MOISÉS NAÍM/EL PAÍS
La guerra ha acompañado al hombre desde el comienzo de la historia. También las nuevas tecnologías que cambian la naturaleza de la guerra. La pólvora y las armas de fuego convirtieron a las espadas en piezas de museo. En la Primera Guerra Mundial, los tanques remplazaron a la caballería. Y en 1945, la bomba atómica inauguró en Hiroshima la era de la destrucción masiva. Con la llegada de este nuevo siglo apareció otro artefacto que ha obligado a los militares a repensar sus tácticas. No se trata de nada muy sofisticado: una vieja bomba enterrada en una polvorienta carretera (o colocada en una bolsa de basura al lado del camino) que es detonada a distancia desde un teléfono móvil o con un mando para abrir puertas de garaje en el momento en que pasan cerca (o encima) de ella las tropas enemigas. Son los IED —improvised explosive devices, o dispositivos explosivos improvisados—, popularizados por los insurgentes en Irak, Afganistán y Pakistán.
En la Segunda Guerra Mundial, el 3% de las muertes de soldados estadounidenses fueron causadas por minas antipersonas. En la guerra de Vietnam, la cifra subió al 9%. En Irak, se disparó al 65% (en 2005), y un general de los Marines estimó que el 80% de las bajas que sufrieron sus tropas en Afganistán se debieron a los IED. El Pentágono ha gastado 1.700 millones de dólares para neutralizar, mediante interferencias electrónicas, estas bombas improvisadas cuyos componentes cuestan unos pocos dólares.
Otra innovación que ha alterado drásticamente el curso de la guerra son los drones. Estos aviones sin tripulantes pueden ser pilotados a control remoto desde grandes distancias y permanecer en el cielo a gran altura durante largas horas. Los drones que operan en Pakistán, Afganistán o Yemen, por ejemplo, son controlados desde Nevada. Estos aviones teledirigidos tienen sofisticadas cámaras de vídeo o misiles de precisión letal. Es lo más parecido a librar combates con una play-station, pero con consecuencias reales. Así, los pilotos estadounidenses dirigen ataques de sus drones contra las guaridas de Al Qaeda en la frontera afgano-paquistaní o matan a los jefes de la red terrorista, como el clérigo Anuar el Aulaki, alcanzado en Yemen por un misil lanzado desde un avión no tripulado. Los Predator, de apenas 8 metros de largo y unos 500 kilos de peso, se han empleado contra las milicias islamistas de Somalia. Con el GlobalHawk, el más grande de los drones, el Pentágono vigila las actividades nucleares de Corea del Norte. Los drones más pequeños pueden ser transportados en una mochila y en Afganistán los soldados los lanzan desde donde estén para que, al volar detrás de las montañas, transmitan imágenes de las posiciones enemigas. El prototipo más diminuto de estos aviones teledirigidos cabe en una mano y pesa 19 gramos.
En la última década, la flota de drones de Estados Unidos ha pasado de 50 a más de 7.000, repartidos por diversas bases en Turquía, las islas Seychelles, Etiopía, Yibuti o la península Arábiga.
Estados Unidos ya no es, por supuesto, el único que ha dotado a sus fuerzas armadas con drones. Muchos otros países ya los tienen aunque, claro está, la mayoría de ellos no dispone de las sofisticadas tecnologías de los aparatos estadounidenses.
Otra constante histórica es que una vez que una tecnología se disemina entre las fuerzas armadas del mundo, sus aplicaciones civiles no tardan en llegar. Y ahora hay una multitud de empresas que venden aviones y helicópteros a control remoto con capacidades muy superiores a las que hasta ahora tenían estos aparatos. La demanda es enorme. Desde estaciones de radio y televisión que los quieren para captar imágenes del tráfico y otras noticias desde el aire, a vendedores de casas y terrenos que quieren mostrar a sus clientes las propiedades a vista de pájaro; ecologistas y zoólogos que pretenden observar parajes naturales o animales salvajes, ganaderos que desean usarlos para vigilar sus rebaños, o empresas de seguridad que los destinarán a tareas de vigilancia. Y un sinfín de otros usos.
La mala noticia es que, inevitablemente, los terroristas también se interesarán en esta nueva tecnología. Y con igual inevitabilidad la tratarán de combinar con su otra innovación tecnológica, los IED. Y es así como trágicamente los explosivos de los terroristas pueden pasar del suelo al cielo y de Afganistán a Manhattan, o de una remota carretera a un estadio lleno de gente.
Obviamente esta es una idea inquietante sobre la que no apetece siquiera pensar. Pero apartarla de nuestra mente no la borrará de la mente de quienes ya están tramando cómo usar estas nuevas tecnologías para sus malignos fines. Ningún problema se ha resuelto evadiéndolo y este problema que se avecina necesitará de la mayor y más competente atención.
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