MARINA MESEGUER/LA VANGUARDIA.COM
Todo el mundo quiere ser moderno en Irán. Edificios altos, móviles de última generación, cibercafés, pelo a la moda… Las viejas costumbres y modos de vida se deshacen como la arena, y los cascos antiguos de sus ciudades milenarias languidecen y se quedan sin vecinos. Las casas de barro y paja, que han alojado mil historias, poco a poco sucumben a los elementos y no acaban siendo más que tristes escombros donde se acumulan la basura y los secretos. Las antiguas casas nobles son hoy los escondrijos donde los drogadictos van a calmar su mono de heroína, una plaga que amenaza a la desencantada juventud iraní.
El conflicto diplomático (y no diplomático) con los Estados Unidos e Israel a causa de su programa nuclear no es la única pugna que mantiene el régimen de los ayatolás. Su otra línea del frente está en la porosa frontera de más de 1.600 kilómetros que separa Irán del Afganistán y el Pakistán. Unidades enteras de infantería luchan en el desierto oriental contra las bandas de narcos, llamados oficialmente “narco-terroristas”.
No es fácil vivir al lado del territorio afgano, el almacén de drogas más grande del mundo. La rígida y puritana república de los ayatolás ha visto como el número de toxicómanos aumenta año tras año hasta convertirse en uno de los países con más adictos a los opiáceos del mundo. Las jeringuillas abandonadas son habituales entre los solares de Teherán o Shiraz, o en los parques de los barrios más pobres de Isfahán, precisamente los que acogen un mayor número de desplazados afganos.
Según las Naciones Unidas, Irán tenía en 2011 1,2 millones de drogadictos, una cifra que en 2009 se calculaba que crecía al ritmo de 130.000 enfermos al año, una cantidad desorbitada para un país de 77 millones de habitantes, de los cuales, la mitad es menor de 24 años. Si a eso se le suma un paro juvenil del 24% y una juventud que se asfixia en un país en el que no pueden ser ellos mismo, el cóctel es explosivo.
El fantasma de la droga preocupa a las familias. Es el caso del señor Vali, un modesto vendedor de alfombras de Mashad, la principal ciudad santa de Irán. Su hijo, estudiante de informática, ha aprendido, como muchos jóvenes iraníes, a eludir la férrea moral impuesta por los clérigos chiítas: fuma tabaco en las casas de té clandestinas, flirtea con chicas y probablemente bebe alcohol de vez en cuando. Son transgresiones que preocupan relativamente a sus padres. Lo que de verdad les espanta es la heroína y han decidido someter a su hijo a análisis de sangre regulares para detectar si consume sustancias estupefacientes.
El consumo y venta de narcóticos es un tema tabú para el régimen chií, que lo prohíbe de forma taxativa. Los clérigos y los guardianes de la moral han de afrontar, sin embargo, que Irán sea la primera escala del narcotráfico proveniente de Afganistán en dirección a Europa y el resto del mundo, la llamada “ruta de oro” del opio.
La ONU asegura que el 60% del contrabando mundial de heroína pasa por aquí. Irán, no obstante, no es sólo un simple punto de entrada y salida: mucha droga se queda en el país y se consume. El problema es tan grave que cuando se produjo el terremoto de Bam (al sureste del país), en el año 2003, la República Islámica tuvo que pedir a los organismos internacionales que incluyeran metadona entre la ayuda humanitaria.
Según las autoridades iraníes en 2009 el vecino afgano producía 8.200 toneladas de droga al año, de las cuales 2.500 entraban a Irán con destino a los países del Golfo y Europa. De esa cantidad, 500 toneladas son cosumidas en Irán, mientras que otras 500 son confiscadas por la policía. El resto, viaja hasta Iraq, donde también se consume otra parte, y finalmente unas 1.000 toneladas se distribuyen entre Oriente Próximo y Europa.
Caravanas de narco-camellos
No se puede decir que Irán no haga nada para controlar sus fronteras. La República Islámica es responsable de la captura del 80% del opio y el 90% de la morfina incautadas en el mundo. Sin embargo, convoyes cargados de drogas, escoltados por hombres de la tribu Baluch armados con kalashnikovs, continúan abriéndose paso en la provincia de Khoresan y otros lugares de la extensa frontera entre Afganistán e Irán. 3.700 policías iraníes han muerto asesinados en estas áreas desde 1979.
Los narcotraficantes idean continuamente métodos nuevos para eludir la presión de los militares iraníes. Es habitual ver camellos vagando solitarios entre las dunas del desierto, cargados con fardos. Los traficantes les han adiestrado para guiarse sólo hasta llegar al punto de recogida. Los narcos asumen que muchos animales son capturados, pero el negocio sigue siendo rentable: cada animal puede transportar enormes cantidades de droga y saben que la policía no puede vigilar cada camello que vaga suelto por el desierto.
Irán hace tiempo que se queja de la falta de colaboración del gobierno pro occidental afgano, que invariablemente se justifica con la falta de medios para controlar el cultivo y el tráfico de drogas en el interior de su país. Ni siquiera la presencia de los ejércitos más poderosos del mundo dificultó el trabajo de los narcotraficantes. ¿Que ocurrirá cuando las tropas de la OTAN se retiren? Mientras tanto, la heroína se extiende entre los iraníes como un insidioso enemigo interior.
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