LEÓN KRAUZE/LETRAS LIBRES
Se ha puesto de moda hablar de honestidad. Y aunque hacer de la vida pública mexicana un ejemplo de honradez parezca una utopía, el énfasis me parece deseable. Pocas cosas peores le pueden ocurrir a una democracia que la recurrencia impune de la mentira. Y no me refiero a las medias verdades, a los trucos retóricos que confunden al elector. Eso, me temo, es parte del ejercicio político cotidiano. Me refiero, más bien, a la mentira flagrante, a la descontextualización absoluta: a pasar por alto los hechos, a ignorar la realidad. Cuando se miente así, el daño a la esencia misma de una sociedad que aspira a la salud democrática es inconmensurable. El votante necesita un mínimo de honestidad para tomar una decisión sensata. En más de un sentido, el elector depende de la decencia del político. Si el candidato opta por mentir, el proceso mismo de la elección resulta pervertido. En otras palabras: en democracia, a largo plazo, ganar por las malas erosiona la misma sociedad que el político aspira a gobernar. Es, en muchos sentidos, el círculo vicioso perfecto.
En el proceso electoral estadunidense, que se desarrolla en paralelo al mexicano, los candidatos republicanos han mentido tanto y con tanto desparpajo que una parte de la prensa ha tenido que preguntarse si el papel del reportero debe ser, también, el de un filtro que le aclara al lector lo que es cierto y lo que es falso del discurso de los aspirantes, una especie de árbitro que señale las faltas a la verdad. Durante los debates, los sitios de internet de los grandes diarios estadunidenses han montado operaciones para revisar cada dato que los candidatos comparten con la audiencia. Es un proceso asombroso, pero también aterrador. Los fact-checkers han descubierto una cantidad abrumadora de mentiras, citas sacadas completamente de contexto y otras linduras similares: carnada para el elector desinformado. Lo mismo pasa, por cierto, con los anuncios negativos que cada campaña transmite por radio y televisión. Mi favorito es aquel en el que Newt Gingrich pretendió exhibir a Mitt Romney por hablar francés (característica propia, parece, de los patricios liberales demócratas, como John Kerry). Para hacerlo, el equipo de Gingrich cortó un fragmento de Romney hablando en mal francés. ¿La fuente? El inocente video que Romney grabara, con un saludo políglota apenas fonéticamente tolerable, para dar la bienvenida a los atletas a los Juegos Olímpicos de invierno de Salt Lake, competencia que Romney presidió. Y, como esa anécdota, decenas.
Por eso me parece digno de aplauso que, por iniciativa de Andrés Manuel López Obrador, en la elección mexicana se aspire a la honestidad como objetivo moral. Si los candidatos logran atacarse con vehemencia, pero con verdad, todos ganaremos. El buen juez, sin embargo, por su casa empieza. Bien haría López Obrador en reconsiderar su promesa de regresar al ejército mexicano a sus cuarteles en solo seis meses. En los últimos años, ningún otro político ha recorrido el país como el candidato de la izquierda. Por eso no puedo creer que ignore dos cosas. Primero, el peso real y tangible que tienen las fuerzas armadas no solo en el conflicto contra el narcotráfico, sino en la procuración de la tranquilidad cotidiana en cientos, quizá miles de municipios en México. Tampoco puedo creer que López Obrador desconozca la complejidad real de la reestructuración policial necesaria para, finalmente, devolver los soldados a los cuarteles. Estoy seguro de que sabe que la formación de una nueva policía eficaz y proba no tomará seis meses. Es más: no tomará seis años. Tomará una generación. Por eso, cuando el candidato de la izquierda promete que él, por arte de magia, acelerará el proceso de renovación de la policía mexicana, falta a la promesa de honradez que ha elegido como carta principal de su campaña. López Obrador miente cuando promete un imposible. Y no se necesita ser Secretario de Honestidad para saberlo.
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