ALFREDO SEMPRÚN/LA RAZÓN.ES
El problema es que no es nada fácil creerse la versión iraní de que su programa nuclear es pacífico. Aunque se pudiera aceptar que los ayatolas sólo pretenden sacudirse una hipotética dependencia del exterior en cuanto al abastecimiento de combustible para sus centrales atómicas, fabricándolo ellos mismos, está el asunto de Fordow, ese laboratorio construido en secreto bajo una montaña. Obama lo dio a conocer al mundo en 2009 y, a la fuerza ahorcan, Teherán admitió que, bajo 150 metros de sólida roca, estaban enriqueciendo uranio. Si imputamos los gastos de una obra de ingeniería de tal magnitud en el coste final del combustible así obtenido, el precio del kilowatio les va a salir ruinoso.
No sólo debe ser pacífico, también, parecerlo
Pero hay más. Simplificando, y mucho, una bomba atómica a base de uranio es como si a una naranja le quitáramos un gajo. Para que estalle, hay que volver a embutir el gajo. Parece simple, pero es una operación que debe hacerse a una velocidad predeterminada para que el núcleo alcance un estado supercrítico. En caso contrario, la cabeza no estalla y se fundiría en una nube de radiactividad. Más o menos.
El «gajo» se empuja mediante un explosivo especial que necesita, a su vez, un detonador de alta sensibilidad. También hace falta un moderador y un iniciador de neutrones. Esto para una bomba de uranio. En las de plutonio, la cuestión se complica, sobre todo en lo que se refiere a los detonadores, que deben ser varios y sincronizados para que el explosivo actúe de una manera uniforme.
Por lo tanto, la sola posesión de uranio enriquecido no es suficiente para construir un ingenio nuclear, y ahí es donde la cosa se complica. El último informe de la Agencia Internacional para la Energía Atómica (AIEA), publicado en noviembre de 2011, afirma que Irán está trabajando en explosivos de última generación, detonadores e iniciadores de neutrones. Más aún: hay indicios de que han modificado la capacidad de carga de las cabezas de sus misiles de largo alcance. Si bien es cierto que detonadores, explosivos e iniciadores de neutrones pueden emplearse en otros campos de la ingeniería civil, el jefe de la AIEA, el japonés Yukiya Amano, lo ha expresado suavemente: «Tengo la impresión de que Irán no lo está contando todo sobre su programa nuclear».
Si Amano tiene esa impresión, no hay que ser un genio para imaginar qué es lo que piensan del asunto los israelíes, que ven, con alarma, cómo van cayendo una a una las hojas del calendario. Por supuesto, no han estado de brazos cruzados, pero sus esfuerzos para, al menos, retardar el programa iraní no han conseguido que las centrifugadoras de uranio, que ya se cuentan por miles, dejen de funcionar.
Que Israel tiene establecida una «fecha límite», a partir de la cual se reserva el derecho de actuar directamente sobre la amenaza, lo dan por descontado lo iraníes. No se excava bajo una montaña y se refuerza con hormigón armado si no se tiene la certeza de que van a llover bombas.
¿Cuántas? Tendrán que ser muchas. Los ingenieros de Boeing, por encargo de Washington, tratan de mejorar la capacidad de penetración de un bicho llamado GBU-57/B, que pesa 13 toneladas, lleva 2.000 kilos de alto explosivo y dicen que puede destruir estructuras enterradas a más de treinta metros de la superficie. Ahora mismo, la red está llena de comentarios sobre las virtudes de esta bomba, y en los foros militares se exponen todo tipo de planes de ataque.
Estrategias de café, en su mayoría, pero que ponen el acento en dos puntos insoslayables: la distancia de vuelo y la dispersión de los supuestos objetivos. Y aunque hagamos abstracción de la capacidad de defensa aérea iraní, más bien deficiente, parece claro que Israel solo no puede garantizar el éxito de un ataque. Si bien, en eso de convencer a Obama le ha salido un aliado vergonzante: Arabia Saudí.
El helado destino de otra clase de refugiados sirios
En el archipiélago de Svalbard, congeladas, se preservan de hipotéticos cataclismos, las plantas que han hecho posible el desarrollo agrícola de la Humanidad. Esta semana, han llegado nuevos inquilinos, aunque se les podría calificar perfectamente de «refugiados»: la colección de semillas de trigo, cebada y guisantes autóctonas de Siria. Estaban guardadas en el «Centro de Investigación de Cultivos en Zonas Áridas» de Alepo, donde no se puede descartar que llegue la guerra y la consecuente destrucción. Han puesto a salvo el tesoro genético. Que no ocurra lo que en Afganistán e Irak, donde hasta los bancos de semillas fueron saqueados.
La vaca «halal» que ríe
La campaña electoral francesa ha dado un giro sorprendente. De pronto, todo el mundo discute sobre cómo hay que sacrificar a las vacas: si por el rito musulmán, halal; el judío, kohser, o el «laico republicano». El primer ministro, Fraçois Fillón, cree que son tradiciones ancestrales que ya no tienen razón de ser. Mulás y rabinos se le han tirado al cuello. Sarkozy, bajo en las encuestas, atiza el asunto porque cree que le atrae votos de Le Pen. Menos mal que hay pocos hindúes en Francia.
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