TOMÁS ALCOVERRO/LA VANGUARDIA.COM
La minoría drusa, apegada al régimen para facilitar su ascenso social, no se ha sumado a la revuelta contra Bashar el Asad. A pesar de que se les suele considerar musulmanes, no cumplen los grandes preceptos del islam. La oposición critica a los drusos porque su región montañosa es estratégica para combatir al ejército.
En mis excursiones por el Huran, región del sur de Siria, veía a los drusos en sus casas de piedra, sentados en los bancales, a lomos de asnos trotadores en las estrechas carreteras de la montaña. Los viejos vestían zaragüelles negros, se tocaban con blancos casquetes y lucían grandes bigotes a lo káiser. En el umbral de una puerta de ojiva bordaba una mujer cubierta de un blanco pañuelo. Los pobladores de estas aldeas limpias, con surtidores de las que copiosamente manaba agua, de un talante distinto al de los musulmanes o cristianos, son gentes sobre las que se contaban leyendas de guerra y se rumoreaban esotéricas historias.
Es su particular creencia religiosa la que ha configurado esta comunidad, pequeña minoría de sólo un 3% de la población de Siria pero de estratégica importancia. Los drusos se separaron del islam durante el califato de Al Hakim en El Cairo, en el siglo XI. Pese a que frecuentemente son considerados musulmanes, no cumplen con sus fundamentales preceptos, no ayunan el mes del Ramadán, no van en peregrinación a La Meca. Hay un dicho muy significativo que refleja la desconfianza de los mahometanos: “Cenad en casa de un druso pero dormid en casa de un cristiano”, expresando que sólo en hogares cristianos pueden conciliar sin sobresaltos su sueño reparador.
Los drusos creen en un dios único pero en sus libros secretos (su religión es una religión para iniciados) se santifica al califa Al Hakim como su “más perfecta encarnación”. Como los chiíes, que creen que su duodécimo imán -El Mahdi- permanece oculto, los drusos esperan que Al Hakim, que está escondido, se manifestará algún día entre los vivos. Esta idea de reaparición o de resurrección es común entre cristianos, chiíes y drusos. Los drusos creen en la reencarnación después de la muerte. Practican con frecuencia la taquía o arte del disimulo, que puede ser atribuido a la necesaria prudencia de una de las minorías que más persecuciones ha sufrido en estos pueblos del levante.
Fue en las regiones montañosas de Siria, Líbano, Israel, donde encontraron refugio. Como los maronitas libaneses o los alauíes sirios, habitan sobre todo en las montañas, donde pueden defenderse. Sueida es la capital de su región, fronteriza con Jordania, donde vive la mayoría de los 600.000 drusos de Siria. Durante el mandato francés, el Djebel druso, como el Djebel alauí de Lataka, fue una entidad autónoma, más tarde integrada en la nueva república. El reconocimiento de su dimensión política desbordaba su debilidad demográfica.
La potencia colonial dividió estos pueblos de levante concediendo su protección a los maronitas de Líbano, a los alauíes y drusos de Siria, minorías encastilladas en sus abruptos parajes para defenderse del islam. Paradójicamente, fue su legendario caudillo separatista, Sultán el Atrache, quien capitaneó en 1925 la gran revolución siria para conseguir la independencia de todo el país, obtenida en 1943. Pero sus señores feudales, sus dignatarios, no acataron con facilidad el poder central de Damasco y trataron sin éxito de llevar a cabo varios pronunciamientos militares.
Los drusos, como otras minorías de Oriente, oscilan entre sus tentaciones separatistas, su necesidad de replegarse sobre sí mismos en tiempos de amenazas y su proclamado nacionalismo árabe, que hacen más ostentoso para disimular sus vacilaciones. Como ocurrió con los alauíes, para facilitar su ascenso social se enrolaron en el ejército y militaron en el partido Baas, que conquistó el poder en su golpe de Estado de 1963. Alauíes y drusos, que no siempre han convivido en paz, constituyen, y no con la misma importancia, el núcleo del régimen.
Además del Huran, de las laderas del monte Hermón, fronterizo con Líbano, donde sus correligionarios libaneses a las órdenes de Ualid Yumblat y de Arslan son maestros de intrigas políticas sectarias, los drusos viven en las colinas del Golán ocupadas por Israel en la guerra de 1967 con Siria. En sus pueblos de la montaña, no han renunciado a su nacionalidad. Hay otra parte de su población en el Estado judío con plena ciudadanía israelí.
En este tiempo de revueltas contra Bashar el Asad, a excepción de una discreta participación en las primeras manifestaciones de Deraa y en otras localidades como Homs, la comunidad drusa no se ha adherido a este levantamiento. Como a menudo las protestas se organizan a partir de las mezquitas suníes, se sienten excluidos. Percatados de que son los militantes islamistas los que dirigen la insurrección, no comparten sus proyectos políticos. Temen que su confusión Estado-religión, su rechazo del laicisimo, provoquen una cruenta y larga guerra civil. La oposición critica su comportamiento porque la región montañosa del Huran es estratégica para establecer un equilibrio de fuerzas que facilite su combate frente a la potencia militar del régimen.
La construcción reciente de una treintena de mezquitas en su territorio, generosamente financiada por los fanáticos wahabíes del reino de Arabia Saudí -cuando antes sólo existía una mezquita en Sueida-, ha aumentado su temor a una vasta islamización que arrase el carácter plural de creencias y costumbres de la población de Siria.
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