ESTHER CHARABATI
EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
En el principio fue el amor, y después llegó Platón, quien dividió al ser humano en dos elementos: el cuerpo y el alma. El cuerpo es una carga, la cárcel donde vive prisionera el alma. El cuerpo y sus deseos nos impiden contemplar la verdad. San Pablo se encargaría de difundir esta teoría —”Proceded según el espíritu y no deis satisfacción a las apetencias de la carne”—, contraria a otras posturas que habían sido relevantes en la época bíblica y que invitaban a gozar con la persona amada (v. Eclesiastés). San Agustín y el pensamiento cristiano posterior perpetraron el divorcio entre alma y cuerpo y ratificaron la culpabilidad del segundo.
Por varios siglos, todos los esfuerzos se orientaron a la salvación del alma.
Pero llegó el siglo veinte, iconoclasta y escéptico, a cuestionar al alma y a reivindicar al cuerpo. El cuerpo es el lugar donde todo sucede. Yo soy mi cuerpo. Placer, salud y salvación de pronto se han vuelto sinónimos. El cuerpo ha dejado de ser sólo la fábrica de hijos, el instrumento de trabajo, la envoltura animal. El cuerpo y el alma están fundidos, es imposible separarlos, son uno: el cuerpo es siempre un cuerpo animado (con alma); lo otro no se llama cuerpo, sino cadáver.
Ante este reacomodo, el amor también se redefine: se expresa a través del cuerpo (animado) y su receptor es otro cuerpo (animado). Si en alguna época había que disimular el interés por la relación carnal, hoy queda claro que forma parte del amor. Tampoco hay un cuerpo activo y uno pasivo: el placer se encuentra tanto en la mano que acaricia como en el torso acariciado, en quien escucha las palabras amorosas y en el que las pronuncia, en los aromas que se intercambian, en el que mira y en aquel que es mirado.
En La doble llama, Octavio Paz establece la igualdad de ambas instancias: “El amante ama por igual al cuerpo y al alma. Incluso puede decirse que, si no fuera por la atracción hacia el cuerpo, el enamorado no podría amar al alma que lo anima. Para el amante el cuerpo deseado es alma; por esto le habla con un lenguaje más allá del lenguaje pero que es perfectamente comprensible, no con la razón, sino con el cuerpo, con la piel. A su vez el alma es palpable: la podemos tocar y su soplo refresca nuestros párpados o calienta nuestra nuca. Todos los enamorados han sentido esta transposición de lo corporal a lo espiritual y viceversa. Todos lo saben con un saber rebelde a la razón y al lenguaje”.
Quizá el concepto que mejor une lo que Platón separó sea, paradójicamente, un concepto central en El banquete: el erotismo, que establece un lazo indeleble entre sexualidad y amor. “No hay amor sin erotismo como no hay erotismo sin sexualidad” insiste Paz. ¿Qué es entonces ese amor abstracto y sin objeto, qué esos performances sexuales de los que somos testigos diariamente? Quizá ejercicios de la fantasía o del cuerpo, entrenamientos para aquellos que rehúyen el encuentro decisivo.
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