El acecho del monstruo

ALBERTO RUIZ-GALLARDÓN*/EL PAÍS

22 de marzo 2012- Lo monstruoso es, por definición, aquello que se desvía del curso natural de las cosas, poniendo a prueba nuestro entendimiento y entereza. Por eso, para no enloquecer, necesitamos a veces aislar la maldad intrínseca del monstruo y acercarnos a él mediante elipsis. Meterle una bala en la cabeza a un niño después de darle caza junto a la verja de su colegio pertenece sin duda a esa categoría aberrante de lo que queda fuera de la comprensión humana. Y, como sabía Borges, ante determinadas cosas solo podemos referir o aludir, nunca expresar. Es imposible expresar, en efecto, toda la rabia, todo el dolor, toda la repulsa que ese acto inhumano comporta. De modo que, si queremos “entender” el crimen de Ozar Hatorah, el colegio judío de Toulouse donde un sicario del odio ha matado a tres niños y un adulto, así como los asesinatos de tres militares franceses en los días previos, recurramos mejor a la elipsis. Demos un salto en el tiempo.

Seguimos en Francia, pero en 1934. De nuevo se trata de un niño judío a las puertas de un colegio. Grupos antisemitas gritan “muerte a los judíos”. Su niñera le lleva corriendo a casa. La madre baja las persianas. Pero el padre las sube, coge de la mano al pequeño y le lleva junto a la ventana: “No debes tener miedo nunca: lo que ves se llama historia”. El escolar es George Steiner, quien habrá de ser una de las voces más profundas de la conciencia europea. Y aunque había razones sobradas para tener miedo, su padre acierta de lleno: aquello era la historia.

Y la historia debería servir para aprender algo. No es cierto que sea del todo imposible, pues de lo contrario no se hubiera producido ninguna clase de progreso. Pero no siempre avanza al ritmo o con la amplitud suficientes. La idea de tolerancia nace del hastío producido por el derramamiento de sangre durante las guerras de religión. Hoy somos tolerantes debido a nuestro pasado de intolerancia. Pero, ante sucesos como los de Francia, no podemos decir que el antisemitismo pretérito haya producido el mismo efecto cauterizador en el presente. El sacrificio de seis millones de judíos excede con mucho cualquier crimen anterior de la historia, y en días como el lunes no resulta fácil pensar que la lección haya sido aprendida.

Propaganda e ideología aprovechan cualquier flaqueza para echar abajo la convivencia
Ya no es un grupo de antisemitas los que se plantan ante el colegio, y sin embargo el hecho de que lo haga un único ejecutor no evita que este sea letal. Tampoco suaviza la tragedia el que su odio se acoja al pretexto islamista, cuyo alcance general, con víctimas de todos los credos, no rebaja por ello su carácter antisemita. Si acaso ese prejuicio criminal actúa como elemento catalizador en torno al cual cristalizan nuevas enajenaciones. Si se empieza gritando “muerte a los judíos”, no es extraño que se continúe con “muerte a los cristianos”, “muerte a los americanos”, muerte a todo lo que no se ajuste a la estrecha imagen mental del verdugo, que, como en este caso, y en tantos otros del yihadismo, no ha dudado en dar muerte también a musulmanes. Ahí radica el carácter del antisemitismo como odio precursor de muchos otros, como mal que no solo afecta al judío, sino que, al compás de la excusa histórica de cada momento, deviene en agresión universal.

¿Es posible que perduren el antisemitismo y todas las demás formas de xenofobia y terrorismo en sociedades modernas, democráticas y altamente desarrolladas? ¿Puede ocurrir que gentes integradas en nuestra convivencia encuentren aquí un soporte o una incitación? Los europeos decentes se hicieron preguntas no tan distintas en los años treinta y cuarenta del pasado siglo. Descubrieron que la democracia es un precario milagro en peligro constante, acosado por toda clase de fanatismos, de excluyentes particularismos, de intolerancias tan diversas como la propia pluralidad humana. Ahora, al celebrar en España los 200 años del comienzo de la revolución liberal, no deberíamos ignorar esa inquietante realidad. El pulso entre Ilustración e irracionalidad dista de haber concluido. Que nuestras sociedades democráticas discurran por cauces habitualmente pacíficos y respetuosos no significa que el riesgo se haya extinguido. Conjurarlo exige una actitud de permanente vigilancia, un ininterrumpido ejercicio de pensamiento. Cuando Hannah Arendt se refería a “la banalidad del mal” para describir a Eichmann, aplicado organizador de la Shoá, no estaba diciendo que sus delitos fueran irrelevantes, sino que ese mal se acomoda fácilmente en los resquicios de la cotidianidad aparentemente civilizada, a la espera de que la razón baje la guardia y la brutalidad y la estupidez se enseñoreen del mundo.

He visto las cámaras de gas en Auschwitz. He leído los nombres en Yad Vashem. He estado en los andenes del 11-M. Y me he preguntado cómo se ha llegado a ese horror. Naturalmente, no se alcanza sin incurrir antes en sucesivos desafueros. Hay una tradición milenaria de marginaciones, pogromos, expulsiones, que ha marcado a la estirpe de David allí donde esta se ha asentado, y que en la actualidad amplía su campo de acción para orientar su intransigencia hacia otros grupos. Y hay también una larga trayectoria terrorista que surge en la propia Europa, en el anarquismo, en los métodos revolucionarios, en la tradición de violencia que recorre el subsuelo histórico de lo que ahora es el mayor espacio de libertades del mundo. Pero nada de eso lo explica todo. Es necesario el factor multiplicador de la propaganda y la ideología, que aprovecha cualquier instante de flaqueza en el razonamiento democrático para echar abajo el edificio de la convivencia. No importa la calidad de sus argumentos, sino su insistencia. Porque, como escribía Bertolt Brecht a propósito de la fiera antisemita, y hoy podemos decir también de la islamista, “quien solo oiga los discursos / que de ti nos llegan, se reirá. / Pero quien vea lo que haces, / echará mano al cuchillo”.

No se puede cruzar la línea que separa la crítica al Gobierno israelí del puro antisemitismo
Como han dicho los representantes de las comunidades judía y musulmana desde El Elíseo, no hay que buscar motivaciones religiosas en estos crímenes. Lo que sí debemos hacer es permanecer atentos a cualquier incitación o justificación, por mínima o involuntaria que sea, aunque venga prendida en el broche de las buenas intenciones. No podemos ser condescendientes, por ejemplo, ante conductas que, pretendiendo ser una crítica al Estado judío, entrañan en ocasiones un germen xenófobo. Por supuesto, es lícito discrepar de la política del Ejecutivo israelí en un determinado momento, y yo mismo lo he hecho tanto como he respaldado en otras ocasiones sus líneas de actuación (véase Israel, de perfil y de frente, EL PAÍS, 14 de junio de 2010, que me procuró tantas incomprensiones como felicitaciones, o viceversa). Pero de ahí a cruzar la línea que separa esa crítica del puro antisemitismo hay un peligroso trecho que ninguna sociedad abierta puede recorrer. Es preciso hacer a este respecto una reflexión muy profunda, de rotunda exigencia ética y legal —y desvincularla del juicio que cada cual albergue sobre la política internacional—, para garantizar los mecanismos de protección jurídica de aquellos de entre nosotros que, por profesar la fe de Abraham, o cualquier otra, puedan ser potenciales objetos de intolerancia. Es la propia salud democrática de nuestra sociedad la que está en juego.

Regresemos a Francia, aunque sea a la de hace 78 años, para entender mejor el destino que la sinrazón antisemita o islamista querría reproducir en la Europa de hoy, y las cautelas que debemos adoptar. Aquel niño a quien su padre pone frente a la historia se salva. La huida de la familia evita el desastre. De su clase, solo otro compañero judío conservará la vida, por puro azar. Ya adulto, en Nueva York, Steiner consulta a su padre dónde proseguir su carrera. Solo recibe una respuesta: “Qué triste que Hitler haya ganado”. Es decir, que Europa haya quedado judenrein, “libre de judíos”. Esa noche el autor de Extraterritorial telefonea a su mujer: “Prefería ser maestro, obrero, cualquier cosa en Europa antes que experimentar el desprecio que había en las observaciones de mi padre”. Steiner elegía ser europeo, y desde entonces se puede decir de él, como se afirmaba de Thomas Mann, que allá donde se encuentra vive la cultura europea. Pero para que decisiones como aquella sigan siendo posibles en nuestros días, para que la contribución judía y de las demás confesiones siga fertilizando nuestra convivencia, es preciso el compromiso de todos, de manera que el ejercicio de la razón cívica no ceje un solo segundo, en Francia, en España y en cualquier rincón de Occidente, en su combate contra la xenofobia, el antisemitismo, el terrorismo islamista, y cualquier otra forma bajo la que aceche el monstruo.

*Alberto Ruiz-Gallardón es ministro de Justicia.

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