ESTHER SHABOT/EXCELSIOR
Muchos han sido los éxitos de Turquía en los últimos tiempos. Tanto en el plano económico, como en el manejo de una política que ha situado a este país como un actor regional clave, el gobierno de Recep Tayyip Erdogan ha mostrado una gran capacidad de moverse con habilidad y astucia dentro del complejo escenario que le rodea. El Partido de la Justicia y el Desarrollo al que pertenece Erdogan, de corte islamista, ha conseguido hasta ahora su propósito de introducir más religión en la vida nacional, sin por ello cortar sus nexos con Occidente o violentar demasiado los espacios de secularismo que aún sobreviven en Turquía, como innegable herencia de la revolución de Kemal Ataturk en los años veinte del siglo pasado.
Y sin embargo existen áreas en las que el régimen de Erdogan pierde la cordura para caer en comportamientos que denotan lo mucho que le falta todavía para poder preciarse de ser realmente democrático y libre. Uno de sus talones de Aquiles es sin duda su imposibilidad de asumir el papel de Turquía como ejecutor del genocidio contra los armenios en los albores de la Primera Guerra Mundial, imposibilidad que le genera conflictos serios con otras naciones con las que llega a entrar en guerras diplomáticas a causa de este tema. Por ejemplo, recientemente las relaciones de Turquía con Francia sufrieron severas tensiones debido a la decisión de ésta de tipificar como delito la negación del genocidio armenio. Y otro de sus puntos débiles es sin duda la ausencia de una real libertad de prensa —y por tanto de expresión—, que se manifiesta en su récord de periodistas presos, cuyo número no le pide nada a los casos de Irán y China, de acuerdo con información citada por la Plataforma de Solidaridad con Periodistas Presos.
Esta situación cobró mayor resonancia la semana pasada debido a un incidente que ha sido reportado con amplitud en la prensa internacional. El renombrado escritor neoyorquino, Paul Auster, traducido al turco y muy leído en ese país, rechazó visitar Turquía como protesta ante la práctica del gobierno de Erdogan de encarcelar a escritores y periodistas incómodos, ya sea por su alusión al genocidio de los armenios, a su defensa de los derechos de los kurdos que habitan en Turquía, o a posturas críticas que molestan. La reacción de Erdogan ante Auster fue violenta y ello condujo a un ir y venir de declaraciones inflamadas entre ambos personajes.
El incidente con Auster ha servido sin duda para que las prácticas censoras y punitivas del gobierno islamista de Erdogan contra las expresiones libres de sus escritores y periodistas cobren notoriedad. Así, se reporta apenas ayer que Aziz Tekin, corresponsal del periódico turco en lengua kurda Azadiya Welat, se convirtió en el periodista número 105 que ha pasado a estar tras las rejas en Turquía a causa de sus escritos. Por otra parte, el acoso no sólo afecta a la prensa: en ocasiones éste se da debido a participaciones en foros y ambientes satanizados por el régimen, cuya obsesión con la existencia de presuntas conspiraciones provenientes de ambientes académicos, agrupaciones kurdas o asociaciones de izquierda, forma parte de su perfil. Preocupa que el Estado esté introduciendo una censura cada vez más severa al internet y que el código penal y la legislación antiterrorista proporcionen una gran dosis de laxitud al poder judicial turco para detener gente sin que se les presente acusación formal.
Ciertamente se puede debatir si la decisión de Auster de negarse a visitar Turquía es lo conveniente para ayudar a la causa de la libertad de expresión o si su presencia en el país y su apoyo y diálogo con los sectores moderados y liberales hubieran servido más a tal propósito. Sin embargo, es un hecho que gracias al pequeño escándalo que se montó con la confrontación verbal Erdogan-Auster, el tema de los encarcelados en Turquía por sus opiniones se discute internacionalmente… cuando menos por ahora.
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