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sábado 02 de noviembre de 2024

“Secuestraron a mi hermano”

ANÓNIMO

En este relato, una mujer judía mexicana describe el secuestro de un hermano, acaecido en el año 2001.

Enero 2001, Ciudad de México

Apenas daban las 6:30 de la mañana, en este fatídico día, cuando sonó el teléfono en casa de Mery. Era la voz de Raquel, su madre, pero sonaba hueca, macilenta. Pidió a Mery que acudiera inmediatamente a su casa. No quiso dar más explicaciones y colgó. Para Mery, el trayecto en auto hacia la casa de sus padres, en compañía de su esposo, fue eterno. Entraron a la recámara de la pareja, donde su padre, Samuel, lívido y sentado en la cama, manifestó:

__ Les pido que no hagan ningún comentario. Han secuestrado a tu hermano Gabriel.

Mery tardó en asimilar la noticia. Gabriel era el benjamín de la familia, una tardía decisión de Raquel. Había sido, de pequeño, el bebé de sus tres hermanos, y seguía siéndolo, aún casado y con tres hijos.

__Pero… ¿Cuándo? ¿ Quién? ¿Cómo?

__Fue ayer en la tarde. Lo agarraron al salir de su negocio, en la Central de Abastos. Los secuestradores llamaron para avisar que lo tienen en su poder, y están en contacto con tu hermano mayor. Nos hemos acercado a un equipo de negociadores que está apoyando en los procedimientos. No sabemos nada más y les pedimos completa discreción.

Mery vio retorcerse las manos de su madre en su regazo, en un gesto de completa impotencia. Se trasladó a casa de sus padres, sintiendo suya la responsabilidad de apoyar a sus padres, quienes se encontraban en un vaivén entre la desesperación y la expectativa. Dejó de ir a trabajar y perdió contacto con su realidad cotidiana: casa, marido e hijos. Siguiendo el consejo de los negociadores, el teléfono había sido desconectado, y las tres personas se encontraban encerradas en el departamento.

Los pocos familiares a quienes se les permitía la visita mostraban, al entrar, el semblante descompuesto. Las miradas de compasión eran más dañinas que confortantes: eran un espejo que revelaba la vulnerabilidad y la desgracia de los enclaustrados. A través de los visitantes, Mery y sus padres se enteraron de que el “asunto” se rumoraba en las sinagogas y en las conversaciones de café. La Comunidad entera estaba consternada y manifestaba su apoyo: para favorecer la liberación del secuestrado, rezos diarios se llevaban a cabo en las sinagogas y se habían organizado cadenas de voluntarios que recitaban, turnándose, el libro de Salmos. Gente bienintencionada había consultado a rabinos iluminados, tanto locales como extranjeros, quienes habían enviado, en recados misteriosos y esperanzadores, recomendaciones relativas a rituales y a conducta.

Llegaron desconocidos a verificar la configuración de las mezuzot, que, por tradición, resguardan las puertas de los hogares judíos. Otros hombres de Dios tocaron la puerta, pidiendo una dádiva, basándose en el adagio bíblico que reza: “La tsedaká (caridad) salva de la muerte”. Una misteriosa mujer apareció en la vida de la familia: se sentaba a diario a organizar rondas de salmos entre los presentes.

Mery descubrió que el rezo era antídoto al miedo y a la impotencia. Único refugio de quienes carecen de opciones y deben ejercer la paciencia. La plegaria permitía, mediante la repetición de frases, entrar a un estado letárgico, huyendo de la locura y del dolor.

Algunos visitantes traían comida, como si acudieran a una casa de duelo. Mery tuvo que pedirles que se abstuvieran de ese gesto amistoso, pues su padre lo consideraba ofensivo. Por decisión de los negociadores y en deferencia por su edad, se decidió que Samuel no sería incluido en la toma de decisiones relativas al secuestro. En la peor crisis de su vida, ese guerrero, quien había sobrevivido una guerra mundial y otra civil, saliendo fortalecido de ambas, ese patriarca que había dirigido el destino de una familia entera, se encontró de pronto inútil. Al no ser solicitado, se encerró en un necio mutismo. Sus manos, ahora impotentes, se dedicaron a reparar objetos rotos del hogar, como mesas o cucharones, utilizando mecates y alambres que hacían parecer aún más lastimosos dichos artefactos.

La familia comenzó a vivir al ritmo de las llamadas; el lapso entre una y otra era aproximadamente de dos días. Cuando el teléfono sonaba, los corazones se aceleraban, las caras palidecían, las manos marcaban un leve temblor. Al inicio, todos se reunían para atestiguar la “conversación”; más adelante, los asesores prefirieron la privacía.

Los maleantes, en un torrente de injurias y maldiciones, exigían sumas exorbitantes. Insultaban, amenazaban, afirmaban su poder absoluto sobre la vida del secuestrado. Tres pedirla, ora con ruegos, ora con severidad, la voz temblorosa de Gabriel proporcionó la famosa “prueba de vida”.

Isaac, hermano del secuestrado, a quien le tocó ser principal negociador, tenía en sus manos, por medio de un simple teléfono, la vida del cautivo. Debía conservar la calma y rogar, seducir, prometer, suplicar, pedir clemencia, jurar que conseguiría el dinero. Y aunque la familia, obviamente, quería terminar este suplicio, los negociadores aconsejaron paciencia: entregar directamente a los secuestradores la suma que pedían (además de lo difícil que implicaba conseguirla) equivaldría a meses más de cautiverio para Gabriel, pues sus captores probablemente demandarían más. Varias veces, hubo que llamar al médico a consulta, pues Isaac presentó dolores de pecho, los cuales fueron diagnosticadas como efecto de la brutal presión a la cual estaba siendo sometido.

Mery había decidido poner buena cara para contrarrestar este golpe del destino. Al despertar, se peinaba y se arreglaba como de costumbre, pero se detenía a medio gesto, el cepillo en la mano, pensando en lo absurdo de tales frivolidades. Sin embargo, había que seducir a la vida para que, en reciprocidad, ofreciera buenas noticias. Recordaba el primer día; ella había declarado, un poco cínicamente: “Es una simple transacción. Les entregaremos el dinero y nos entregarán a Gabriel”. El secuestrado es una mercancía, pensaba, una mercancía valiosa que debe ser cuidada. A medida que pasaba el tiempo, sus aseveraciones ya no le parecían tan atinadas.

Decidió que había que engañar al tiempo, dejar los días pasar sin dejar mucha huella, vivir por encima, como si nada sucediera, como si ella fuera simple espectadora de ese terrible evento que dividiría su vida en un antes y un después. Deambulaba de las recámaras a la cocina, de la sala al comedor, perdida en sus pensamientos, olvidando qué era que había ido a buscar. De pronto, su naturaleza alegre resurgía, y compartía una anécdota o un chiste que hacían sonreír a sus padres. Sin embargo, al momento siguiente, la acechaba la culpa, al pensar que, en este mismo momento, su hermano podía estar sufriendo la peor de las suertes.

Una mañana, el cuidador del edificio tocó el timbre, desde su caseta, para avisar que un mensajero había dejado un sobre para la familia. Mery respondió la llamada y tuvo que detenerse del refrigerador para no caerse. Envió a la sirvienta a recoger el paquete. La cara pegada a los imanes que anunciaban carnicería, pizza y farmacia, temblaba de miedo: ¿cómo abrir el paquete, pensó, cómo enfrentarse a un dedo o a una oreja recién cortados? Al recibir el envío, se cercioró que estaba razonablemente plano y, al tocarlo, que contenía sólo papel. Eran cartas dirigidas a ella, en las que sus hijos expresaban que la extrañaban y esperaban su retorno a casa. Desgarrada entre la ternura y la angustia, tuvo que refugiarse en el baño hasta recobrar la compostura y el uso de sus piernas.

Ella se había trasladado a casa de sus padres para proveerles apoyo, pero pronto se dio cuenta que su madre poseía recursos superiores a los suyos. Frente al mutismo de su esposo, Raquel exhibía un optimismo indestructible y una incondicional fe en Dios. Aunque no hubiese conciliado el sueño, se levantaba a la hora acostumbrada para preparar el café y animaba a Mery para que iniciara la elaboración del desayuno. No podía faltar el jugo recién exprimido, los huevos y las tortillas hechas a mano. A Mery le parecía una ceremonia absurda, pues nadie tenía apetito. Aún así, los tres se sentaban a la mesa y se esforzaban por masticar bocado tras bocado y tragarlo.

Seguía la preparación de la comida. Raquel, con tono decidido, enumeraba los platillos que se prepararían este día: los favoritos de quienes compartirían la mesa. Consentía en especial a Isaac, quien debía estar bien nutrido para poder llevar a cabo su delicada tarea.

Una de las tradiciones de la casa paterna era limpiar perfectamente de grasa y pellejos la carne que se pondría a cocer: Raquel encargó a Mery esa minuciosa tarea. Al preparar la ensalada, exigía a Mery que picara bien finita la lechuga, pues no era ese día “que se iban a hacer las cosas al aventón”. A diario, se preparaba alguna verdura o carne adicional, la cual se guardaba en el congelador, para ser cocinadas el día de la liberación de Gabriel.

Terminadas dichas labores, se prendían veladoras de aceite en memoria de Rabí Meír Baal Hanes, el rabino milagroso cuya tumba se encuentra en Tiberias: Raquel dejaba en manos del santo el bienestar de su pequeño; le guiñaba el ojo a Mery, asegurándole que Rabbí Meír nunca le había fallado. Luego, recibía las visitas con ánimo, dándoles consuelo en vez de recibirlo. Sólo la traicionaban unos largos suspiros. El séptimo día, encontró fuerzas para ir a la Compañía de Luz, y arreglar un problema de recibo perdido, acompañada por una vecina que ya no hallaba tema de conversación.

Aún así, el día décimo, Mery creyó verla al borde de la locura.

Era viernes, día en que Raquel, acompañada por una de sus nueras, acostumbraba a prender velas en la sinagoga. Se vistió para la ocasión y pidió el elevador.

En este mismo momento, el señor N., vecino del primer piso del edificio de Raquel, quien se encontraba solo en casa, se dispuso a tomarse su medicina: abrió el gotero con los dientes y, por descuido, tragó la tapa de caucho del mismo, la cual obstruyó su tráquea. Cuando se dio cuenta que le estaba faltando el aire, corrió al elevador y alcanzó a llegar a la planta baja. Allí, al borde de la asfixia, cayó de bruces, gritando: “!Ayúdenme!”. Pero nadie estaba presente. El elevador se cerró con un sonido seco.

Unos segundos después, Raquel y su nuera emergieron del elevador, ensimismadas. El hombre, valiéndose de un último esfuerzo, intentaba, arrastrándose, alcanzar la puerta. Raquel corrió, alertó al portero con gritos y, con la ayuda de los demás, le administró fuertes golpes en la espalda hasta que el hombre escupió el caucho. Llorando, de rodillas, el vecino le besó la mano.

Mientras encendía la veladora de la sinagoga, Raquel lo comprendió todo, en una especie de revelación: “Hoy, salvé una vida; de la misma manera, Dios ha de salvar la de mi hijo”.

Llegó a casa muy agitada y declaró, desde la puerta: “Hoy, me devuelven a Gabriel”. Mery, enmarcada por un débil rayo de sol, miró a su madre con consternación, preguntándose a qué médico acudir en semejante circunstancia. Lo sucedido acabó con sus pocas fuerzas. Agotada y temblando de fiebre, Mery se desplomó en cama, desconectándose de la realidad.

Unas horas más tarde, Raquel la despertó, anunciándole, en un despliegue de felicidad, que había acertado en su pronóstico: Gabriel había sido liberado y se encontraba en casa de Isaac.

Tras abrazarlo, tocarlo, olerlo y verificar que estaba entero, la familia comprendió que les había sido devuelta su propia libertad.

Aún así, la vida jamás volvió a ser la misma: esta crisis dejó su huella, de distinta manera, en cada uno de los miembros de la familia. Gabriel se unió a una empresa de seguridad, con la esperanza de aprender a reconocer y controlar las amenazas ocultas . Otro de los hermanos encontró en la emigración la solución de sus miedos. Samuel nunca se repuso del evento: se encerró primero en su casa, luego en su cuarto, y falleció unos años después.

A su vez, Mery decidió aprovechar las alas que le habían sido devueltas . Nunca más volvió a subestimar la importancia de los pequeños detalles – ni de las señales que manda la vida.

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