ESTHER CHARABATI
PARA ENLACE JUDÍO
Pocos sentimientos tan vergonzosos como la envidia. Podemos admitir el odio o el deseo de venganza porque depositamos la responsabilidad en el otro, ése que ha provocado en mí tan bajas pasiones. Con algún esfuerzo, también llegamos a asumir que estamos celosos, aunque con ello se haga patente que tememos perder a “esa” persona que podría amar a otra en vez de a mí.
La envidia, en cambio, es absolutamente inconfesable, porque revela nuestro deseo de ser como el otro o de tener lo que él sí tiene. Es decir, le conferimos superioridad sobre nosotros mismos, y eso es difícil de perdonar.
Por otra parte, reconocemos la envidia como una bajeza y resulta imposible culpar al envidiado por tener lo que tiene. Los causantes de la envidia somos nosotros mismos, que no soportamos nuestras carencias. ¿Será por eso que Unamuno afirma que “es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”?
No hablamos aquí de esa envidia —que roza la fantasía— hacia lo lejano, lo inalcanzable: la gloria de Juan Gabriel, el dinero de Slim, la belleza de SalmaHayek. En todo caso estas personalidades nos resultan indiferentes, simplemente tenemos la impresión de que seríamos más felices con algunas de las cosas que ellos poseen.
En realidad, la envidia suele ir dirigida a la gente más cercana, nuestros amigos, colegas o familiares. La envidia entre hermanos es tan antigua como la humanidad, como nos han venido recordando desde hace siglos Caín y Abel. Y la literatura y la vida cotidiana refuerzan constantemente este dato primigenio.
Es indiferente aquí si la envidia refleja una competencia innata por el amor de la madre o si es resultante de la diversidad, lo importante es que la envidia hace daño. En primer lugar, a quien la vive, pues no sólo experimenta el deseo, sino también la devaluación. “No soy como él” “Valgo menos que ella”, “Ha tenido más suerte que yo”. Pero como el que envidia, según el diccionario, “siente tristeza por el bien ajeno”, el daño no termina ahí, pues esa tristeza, aparentemente inocente, puede expresarse en forma agresiva o violenta, con el propósito de destruir. Otros significados de la palabra, en su origen, fueron: ‘antipatía’, ‘odio’, ‘mala voluntad’, ‘celos’, ‘rivalidad’; también, “mirar con malos ojos”, lo que posiblemente haya llevado a la gente a protegerse contra el “mal de ojo” con ajos, piedras azules, listones rojos, etcétera.
Es cierto que a menudo uno es tan envidioso como envidiado, pero esta bidireccionalidad se vuelve intrascendente por la culpa que sentimos al albergar un sentimiento tan bajo, y que es constantemente reforzada con interminables dosis de moralidad.
Todos predican que debemos liberarnos de la envidia, pero ¿cómo? ¿Cómo eludir ese sentimiento que me invade cada vez que me doy cuenta que mi vecino sí pudo comprar un coche, que mi hermano ha logrado el reconocimiento y que mi colega ha obtenido un ascenso? Tal indiferencia aparece como sobrehumana, y nosotros somos definitivamente terrenales. Hay gente que puede envidiar sin sentir tristeza; contemplando el bien del otro con un suspiro:”Qué suerte tiene…”. Creo que es lo que llaman envidia de la buena. Otros no. Quizá podamos frenarnos cuando queremos lastimar, o incluso ayudar a quienes envidiamos para contrarrestar nuestras malas vibras — ¿será ésa una sublimación de la envidia?—, pero no entristecernos por el bien ajeno, es una virtud, creo yo, que está al alcance de muy pocos.
“Con esta envidia que digo
y lo que paso en silencio,
a mis soledades voy,
de mis soledades vengo”
Lope de Vega
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