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El cine israelí se ha colado por cuarta vez en los últimos cinco años en la ceremonia de los Oscar, esta vez con Footnote, de Joseph Cedar, en un nuevo ejemplo de la madurez que ha alcanzado tras medio siglo en busca de un lenguaje propio.
La cinta se disputará la preciada estatuilla a la mejor película de habla no inglesa con la belga Bullhead, la polaca In Darkness, la canadiense Monsieur Lazhar, y (para deleite de los aficionados al morbo político) la iraní Nader y Simin, una separación.
Footnote narra la rivalidad entre dos académicos del Talmud, padre e hijo, que se agudiza con una confusión sobre el ganador del premio más prestigioso del país.
Se trata de la cuarta nominación israelí desde que Beaufort, del mismo director, rompiera en 2007 una racha de 22 años consecutivos fuera de la ceremonia en Los Ángeles.
Vals con Bashir, de Ari Folman; y Ajami, de Scandar Copti y Yaron Shaní, obtuvieron el mismo honor en los dos años siguientes, lo que abrió un debate, apuntalado ahora por la candidatura de Footnote, en los círculos del sector cinematográfico: “¿qué secreto esconde el cine israelí?”.
¿Por qué el tirón del cine israelí?
El séptimo arte en el Estado judío tuvo una primera etapa patriótica de escaso interés, seguida de las tristemente famosas “películas burekas”, una expresión que toma el nombre de un popular hojaldre relleno y hace referencia a los ‘espagueti-western’ para definir largometrajes más bien banales sobre inmigrantes sefardíes.
En los ochenta y noventa trató de abrirse paso con un lenguaje estético de influencia europea y en precarias condiciones de financiación (en 1995 apenas se produjeron cinco largometrajes) y público (sólo un 0,3% de los israelíes vio filmes locales en 1998, mientras que “Footnote” suma ya 300.000 entradas vendidas en un país de 7,5 millones de habitantes).
“Antes se asumía que una película israelí sería mala, aburrida o las dos”, asegura Yehuda Stav, crítico cinematográfico del diario Yediot Aharonot.
Fueron cinco décadas no exentas de joyas (The summer of Aviya, Life According to Agfa, Late Summer Blues…) y, de hecho, Israel también encadenó cuatro nominaciones en cinco años en los setenta, pero siempre con la sensación de que las películas locales carecían de personalidad propia.
“Había cine de calidad israelí, pero no era israelí”, resume en un juego de palabras Yvonne Kozlovsky, directora del departamento de Estudios Culturales y Cinematográficos de la Universidad de Haifa.
Fue en este contexto en el que, presionado por la industria, el Parlamento aprobó en 2001 la primera Ley del Cine, que aumentó las ayudas a 14,3 millones de euros.
A esto cabe sumar otros dos elementos fundamentales: la proliferación de hasta trece escuelas de cine y la nada desdeñable apuesta europea, sobre todo alemana y francesa, por las coproducciones.
En la actualidad se producen anualmente una veintena de películas, lo que “desde una perspectiva meramente estadística explica parte de los éxitos recientes”, argumenta Stav.
Temas a los que no estamos acostumbrados
“Creo en cambio que lo más importante es la ‘israelidad’ de temas que no están acostumbrados a ver en Europa y Estados Unidos, la inclusión de problemas morales y la huida de géneros puros”, prosigue.
Son guiones muy locales sobre dilemas y sentimientos muy universales, a diferencia del retrato frío, el trazo grueso o el maniqueísmo político que lastraban anteriores obras.
Beaufort, por ejemplo, se sumerge en el miedo y dudas de los últimos soldados israelíes que se retiran del sur de El Líbano en 2000, Waltz with Bashir repasa el trauma de un exmilitar por la masacre de Sabra y Chatila, Ajami deconstruye con crudeza la pléyade de problemas sociopolíticos del país y Footnote enmarca un conflicto familiar en el elitista mundillo académico de Jerusalén.
“Es un cine local y personal, postraumático, con sentimientos y ambivalencia”, define Kozlovsky.
Aner Preminger, cineasta, director del departamento de cine y televisión del centro académico Sapir de Sderot y profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén, advierte contra el entusiasmo y las conclusiones apresuradas. “Es más una cuestión de relaciones públicas que otra cosa. Waltz with Bashir es excelente y Footnote interesante, pero en estos años hubo películas mejores. Lo que ha cambiado sobre todo es que el mundo está más abierto a ver lo que pasa aquí. El mundo ha descubierto el cine israelí”, añade.
“Hay asuntos, como la separación entre religión y Estado o la identidad nacional o judía que aún no se han resuelto. Y estas contradicciones, desde un punto de vista cinematográfico, son muy interesantes”, argumenta.
Los Oscar son sólo un termómetro relativo de la calidad de un film, pero el rosario de premios internacionales, el aumento del interés del público y la inagotable fascinación que genera Israel apuntan a que su cine puede haber encontrado definitivamente una voz propia y compleja.
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