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sábado 02 de noviembre de 2024

Crónicas Intranscendentes. Segunda Parte

LEON OPALIN
PARA ENLACE JUDÍO

Un entorno cordial

Una parte de gran relevancia en mi niñez fue la presencia de mi nana Sara y la de mi hermana Java, Delfina; estas personas de origen indígena fueron parte de la familia y compensaron la ausencia de mis padres que frecuentemente estaban arduamente trabajando.

Delfina, que de joven fue una atractiva mujer, murió en diciembre del 2005 cuando yo estaba convaleciente en el hospital; toda la vida mantuvimos una relación con ella, con su esposo y sus hijos que vivieron en nuestra casa muchos años. Cuando se fueron de nuestro hogar los visitábamos periódicamente, sobre todo en las fiestas patronales de su pueblo: San Bartolo Cuautlalpan, en el Estado de México limite con el de Hidalgo, en donde pasé algunas vacaciones junto con mi hermana Java. Hoy día para llegar a San Bartolo te toma una hora en automóvil si no hay trafico; sin embargo, cuando era niño el trayecto con el único camión que lo cubría, era de alrededor de tres horas; era toda una experiencia, sobre todo en época de lluvia, cuando el vehículo prácticamente flotaba en la carretera de terracería que corría entre Tizayuca, ahora una localidad industrial, y San Bartolo.

En el pueblo, Java y yo éramos el centro de atracción de nuestra numerosa familia campesina. Tuvimos vivencias fantásticas como ir a trabajar al campo, conducir carretas con caballos, y asistir a las fiestas del pueblo donde medio mundo se embriagaba con pulque y/o cerveza, frecuentemente había riñas y en ocasiones hasta muertos. Los habitantes del pueblo no contaban con electricidad y el entorno de velas en las noches era muy enigmático y servía de marco para que Delfina nos contara cuentos mágicos, como el de la leyenda indígena de la llorona que nos aterrorizaba y nos daba miedo salir de noche de la casa a las huertas para realizar nuestras necesidades fisiológicas.

Recuerdo que una vez que caminaba por el campo con Don Pepe, el esposo de Delfina, me senté a descansar en el suelo sin fijarme que lo hice sobre un hormiguero; ahora me parece chusco este acontecimiento, empero, en su momento me alarmó.

Las relaciones sociales de mi familia eran básicamente con el grupo de amigos judíos, que al igual que mi padre, eran sastres. Nuestros cumpleaños los celebrábamos aburridamente con adultos; muchos domingos íbamos a pasear al bosque de Chapultepec en una sección donde se juntaban para convivir las familias judías. Llegábamos en tranvía, el trayecto desde mi casa duraba entre 20 minutos y media hora; yo llevaba mi pequeña bicicleta para correr por las veredas asfaltadas que había en esa sección del bosque, mientras mis padres platicaban entretenidos con sus correligionarios. Eran tiempos de tranquilidad, nadie tenía que estar pendiente de los niños para evitar algún incidente.

En mi niñez la mayor responsabilidad que tenía era asistir a la escuela; para estar al corriente en mis estudios mis padres me enviaban junto con mi hermana Java a un pequeño salón de clases a 100 metros de mi casa para que pudiéramos preparar las tareas. Las clases se llevaban acabo en la casa habitación de la maestra y adicionalmente al repaso monótono de lecciones también nos enseñaba el catecismo. Más tarde Java y yo tuvimos asistencia escolar en nuestro domicilio por parte del maestro Bernardo, que era una persona refinada y vestía muy formal; quizá era un rico venido a menos y tenia que dar clases privadas para sobrevivir. Siempre nos contaba historias de misterio que inventaba.

Recuerdo que a una cuadra del edificio donde vivíamos existía una casona habitada por un matrimonio de ancianos aristócratas de origen europeo a los que Java y yo frecuentábamos. Nos regalaban golosinas y pasábamos largos ratos en su casa repleta de antigüedades; sobre un mueble tenían una esfera con un paisaje que con el movimiento de la misma generaba una nevada; me fascinaba agitar la esfera .En el centro de la ciudad prácticamente no había jardines, no obstante, al interior de la casa de los ancianos tenían un acogedor patio cubierto de flores sembradas en macetas.

Mis padres, como la mayoría de los inmigrantes en los años cuarentas trabajaban jornadas extenuantes de 12 a 14 horas diarias de lunes a viernes, y solo 8 horas el sábado. También trabajaban los domingos previos a la temporada de diciembre. Me viene a la memoria la figura de mi padre siempre sentado frente a la maquina de coser frenéticamente asido a ella en su pequeño taller.

Como muchos inmigrantes mi padre trabajaba afanosamente para dejar atrás las penurias que vivió en su natal Polonia; se rompía la espalada para salir adelante en un nuevo mundo extraño, empero, en el cual fue acogido con cariño y frecuentemente con recelo ante su metódica y austera vida que finalmente llevó a muchos inmigrantes a triunfar.

El pequeño taller, que en aquel entonces como niño lo percibía como una gran empresa, en la que yo era el hijo del dueño, representó para mi una inolvidable experiencia y el marco en donde asimilé hábitos de disciplina y trabajo que fueron una valiosa ayuda en mi vida laboral de adulto. En ese establecimiento muchas veces me senté al lado de Felipe, un empleado de mi padre que había sido tanquista del Ejercito Ruso, y que me relataba innumerables hazañas en las que supuestamente participó durante la Segunda Guerra Mundial en Europa. Felipe me causó una gran desilusión por que el día de la celebración de mi Bar Mitzva, la ceremonia religiosa de los jóvenes judíos a los trece años, cuando adquieren la responsabilidad de sus actos ante Dios y la sociedad, no me trajo el regalo que me prometió y que se acostumbraba dar a los jóvenes en ese día solemne; me dijo que me lo haría llegar más tarde. Durante mucho tiempo lo esperé y nuca llegó; me sentí engañado y decepcionado de una persona que era un semi héroe para mí.

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