Juntos venceremos
jueves 21 de noviembre de 2024

Tiro al aire: Recuerdos infantiles

SHULAMIT BEIGEL
PARA ENLACE JUDÍO

Ando y desando el camino que va de lo cotidiano a las reflexiones existenciales. Y ambos hacen el trayecto de regreso, a mis memorias. En nuestra vida siempre andamos en un cortejo de vivencias, narradas a veces aquí con toda la sencillez de la que soy capaz. Acompáñenme en ese viaje.
YO NACI EN UNA RIBERA…lalalala
¿Cómo iba yo a pensar, siendo todavía joven y viviendo en México, que acabaría en estas montañas andinas, rodeada por la niebla, los cerros azules y blancos, vegetación exuberante y a más de dos mil metros de altura? La vida es un verdadero caleidoscopio, como solía decir mi madre, aunque yo diría que más bien un rompecabezas.

Fue a través de KKL que llegamos mi esposo y yo a esta tierra de palmeras bailando sin tambor, de hombres y mujeres con ropa de todos los colores, bocas de porcelana y caras marcadas por la risa. Y esa algarabía caribeña, que es voces sobre voces, porque nadie habla y todos gritan, mientras en la radio resuenan la salsa y el vallenato, siempre me hizo recordar a Israel. Pues también ahí, como aquí, y supongo que como en todos lados tal vez, corre tanta historia por sus venas. Tanta gente llegada de otros lados…

RECUERDOS INFANTILES

México D.F. Estábamos sentados en el comedor en la calle de Huichapan, cerca de la Flor de Lis y encima del restaurante que no se si todavía existe, llamado Napoleón, donde por primera vez comí ancas de rana, muy tranquila toda la familia, cuando de pronto nos levantamos de nuestros asientos y salimos de prisa y corriendo hacia la calle. Todo ello sin una causa visible, porque ni siquiera nos encontrábamos en Japón. O eran las dos de la madrugada. Y como si la colonia Condesa se hubiese puesto de acuerdo previamente, en el mismo momento, se abrieron de prisa todos los zaguanes, y en carrera vimos por la calle a jóvenes y viejos, hombres y mujeres, en pijamas y camisones, y hasta como Dios los trajo al mundo. ¿Qué había sucedido?

Me dio la impresión que alguien ahí arriba nos estaba tomando el pelo. No, lo que pasó es que estaba temblando.

“Hoy día ya no estoy para estos sustos”, dijo al día siguiente el Sr. Levine, un vecino, tan antiguo por no decir viejo, como el mismísimo Matusalén. La verdad es que hasta para moverlo de la mecedora había que ayudarlo. Pero vino el temblor y la carrera que dio hasta la esquina de Campeche fue tan grande, que sus nietos llegaron cinco minutos más tarde que él.

Fue en 1957, el año en que se cayó el Ángel de Reforma, cuando la tierra se puso a bailar mejor que la Tongolele. En realidad ese baile duró varios meses, pues a cada rato parecía que en las entrañas del planeta estaban danzando un jarabe tapatío. Fue entonces que en un periódico de provincia cuyo nombre no recuerdo, algo así como Atzatingo, se publicó una noticia según la cual una gallina había puesto un huevo en el que se notaba claramente que México sería castigado. Pero no se decía el porqué. Y un sábado, en el DF se descargó una furiosa tempestad, como si el cielo se hubiese venido abajo con unos vientos, rayos, truenos y granizos que no la igualó ni aquel otro día cuando en la ciudad nevó y salimos a Toluca en las alfombras plásticas de los coches de nuestros padres a deslizarnos.

Pero sigamos con la historia y olvidémonos de las historietas.

Algunos ríos en diferentes estados de la república manifestaron que ellos, los ríos, podían más que los temblores, y en Teloloapan, lugar donde yo trabajaría años después para la Comisión del Rio Balsas en la época de Echeverría, algunos de estos cambiaron de curso, y en uno de ellos una niña se cayó desde un puente, y un tal Juan Pérez se lanzó para rescatarla sana y salva.

Pero volvamos a mi casa, ahí, en la calle Huichapan. ¿Cómo dormir? Si los sacudimientos eran tan continuos y más grandes el miedo de despertarnos envueltos con las vigas del techo. O que la tierra se abriera y nos tragara como en Italia.

Uno de los edificios de no recuerdo qué calle, pero estoy casi segura que ahí había estado el local de Bney Hakiva, cerca de Hilario, en el parque México, aquel señor que rentaba bicicletas, se cayó. Otro quedó como la torre de Pisa y hubo que derribarlo porque quedó chueco y no podían con él los temblores.

Ahora que vivo en el campo, he aprendido cosas que antes no sabía. Como que aquí cuando tiembla, las vacas doblan las rodillas, no se sabe si por miedo a Dios o por mantener el equilibrio. Y en los pueblos pequeños, para saber cuándo hay temblores suaves, se construyen sismógrafos domésticos, mediante el sistema de colocar una botella de ron, de pico sobre el pico de otra botella, así que al más leve movimiento, aunque sea de un gato que las tira mientras persigue a un ratón, la botella de arriba cae al suelo. Entonces se sabe que ha temblado.

Recuerdo a cierto ilustre vecino de aquella época en que yo vivía en México, célebre en la colonia Hipódromo-Condesa, porque tenía el sueño muy pesado. Se encontraba durmiendo la siesta, cuando ocurrió uno de los fuertes temblores de aquel sacudido año, el cual fue casi un terremoto. Todo mundo se lanzó a la calle donde después que tembló, se alargó por varias horas la fiesta de gritos, rezos y comentarios. Al fin llegó nuestro vecino a la hora de despertarse, y cuando se dio cuenta por la ventana de algo anormal en la gente, salió a la puerta de su casa preguntando que qué paso, ¿la revolución o unas ratas?

MUY PRONTO LLEGA PESAJ. PERO TAMBIÉN SEMANA SANTA.

Siempre escribimos acerca de nuestras festividades. Claro, no somos chinos ni africanos ni filipinos. Somos judíos. Pero no hay que olvidar que vivimos en México, en Venezuela, en Londres o en la Argentina, y que ahí nuestros vecinos no judíos celebran otro tipo de festividades. Que debemos conocer.

La semana Santa por ejemplo, que como todas las semanas, tiene siete días. Antes en Latinoamérica, durante ella, se creía hasta en las siete vidas del gato. ¿De dónde -me pregunto-, nos vienen tantas supersticiones a judíos y cristianos por igual? Hace un tiempo escribí acerca de las supersticiones judías. Hoy pasaré una somera revista sobre algunas creencias o supersticiones, como quieran verlas y llamarlas, que no son de nuestro pueblo, pero que tampoco son tan distintas.

El viernes santo por ejemplo. En algunos países latinoamericanos como Venezuela, era el día en que se abrían los tesoros escondidos. Según unos, la hora propicia para verlos y sacarlos era la de mediodía. Según otros, la medianoche. Algunos esperaban este momento para enriquecerse con entierros, sin necesidad de petróleo, barras, ni otros utensilios modernos.

Prohibiciones había muchas, como las hay en nuestra cultura hebrea.

Como no barrer las casas o no bañarse en viernes santo, pues quien lo hacía podía convertirse en pez. A mí en lo personal me hubiese gustado no bañarme y convertirme en sirena. Pero no soy cristiana. Aun hay gente en todos lados que quisiera que esa prohibición todavía exista.

El mal de ojo está tan arraigado entre musulmanes y cristianos como entre los judíos. En Jordania hace dos años conocí a un hombre llamado Yusuf, que le puso a su caballo guantes hechos de tela para que no pisara a Dios, y durante los días santos de Ramadán, Yusuf, debido al hambre, veía a Dios por todas partes.

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