EL PAÍS
¿Qué tienen en común Nicolás Sarkozy, Mahmud Ahmadineyad y Vladímir Putin? Que próximamente afrontarán difíciles contiendas electorales. Lo mismo vale para Barack Obama y Hugo Chávez. Y muchos otros presidentes. Este año habrá elecciones presidenciales o cambios de jefe de Gobierno en países que, en su conjunto, representan más de la mitad de la economía mundial. Pero no es solo eso. Más relevante aún es que los muchos líderes que en los próximos meses deben buscar el voto popular tienen la responsabilidad de tomar decisiones que, para bien o para mal, influyen directamente sobre las múltiples, graves y simultaneas crisis que sacuden el planeta. Y con frecuencia, la política local está en tensión con las realidades globales.
En Grecia, país donde la crisis económica —y sus acreedores— están obligando a tomar decisiones que cambian la naturaleza misma del Estado y alteran las relaciones de poder, hay elecciones en abril. Como hemos visto, lo que sucede en Grecia afecta al resto de Europa y hasta a la economía mundial. En Irán se votará antes que en Grecia. En los importantes comicios parlamentarios del 2 de marzo, el presidente Ahmadineyad verá su poder drásticamente reducido. No se alegre: el líder supremo, el inefable ayatolá Ali Jamenei, es quien saldrá fortalecido. Comparado con él, Ahmadineyad es un preclaro y tolerante líder democrático. En todo caso, al mismo tiempo que han estado en activa campaña electoral, estos personajes son quienes están tomando decisiones sobre la economía de su país, severamente dañada por el embargo internacional, sobre su incondicional apoyo a Siria, y sobre cómo reaccionar —o anticipar— la posibilidad de que Israel, Estados Unidos o ambos bombardeen sus instalaciones nucleares. Todo esto ya le ha afectado a usted directamente: el precio del petróleo ha subido a niveles sin precedentes.
Dos días después de las elecciones en Irán, Rusia irá a las urnas para escoger a su próximo presidente. Gracias al sistema de “democracia controlada” que ha impuesto en su país, Vladímir Putin tiene la elección asegurada. Pero su triunfalismo se ha visto opacado por las más multitudinarias protestas contra el gobierno que se han registrado en Rusia desde hace tiempo. Y, al igual que su colega iraní, el líder ruso se ha visto obligado a combinar cálculos electorales con decisiones internacionales. Putin necesita promover su aura de invencibilidad e impedir que las protestas contra él sigan escalando, a la vez que toma delicadas decisiones sobre Siria, Irán, Afganistán y otras emergencias globales.
Y lo mismo sucede con Nicolas Sarkozy, quien el 22 de abril debe enfrentar el fuerte reto electoral que le plantea el candidato socialista, François Hollande. Y con Barack Obama, quien de ahora hasta las elecciones de noviembre debe combinar el manejo de graves crisis internacionales con la defensa de su gestión ante los ataques de su rival republicano, que casi seguramente será Mitt Romney. En China, el presidente Hu Jintao pasa sus últimos meses en el poder antes de entregarle el mando a Xi Ping. Si bien esta transición ocurre de manera ordenada y sin mayores conflictos, el cambio del más alto nivel de gobierno en un país de cuya salud económica y política depende la estabilidad mundial añade aún más complejidad a un año ya muy complejo.
Pero los cambios no solo se van a dar en las superpotencias. También habrá elecciones presidenciales en Egipto (mayo o junio), México (1 de julio) y Venezuela (7 de octubre). Los resultados tendrán consecuencias no solo dentro de esos países. En el caso de Egipto, impactarán en Oriente Próximo y la evolución misma de la Primavera Árabe. En el de México, influirán en la expansión de las narcoguerras. Y en el de Venezuela, en la ascendencia de Hugo Chávez sobre sus vecinos más pobres.
En las democracias las elecciones son normales y, naturalmente, deseables. Pero no son gratis. Y no me refiero a lo que se gasta en las cada vez más costosas campañas electorales. Me refiero a que la calidad de las decisiones que toman los gobiernos sufre. Los cálculos electorales hacen que los dirigentes paralicen o pospongan decisiones necesarias o tomen decisiones indeseables. Durante los períodos electorales, el largo plazo importa menos. La prioridad es seducir a los votantes antes de la elección. Esto, que es siempre malo, en tiempos de crisis es aun peor.
Ya sabemos que uno de los factores que agrava las crisis económicas es que los mercados financieros se mueven a la velocidad de Internet, mientras que los gobiernos lo hacen a la velocidad de la democracia. A esta brecha en la velocidad de la toma de decisiones hay que añadir la pérdida de calidad que sufren las decisiones durante periodos electorales en todos los ámbitos, no solo en el económico. Este problema no se resuelve teniendo menos elecciones. Solo se alivia con más y mejor democracia.
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