Érase una vez en Alepo

MARC B. SHAPIRO-JEWISH REWIEW OF BOOKS

En algún momento del siglo X, en Tiberíades, Aharon ben Asher y Shlomo ben Buya’a se reunieron para elaborar una copia anotada de la Biblia hebrea. Ben Buya’a fue el responsable de su redacción, mientras que Ben Asher, cuyo padre, Moshe, fue también un gran maestro de la tradición textual o Masoreta (del hebreo Mesorah, significando tradición), añadió las puntuaciones. Estas puntuaciones convirtieron al llamado “Códice de Alepo” (un códice es un libro antiguo en lugar de un rollo), o en hebreo, Keter Aram Tsova (Corona de Alepo), en la más autorizada Biblia hebrea de la Edad Media. De hecho, el texto de ben Asher y ben Buya’a no llegó a Alepo hasta el siglo XV, y la cuestión de cómo llegó hasta allí es uno de los varios misterios históricos discutidos en el nuevo libro de Hayim Tawil y Bernard Schneider.

En la Edad Media, casi todos los judíos creían que la Torah, los cinco primeros libros de la Biblia, había sido dictada por Dios a Moisés. Pero tan importante como su recepción fue la cuestión de la transmisión de la Torah. La cuestión más preocupante en los tiempos antiguos y medievales era que los rollos de la Torah no fueran uniformes, ni en las letras que contenía, ni en las divisiones de las secciones o la vocalización de las palabras. Se trataba de una cuestión religiosa, pero también fue un reto académico, por lo que la única solución era investigar las tradiciones de los escribas, comparar los mejores manuscritos bíblicos y rollos de la Torah, y tomar las decisiones más sensatas en función del juicio crítico adquirido tras las diversas lecturas.

Aquí es donde los masoretas entraron en acción. Mediante la creación de un sistema de signos y notas marginales que unieron al texto – definiendo la forma correcta de leerlo -, transmitieron dicho texto de la forma mas perfecta y estable que fue posible.

Sin duda, previamente ya existía la preocupación por la exactitud del texto bíblico – dice el Talmud que los soferim (escribas) eran conocidos como tales por “contar” (en hebreo, soferim) las letras de la Torah -, pero no fue hasta el siglo VIII cuando nos encontramos con tratamientos sistemáticos del texto y de la vocalización y entonación de la Torah. El códice, básicamente un libro, era simplemente la mejor forma en la que grabar las notas de la masora, ya que el escriba podía escribir en ambos márgenes de la página, y el lector no necesita enrollar y desenrollar para encontrar su ubicación. Y es que la ley judía sólo permite en los rollos de la Torah el texto sin vocalizar, ni puntuar, ni glosar, lo que vuelve necesario para ello al códice.

Cien años después de que ben Asher y ben Buya’a lo escribieran, el Códice de Alepo estaba en manos de la comunidad caraíta de Jerusalén. De hecho, es posible que ben Asher y ben Buya’a también fueran caraitas. Tawil y Schneider no toman partido en esta controversia, pero no resulta inverosímil, ya que los caraítas eran unos biblistas que rechazaban la interpretación y la tradición rabínica, y tenía por lo tanto un interés tal vez aún más destacado en la investigación teológica textual y en preservar el más puro texto bíblico, al menos mucho más que sus rivales rabínicos.

Por otra parte, el campo de los estudios masorético era visto como “extraño” por la mayoría de los eruditos judíos tradicionales, que prefirieron centrarse en los campos tradicionales del Talmud y la Halajá. (Una de las mayores autoridades masorético en los tiempos modernos, C.D. Ginsburg, era un converso al cristianismo, y cuando los eruditos tradicionalistas citaban sus escritos rara vez se daban cuenta de que la “C” significa “Christian”).

En su Mishné Torah, el código de la ley judía del siglo XII, Moisés Maimónides comenta que “se basó en un códice muy conocido también en Egipto, que contiene los veinticuatro libros [de la Biblia], que había estado en Jerusalén bastantes años, y en el que todos se basaban porque fue revisado por ben Asher”. En los siglos XIX y XX hubo una gran discusión académica sobre si ese códice mencionado por Maimónides, y tal como la tradición sostenía, era el mismo texto que más tarde fue conocido como el Códice de Alepo. Pero tal como cuentan Tawil y Schneider en un relato que tiene algo de detectivesco, Moshe Goshen-Gottstein, de la Universidad Hebrea, demostró de manera concluyente que se trataba efectivamente de dicho texto idéntico, aunque en ese momento gran parte del Códice de Alepo se había perdido.

En 1935 Yitzhak Ben-Zvi, que más tarde se convertiría en el segundo presidente del Estado de Israel, visitó Alepo para ver el Códice, que por aquel entonces estaba rodeado de un halo de folclore y de historia local. Así era descrito ampliamente como obra no de ben Asher y ben Buya’a, sino del propio Esdras, el escriba bíblico que, por tradición, fue enterrado cerca de allí.

El códice estaba guardado en una caja fuerte detrás de una puerta de hierro en el sótano de la Gran Sinagoga de Alepo, en lo que se llamó la “Cueva de Elías”, y se creía que no sólo era santo sino también mágico. Las mujeres embarazadas rezaban cerca de él y se creía que una maldición caería contra cualquiera que lo vendiera. Tanto las medidas de seguridad como la maldición puede haber sido inspirado al colorido falsificador y erudito caraíta del siglo XIX, Abraham Firkovich, en su el intento de adquirir, incluso robar, el Códice.

En cualquier caso, todo eso no ayudó a Ben-Zvi en sus intentos persistentes en los años siguientes para convencer a los más ancianos de los judíos de Siria para que dieran su visto bueno a la transferencia del Códice a Jerusalén. Aunque Ben-Zvi estaba realmente preocupado por la seguridad y la preservación del Códice, el nacionalismo también proporcionó motivos: La comunidad de Alepo había hecho bien su trabajo durante siglos, pero ahora que un hogar judío se había establecido en Palestina, la “Corona” debía regresar a Jerusalén.

Huelga decir que los ancianos de Alepo no veían las cosas de esa manera. De hecho, creían que fue precisamente la presencia del Códice la que ayudó a proteger a la comunidad. Incluso si podían llegar a admitir que el Códice podía correr peligro en Aleppo, también estaban aterrorizados con la maldición que se le atribuía. Permitir que saliera de la comunidad, aunque sólo fuera para ser fotografiado y regresar posteriormente, era considerado por ellos como algo no muy diferente de su propia venta.

Conversaciones intermitentes prosiguieron hasta la década de 1940. En 1947, después de la votación en la ONU que apoyaba la partición de Palestina, un motín antijudío estalló en Alepo. La Gran Sinagoga, que se remontaba a los siglos V y VI, fue saqueada y quemada. Exactamente lo que sucedió con el Códice de Alepo ese día, y como parte de él se salvó, todavía no está nada claro. Los autores del libro nos informan de hasta siete relatos sobre cómo se salvó la “Corona”. Este es el relato de Moshe Tawil, el rabino en jefe de Alepo en aquel momento (y sin relación alguna con el autor del libro):
La “Corona” se salvó por casualidad… Cuatro días después [del pogrom], entramos en la Gran Sinagoga y vimos las cenizas de todos los libros sagrados. El sacristán [Asher Baghdadi] entró y le dijo a Rabí Yitzhak Shchebar que seis libros habían sido quemados y todo el mundo se dirigió hacia la “Corona” que estaba sucia y revuelta entre las cenizas. Inmediatamente, se llevaron la “Corona” y se la dieron a un comerciante cristiano para su custodia. Después de cuatro o cinco meses se entregó el Códice a un judío.
Pero en ese momento casi dos centenares de sus páginas, incluyendo la mayoría de los primeros cinco libros de la Biblia, habían desaparecido. Sólo los últimos seis capítulos y medio del Deuteronomio permanecían. También faltaban páginas de varios libros de los Profetas y de los escritos Sapienciales, así como los libros del Eclesiastés, Lamentaciones, Esther, Daniel, Esdras y Nehemías también estaban ausentes. Cerca de un cuarenta por ciento del Códice original había desaparecido.

En 1957 lo que quedaba del Códice fue sacado de contrabando de Siria por un hombre llamado Murad Faham. Según el relato de Faham, Moshe Tawil le dijo que si lograba sacarlo podía vendérselo a quien quisiera. Cuando llegó a Israel, Faham se lo ofreció al entonces presidente Itzjak Ben-Zvi para que fuera confiado al Estado de Israel. La comunidad judía de Siria consideraba al Códice como un bien propio y lo demandó. Aunque la historia de Faham tenía – como todas las historias sobre el Códice – ciertas debilidades, la “Corona” se quedó en Israel y hoy está depositada en el Museo de Israel (También ha sido digitalizado y está disponible en línea).

Durante mucho tiempo se pensó que las partes ausentes del Códice de Alepo habían sido destruidas, pero Tawil y Schneider no están convencidos de ello. Ellos han cotejado pruebas tentadoras que sugieren que muchas de las páginas que faltan pueden haber sobrevivido. Una página del Libro de Crónicas surgió en la década de 1970 y más tarde fue donada por la familia que la poseía al Instituto Ben-Zvi en Jerusalén. De acuerdo con la familia, la página se encontró en el piso de la Gran Sinagoga en el día del pogrom. A finales de 1980, dos hombres con vestimenta hasídica visitaron a un prominente coleccionista de arte judío en el Hilton de Jerusalén y le ofrecieron venderle un centenar de páginas de lo que parecía ser el Códice de Alepo por 750.000$, todo ello antes de desaparecer tal como habían llegado. Y luego está Sam Sabbagh, un judío sirio que emigró de joven de Alepo y que vivía en Brooklyn. Durante seis décadas, Sabbagh conservó una parte del libro del Éxodo del Códice en una bolsa de plástico en su cartera, como una especie de amuleto de buena suerte o kimeyah. Sabbagh falleció en el 2005 y su familia donó el fragmento – que incluía las palabras que Moisés dictó al Faraón en nombre de Dios: “Deja ir a mi pueblo para que me sirva” – al Instituto Ben-Zvi dos años más tarde.

Todas estas historias han convencido a los autores que las páginas que faltan no necesariamente se han perdido para siempre. En 1992, uno de los autores, Hayim Tawil, le preguntó a un agente del Mossad llamado Shlomo Gal sobre las partes que faltaban del Códice. Éste le dijo “Deja el tema. No quiere saber más. Es una historia muy sucia” [N.P: alusión al pillaje de las páginas del Códice por su carácter prestigioso y mágico y a las posteriores negociaciones para su venta]. Sin embargo, Tawil y Schneider consideran claramente que la recuperación del resto de la Corona de Alepo debería encabezar la agenda de las autoridades religiosas y culturales de Israel.

Así pues, la historia del Códice de Alepo es dramática, y si los autores tienen razón, aún sin finalizar. Sin embargo, lo que lo hace importante es su significado religioso y académico. Al menos por ahora, prácticamente todos los de los cinco libros de Moisés están ausentes del Códice, por lo que es imposible comprobar los rollos de la Torah con el texto del Códice para refrendar su exactitud textual. Sin embargo, en un descubrimiento académico insuficientemente discutido sobre la Corona de Alepo, el académico israelí Jordan Penkower fue capaz de encontrar un testimonio textual de una sección desaparecida de notas masoréticas en los márgenes de una Biblia impresa en España en 1490. Esta nueva evidencia parecería confirmar la argumentación de Goshen-Gottstein de que el Códice de Alepo fue de hecho el texto de ben Asher utilizado por Maimónides.

Maimónides había afirmado que el Códice de Alepo era el texto más preciso, y si los eruditos medievales de Europa tenían acceso a él, es seguro que lo habrían utilizado como guía para escribir un rollo de la Torah. Si no podían acceder a él, debieron lidiar con conflictivos manuscritos y obras masoréticas, y tuvieron que adoptar enfoques más eclécticos. Podríamos suponer que, dado que ahora sabemos lo que representaba el Códice (que por cierto estaba muy cercano a la tradición yemení), también las Torah contemporáneas deberían haberse contrastado con su poderosa luz canónica.

El ejemplo más famoso de por qué sería necesario contrastarlo tiene relación con cómo se supone que el escriba debería escribir el Cántico de Moisés (Deuteronomio 32). Con la excepción de la comunidad yemenita, los rollos de la Torah actuales lo redactan en 70 líneas. Sin embargo, en la “Corona” posee 67 líneas, como Maimónides, de hecho, ya declaró. En estos casos, ¿estos rollos de la Torah deberían corregirse? Uno podría pensar que sí, y de hecho algunas Biblias son impresas de acuerdo con la “Corona” de Alepo. Sin embargo, cuando se trata de corregir los actuales rollos de la Torah, las conclusiones académicas no parecen triunfar sobre la tradición religiosa.

La comunidad religiosa, la que aprecia la Torah, la estudia de manera cotidiana y la lee en público varias veces a la semana, se identifica con el texto bíblico más perfecto que ha existido, el texto del cual dependía Maimónides y con el que los estudiosos de la religión a lo largo de la historia habría dado cualquier cosa por revisar durante unas pocas horas. Sin embargo, hoy en día, y con pocas excepciones, el interés por la Corona es meramente histórico y no tiene un carácter religioso. Nuestro texto bíblico – con errores y todo – continúa siendo utilizado sin correcciones.

Hace muchos años, cuando expresé mi molestia por esto, me dijo a mi mismo: “Es cierto que los rollos de la Torah que leemos actualmente es probable que contengan errores, pero son nuestros errores”. Esto aún me parece cierto. Es verdad que el texto de la Torah de mi sinagoga no es tan perfecto como el del Códice de Alepo. Cuando sus letras, saltos de línea y espacios difieran con el texto de la Corona de Alepo, es casi seguro que el Códice de Alepo tendrá la razón. Si estuviera vivo hoy en día, Maimónides posiblemente descalificaría todos los rollos de la Torah no yemenitas. Pero esta versión de la Torah “menos perfecta” fue la que escucharon en la sinagoga mi padre y mi abuelo, y es la versión que ha sido santificada por el estudio de un sinnúmero de estudiosos y amantes de la Torah. Esto es lo que hace que sea tan auténtica, más auténtica que la Corona de Alepo, que durante siglos casi no tuvo ningún contacto con las personas que más se habrían beneficiado de él.

Quizás sea por eso que la última morada más apropiada para el Códice de Alepo no sea una sinagoga, sino un museo, allí donde depositamos las partes más valiosas de nuestro patrimonio y que ya no usamos en nuestra vida cotidiana.

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