOBLEPAS

Durante el último siglo, la transformación de Jesús en teutón o en árabe se ajusta a la desjudaización general

El comienzo de un nuevo año gregoriano el 1 de enero, con la celebración por parte de la Iglesia de la circuncisión de Jesús, permite hurgar en las raíces judaicas del cristianismo, y también en los diversos intentos de desjudaizar a la mayor religión del mundo.

La fuente primigenia de dichos intentos desnaturalizadores es el denominado supersesionismo o Teología de la Suplantación, que sostiene que el cristianismo vino a reemplazar a un judaísmo que quedara obsoleto; que el testamento es «Nuevo» porque ha venido a sustituir el «Antiguo», el de la ley mosaica belicista y vengativa que habría pasado a ser una pérfida testarudez.
Si bien la mayor parte de la cristiandad no acepta esta visión extrema y hostil sobre el estatus de los judíos, hay prelados que siguen esgrimiéndola públicamente. Así, en octubre de 2010, el Metropolitano de Beirut, Cyril Bustros, declaró durante el Sínodo de Obispos efectuado en el Vaticano, con la participación del papa, que «las promesas al pueblo judío fueron anuladas por Cristo… Nosotros los cristianos no podemos hablar de Tierra Prometida para el pueblo judío… La idea de un Dios guerrero que encontramos en el Antiguo Testamento no puede ser aceptado en el cristianismo».

En estos días hubo varios sermones navideños de similar tenor. El arzobispo Vincent Nichols se lamentó en la Catedral de Westminster (24-12-11): «Esta noche, una sombra cae especialmente pesada sobre la ciudad de Belén…». No se refería a la disminución dramática de la población cristiana en la cuna del cristianismo, ni a los cristianos perseguidos en el mundo musulmán, sino que el jefe de la Iglesia Católica en Inglaterra optó por el extemporáneo abuso de motivos cristianos para arremeter contra Israel: «Debemos renovar nuestra atención a las necesidades de quienes, como el mismo Jesús, están desplazados y en malestar… Rezamos por ellos esta noche».

La mentirosa equiparación entre la pasión de Jesús y el antiisraelismo incita nuevamente a la cristiandad británica a hostilizar al país judío.
Paralelamente, el arzobispo de Gales, Barry Morgan, comparó a Israel con el apartheid y escupió una seguidilla de aburridas calumnias: “el sionismo mesiánico comenzó con una política de limpieza étnica de la Tierra Prometida, de todos los árabes y los no-judíos, en lugar de convivir con ellos».

El de Canterbury, Rowan Williams, apoyó la desinversión de compañías que comercien con Israel. Y para que quedara a todos claro que su problema no es «la ocupación», sino Israel mismo, el obispo John Gladwin admitió que un Estado palestino «será sólo el primer paso… Eventualmente, procuramos una tierra compartida».

La teología del supersesionismo se ha revestido de política antisionista, especialmente desde el Centro Sabeel para la «teología palestina de la liberación». El Sabeel («camino» en árabe) funciona libremente en la Jerusalén israelí desde 1990, dirigido por el palestino Naim Ateek, para quien Israel es como «el Herodes de hoy en día».

Efectivamente, del supersesionismo han derivado dos ideologías nacionalistas del siglo 20, más vulgares pero no menos nocivas: las versiones teutona y palestina de Jesús.

Como contexto de la primera, digamos que cuando los nazis se apoderaron del Gobierno en Alemania, se opuso a ellos un grupo de protestantes autodenominados «Iglesia Confesante» (1934) que, aunque nunca superaron los prejuicios judeofóbicos en boga, se resistieron al control nazi de sus iglesias.

A los efectos de este artículo, nos interesan los otros alemanes, aquellos que optaron por adecuarse al nazismo imperante, y que por lo tanto se vieron en la necesidad de reformular el cristianismo, bien sea para compatibilizarlo con la violenta «ideología» que pisaba fuerte, o bien para reemplazarlo por una nueva forma religiosa. Se hicieron nazicristianos o nazipaganos, respectivamente.

Este último grupo primero planteó que había llegado el momento de descristianizar Alemania, ya que para purificarla del judaísmo era inevitable una cirugía total debido a la ubicuidad de las raíces judaicas.

Conformaron el Movimiento de Fe Alemana o Deutsche Glaubensbewegung(MFA), cuyo fundador y mentor fue Jakob W. Hauer. Éste había sido misionero en la India, y por ello supo de qué modo reemplazar la Biblia con una amalgama que incluía clásicos de la literatura alemana junto a los diálogos épicos del milenario Bhágavad-guitá. El MFA llegó a tener 200.000 seguidores.

Tres veces más numerosos que los nazipaganos fueron los nazicristianos que, como no se avenían a abandonar el cristianismo, dedicaron sus esfuerzos a erradicarle las fuentes judaicas. Para ser nazificado, el cristianismo debía ser desjudaizado.

Con esta meta fundaron (6-5-39) el Instituto para el Estudio y Erradicación de la Influencia Judía en la Vida de la Iglesia Alemana (IEVI), bajo el liderazgo de Walter Grundmann, que desde la ciudad de Jena en Turingia concretaba publicaciones y coloquios para reformular los Evangelios.
Grundmann y sus actuales sucesores
La habitual apatía de los cabecillas nazis en materia de religión, sirvió a la caterva de Grundmann para eventualmente escabullirse una vez que el nazismo fuera vencido.

Durante la posguerra, en efecto, los sacerdotes del IEVI reescribieron su propia historia presentándose como inocentes víctimas del Reich. Así Grundmann pudo seguir publicando bajo el estalinismo de Alemania Oriental, a cambio de servir como informante de la policía secreta Stasi. Escribió entre otros libros un comentario a los Evangelios que, después de su muerte en 1976, permaneció como literatura aceptada.
Los nazipaganos del MFA, en contraste, no hallaron modo de ocultar su barbarie, ya que precisamente habían basado su mitología en los aspectos religiosos del nazismo: una figura redentora, un credo inapelable, la obediencia ciega a la autoridad, doctrinas incuestionables como la «pureza racial», himnos, leyes, ceremonias, en suma: la adoración del Führer como una nueva forma de religiosidad germánica, capaz de superar el yugo del linaje del cristianismo.
El paganismo había logrado seducir a varios ideólogos nazis, como Alfred Rosenberg y Walter Darré. Pero el MFA fue un movimiento de masas que apeló a las religiones paganas, y que construyó su ideología en el rechazo de la ética cristiana, y su liturgia en base de la música alemana clásica, el motivo de «la sangre y la tierra», y el culto a la personalidad de Hitler.

A pesar de semejante prontuario, la MFA fue juzgada positivamente por nada menos que el psiquiatra Carl Jung, quien en su ensayo Wotan (1936) consideró a los nazipaganos «gente decente y bienintencionada», y a su culto «un puente entre las fuerzas oscuras de la vida y el mundo brillante de las ideas históricas».

Ahora bien: ser nazipagano fue más fácil que ser nazicristiano, porque la materia prima con la que se erigió el MFA fue más dócil que la de la IEVI. Ésta debió desde el comienzo zanjar dos obstáculos teológicos, eminentemente judíos: el Tanaj o Biblia Hebrea, y la figura del fundador del cristianismo, Pablo ó Saul de Tarso.

Para arianizar a ambos, Walter Grundmann y su caterva aprovecharon los párrafos autocríticos del Tanaj, idiosincráticos del pueblo hebreo, y transformaron al Libro de los Libros en un testimonio de la perfidia y degeneración judías. De Pablo, se limitaron a ocultar su identidad nacional y a enfatizar de las epístolas paulinas las ideas más generalizadoras.

Superados los dos estorbos, la IEVI fabricó una idea central según la cual Jesús de Nazaret había sido un ario nacido en el seno de ciertas poblaciones no-judías que habitaban Galilea. De esta metamorfosis emergió un héroe bélico de la mitología teutónica, quien guerreó contra el enemigo eterno y fue vencido, legando un mensaje de resurrección final en aras de la inevitable victoria aria.

La desaparición de la IEVI en el basurero de la historia no ha impedido que hoy en día pueda reclamar herederos en quienes vuelven a transformar a Jesús el judío, ya no en un alemán sino en un árabe palestino.

Para ello rediseñan la Teología del Desplazamiento, conservando de ella lo más importante, que es macular la historia de los israelitas para que terminen rechazados. Así, haber reescrito la historia alemana de hace casi un siglo, y reescribir ahora la de los árabes de la Tierra de Israel, son ambas formas cuasiteológicas para descalificar al mismo enemigo.

En ambos artilugios, Jesús es presentado como símbolo de resistencia a los judíos usurpadores, condenados a la derrota final. Los políticos hacen uso y abuso de ello, como el presidente de la Autoridad Palestina Mahmud Abbas, quien en su reciente discurso en la ONU (23-9-11) se presentó con una anulación del milenario vínculo del pueblo hebreo con la Tierra de Israel: «Vengo de la Tierra Santa, la tierra de Palestina, la tierra de los mensajes divinos, la ascensión del Profeta Mahoma y del nacimiento de Jesús.»

Si Jesús de Nazaret fue palestino, debería llamar la atención que nunca se hubiera enterado. La voz «Palestina» se acuñó un siglo después de su crucifixión, cuando Adriano intentó destruir de raíz la identidad judía, que había sido causa de continuas rebeliones antiimperiales.

En su campaña de destrucción, el deificado emperador prohibió tanto la ley mosaica como el calendario israelita, hizo asesinar a numerosos líderes hebreos, y eliminó la provincia romana de Judea, fusionándola con la de Siria y denominándola «Palestina». Para los judíos, nunca dejó de ser Éretz Israel, la Tierra de Israel.

Palestina pasó a ser un concepto geográfico administrativo durante varios siglos. Su origen tiene varias explicaciones posibles. A partir de la tesis del historiador David Jacobson de hace más de una década, su etimología puede ubicarse en la traducción al griego antiguo de la voz «Israel» («palaistes» en griego significa «luchador», similar a «Israel» en hebreo). Si no, el término podría reflejar un homenaje a los antiguos filisteos, un pueblo no semita que había desaparecido ya hacía varios siglos.

Sea cual fuere la definición semántica, queda claro que el supersesionismo y el mal llamado «propalestinismo» son instrumentos paralelos para deslegitimar la historia judía, que no trepidan en reinventar la semblanza de Jesús de Nazaret. El «superse» sobra y agrede.

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