Judíos en Irán, la elección de resistir

LA VANGUARDIA.COM

La milenaria comunidad hebrea de la República Islámica asume vivir en un régimen que habla de exterminar Israel.

La escalada de tensión entre Irán e Israel a causa del programa nuclear de los ayatolás podría acabar en una guerra a la que algunos ya han puesto fecha: esta misma primavera. Las consecuencias para la región aún son una incógnita. La crisis nuclear resulta especialmente incómoda para la milenaria comunidad judía que resiste en la República Islámica, atrapada en sus contradicciones, asumiendo la peculiar dualidad de sentirse judíos y persas por igual, ciudadanos de un país dirigido por un régimen que habla de exterminar el estado de Israel.

Luise Eshaghian tiene que arrastrar un enorme manojo de llaves cada vez que tiene que abrir la sinagoga principal del barrio de Jey. Mientras andamos, me comenta que, pese a ser judía, se siente segura y a gusto en la República Islámica. Lo dice con convicción, pero si fuese verdad lo que dice, no tendría que cerrar el templo con media docena de cerraduras y un par de cadenas gruesas. Jey está lejos del circuito turístico de Isfahán, la ciudad que alberga la mayor concentración de monumentos islámicos del mundo con sus espléndidas mezquitas de cúpulas color turquesa. Es un barrio antiguo, de casas de barro y paja, atravesado por callejuelas estrechas y solitarias. Es un lugar milenario que ha conocido mejores épocas y que ahora comparten persas de clase baja, refugiados afganos y lo que queda de sus vecinos originales: una comunidad hebrea de 1.500 miembros, descendientes de los esclavos de Babilonia que fueron liberados por el rey Ciro II el Grande. El barrio y sus quince sinagogas son una reliquia, la evidencia de un vínculo histórico de 2.700 años de antigüedad entre el antiguo Imperio Persa y aquellos primeros judíos.

Seguros tras seis cerraduras

Luise está obligada a cubrirse la cabeza en la calle, tal y como ordena la legislación iraní. Asegura que no le incomoda. No se cuestiona la norma, como tampoco parece cuestionarse la situación de su comunidad. “En Irán no tenemos problemas por ser judíos. Tenemos rabinos y nadie nos impide celebrar el Sabbath; los hombres y las mujeres nos seguimos juntado en la sinagoga”. Pero hay ciertos detalles que despiertan sospechas respecto a su sinceridad: después de abrir la pesada puerta de hierro forjado del templo, Luise tiene que accionar cuatro o cinco cerrojos más hasta acceder a la sala de oraciones. Además, en la entrada alguien ha dibujado algo escalofriante: la mira telescópica de fusil.

La comunidad hebrea de Irán se ha reducido drásticamente en los últimos 50 años, especialmente después del nacimiento del actual Israel y las emigraciones masivas hacia el nuevo estado. Antes del triunfo de la Revolución Islámica en 1979, la comunidad judeo-persa contaba con unos 70.000 miembros. Ahora no pasan de 25.000, pese a ello, siguen siendo la comunidad hebrea más numerosa de Oriente Medio después de la del propio Israel. En países como Siria, Irak o Egipto, la población hebrea prácticamente ha desaparecido.

El régimen de los ayatolás reconoce a los judíos como minoría religiosa en la carta fundacional de la República y les autoriza a ejercer su culto y a celebrar sus fiestas con una sola condición: que no hagan proselitismo. También tienen un representante en el Parlamento junto a los zoroastristas y los cristianos, las otras minorías religiosas reconocidas. Los judíos también disponen de una red propia de escuelas y hospitales y tienen acceso a diversas publicaciones escritas en dialecto judeo-persa.

Vecinos buenos, políticos malos

Luise se abre paso hasta la sala de culto después de abrir más puertas y más cerraduras. Es un habitáculo grande de paredes blancas y decoración sencilla: sólo destaca un púlpito forrado de terciopelo azul con una estrella de David plateada y un hermoso tapiz con inscripciones en hebreo y dos banderas de Israel dibujadas. La menorah, el candelabro de siete brazos, está presente en todas partes. Afirma que nunca ha tenido problemas con los vecinos: “Voy cada día a comprar el pan a los hornos de los musulmanes y todos me tratan bien”. Alí, un viejo profesor de inglés musulmán que da clases particulares a jóvenes judíos del barrio, corrobora este testimonio. Explica que la comunidad está bien integrada en la ciudad, que son gente humilde con vidas sencillas y que nunca se meten en problemas. Pero a veces pasar desapercibidos no es una opción, sino lo más prudente.

Alí, como muchos iraníes, está todavía comprometido con la tradición cultural persa: cosmopolita, refinada y respetuosa con los demás. La mayoría de sus dirigentes, sin embargo, continúan elaborando discursos donde los judíos siempre son los peores enemigos, los aliados del “gran Satán” norteamericano. Inevitablemente, este discurso hace mella: “Un compañero de escuela dijo a mi hijo que era un asesino porque Israel estaba matando palestinos”, dice la Luise sentada junto de unos rollos del Talmud. “Tuve que ir a la escuela para pedir al profesor que explicara a los niños que mi hijo era judío, no sionista”.

A pesar de tener libertad de culto, los judíos están sometidos a muchas limitaciones: no pueden ser oficiales del ejército y es casi imposible que puedan asumir un cargo público. Ni siquiera pueden dirigir las escuelas judías, una función que sólo puede ostentar un musulmán. De hecho se les anima a abandonar su religión con una peculiaridad de la ley de sucesiones iraní, que premia a los judíos que se convierten al Islam haciéndoles herederos absolutos de todos los bienes familiares.

Y además está Mahmud Ahmadineyad. El presidente iraní es un fiel defensor de las teorías negacionistas sobre el Holocausto. Durante su mandato, Irán ha acogido varios congresos que han reunido a “la flor y nata” de los seguidores de esta corriente histórica que niega la eliminación de judíos a gran escala durante la Alemania nazi. Pero Luise, como la mayoría los judeo-persas, afirma que esto son sólo cosas de “política”, cosas que afectan poco a su vida diaria.

Marcharse a Israel no es una opción

Israel ha ofrecido ayuda a los judeo-persas en multitud de ocasiones. Pero ha tenido un escaso éxito. Los que consiguen un visado para salir del país prefieren irse al Canadá o a los Estados Unidos. Sólo los judíos más pobres han aceptado el cheque de 60.000 dólares que ofrece Israel a los que deciden “retornar” a la tierra prometida. “Sé que si nos fuéramos a Israel, nos darían dinero y trabajo, pero no me quiero ir; ésta es mi casa “, se reafirma Luise. La mayoría de judíos iraníes tienen parientes en el Estado hebreo y, desde no hace mucho, pueden ir y volver a Israel sin demasiados problemas a pesar de que la ley iraní prohíbe a sus ciudadanos poner los pies en “la Palestina ocupada”.

Las facilidades para viajar contrastan con los rigores impuestos en su vida cotidiana. Los hebreos hace treinta años que están sometidos a un sutil embargo económico. En Irán no se cumple la imagen del judío próspero, típica de otros países de la región. Después de la Revolución Islámica fueron presionados para que se marchasen de los bazares y fueron obligados a dejar el comercio del oro y las antigüedades. De hecho, la familia de Luise parece haber vivido tiempos mejores. La casa es grande, pero los muebles son viejos y en el patio de la casa se acumula la chatarra. “Mi marido -dice-, como la mayoría de judíos de Isfahán, trabaja en las fábricas textiles. Gana apenas para salir adelante”.

De vuelta a casa, tras la visita a la sinagoga, Luise se topa con dos vecinas que conversan animadamente en la lengua de la Torah, “Boker tov” (Buenos días), le dicen, “Lehitraot” (Hasta luego), responde ella mientras abre la puerta de su hogar. Durante la guerra de Iraq, muchos judeo-persas lucharon contra el ejército de Saddam Hussein. Ahora surge inevitablemente una pregunta: ¿qué harán estos judíos si estalla una guerra contra Israel?

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