SHULAMIT BEIGEL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
No estoy segura si son los cines los solitarios o somos nosotros, pero el caso es que hace unos días estuve acordándome de ciertas salas de cine, como el Mugrabi en Tel Aviv, el Palacio Chino en México o el Odeón de Buenos Aires, al igual que el Principito se acordaba de su planeta…salas solitarias con balcones y hasta estrellas para personajes solitarios, como yo.
En mi infancia, la salida al cine conllevaba todo un ritual. Era pasarse horas sudando sobre las butacas. ¿Me creerán ahora que era de lo más natural y gratificante la “barbarie” de pasarse seis horas en un simple programa triple comiendo y masticando sin piedad todo tipo de alimentos resonantes, crac crac crac, sin dejar de maniobrar las ruidosas envolturas de papel celofán, para salir luego todavía a cenar al Vips o al Sanborns, para unas sabrosas enchiladas suizas?
Al cine entraba la familia entera, con todos sus integrantes, incluidas las abuelas, que compartían con los demás un lloriqueo o un suspiro común, durante los momentos de intriga, de miedo o de besuqueo. Ya en ese entonces había salas de cine que se especializaban en vaqueros y guerras, y otras, más escandalosas como el Maxim en Tel Aviv, o el cine Roble en México, que se proclamaban “de arte”, para pasar películas europeas atrevidas, donde se perfilaban un sostén, o un gemido bajo las sábanas.
Yo había leído en novelas europeas que los solitarios a veces “no aguantaban ya el quedarse tristeando o desesperando en sus cuartos, y se vestían para ir al cine”, para ver cómo mataban más fácilmente el tiempo. A mí, por lo menos en el Tel Aviv de aquellos años, esto se me antoja un tanto ridículo, ya que los cines de aquellos años eran los lugares más evidentemente monopolizados para la gente, donde el solitario se habría de sentir peor. Ir a entretenerse ahí sería tanto como ir ahora a consentir la melancolía a la cancha de fútbol durante un partido.
No se ha hecho la crónica de cómo empezó a desertar el público masivo de las salas de cine. Todo ello ocurrió en los setentas. Ya en esa época la gente no veía las pocas películas locales (israelíes, mexicanas, argentinas etc.) que se habían producido, por pésimas. (Este criterio nunca lo he entendido, las mismas personas que no ven aun hoy en día cine israelí o mexicano, o producciones de sus propios países, porque se consideran gente demasiado culta y refinada y por arriba de él, se pasan varias horas durante ya varias décadas admirando y aceptando en la televisión a los mismos adefesios con las mismas porquerías pero MADE IN USA). Pero en fin, el grueso de las familias que unas décadas antes se vestían y adornaban para ir al cine, dejaron de ver las películas nacionales por malas y las extranjeras porque “no se entienden”.
Lo que ha perdurado hoy en día en el mundo son en su mayoría, películas norteamericanas, lo suficientemente tradicionales para ser extranjeras y a la vez “comprensibles”. Películas de vaqueros pero que no parecen de vaqueros pues tienen unos efectos nuevos, o películas de guerra con ametralladoras nuevas de llamas. Bueno y así, qué caso tiene molestarse en ir al cine cuando todo eso es lo mismo que se ve todo el tiempo en la televisión. El cine solo aportó en un tiempo algo diferente a la tele: las escenas de cama….que también y ya desde hace tiempo, han entrado a la “pantalla casera”.
Muchos, muchísimos cines se volvieron solitarios. ¿Quién se acuerda hoy en Israel del Mugrabi, el Eden, Armón David, Yaron o Migdalor? Y lo mismo le ha pasado a cines parecidos en otras partes del mundo. Por múltiples motivos burocrático-económicos, se deterioraron a grados que nadie puede imaginar y tolerar. Las películas viejas casi no se oyen ni se ven, por estar tan emborronadas y parchadas, y entonces no le queda a uno más que ir a ver las películas menos viejas: crimen, violencia ( en realidad casi nunca se ha exhibido mucho porno en Israel o México excepto en el Zamir por si a alguien le interesa y le da vergüenza preguntar), pero sobre todo violencia. Golpes. Disparos. Apuñalamientos.
De las grandes salas de cine en Tel Aviv por ejemplo, solo quedan el Allenby y el Ophir. Ahí quizás sí caben los solitarios, dormitando en las enormes salas de otros tiempos, ahora vacías. Casi fantasmagóricamente. Dando funciones solo para tres o cuatro semi borrachos o simplemente hombres cansados, que pueden responder que en las ciudades, sin bosque muchas de ellas, cuando uno quiere descansar en algún lado no le queda más recurso que meterse a un cine solitario a sentarse al menos un rato entre los cortinajes polvorientos.
En las tardes en que uno no quiere trabajar, se ha cansado de leer y no tiene ganas de conversar con nadie, no hay nada mejor que meterse a un cine. Una vez que se ha pagado la entrada, que hoy día es costosa en todos los países, y se ha sentado uno en la butaca, es muy improbable aburrirse. Después de todo el director que hizo la película está apoyado por varios millones de dólares, media docena de actores que son bellísimos o de fealdad admirable. De cualquier forma nadie puede aburrirse viendo en la pantalla caras de tres metros de ancho. Así que siempre hay una película esperándonos, para un caso de urgencia.
El auge del CD y el internet, parece haberle dado su tiro de gracia a los cines grandes, convertidos hoy en cementerios de sí mismos. Los pocos que quedan constituyen el recinto de la soledad, el sitio lamentable de los seres lamentables.
Pero alguna vez la más derruida de estas salas fue una sala de primera, nueva y reluciente como Marilyn Monroe la noche que se estrenó “La comezón del séptimo año”. Y los asistentes a ese cine se llamaron Moishe y Yankele y Juan y Ernesto y vistieron y lucieron y disfrutaron como condes, duques, marqueses o simples mortales. Los huesos de un rey erigido en reliquias y los besos de Ingrid Bergman fueron super taquillazos.
Los cines y las películas y los cinéfilos como yo, nos aventuramos en esa ruta del anacronismo. Hoy en día pensar en hacer largas colas en un cine para ver a Tyron Power es algo inconcebible. Ahora bien, hay gente que lo hace. Siempre hay gente que hace cualquier cosa.
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