MANUEL CASTELLS/LA VANGUARDIA.COM
Empezó como en Túnez, se extendió como en Egipto, se enfrentó a una represión salvaje como en Libia y puede degenerar en una conflagración geopolítica en donde los sirios sean carne de cañón. En la raíz, la revuelta contra la opresión violenta que por más de cuatro décadas ha ejercido la familia Asad apoyada por un ejército controlado por el partido Baas y mandado mayoritariamente por alauíes, la minoría religiosa que domina el país. En su origen, la indignación: el 27 de febrero del 2011, veinte niños de entre 9 y 14 años fueron encarcelados y torturados en la ciudad de Deraa. ¿Su crimen? Inspirados por lo que ocurría en Egipto y en el mundo árabe escribieron en los muros de una calle: “El pueblo quiere el derrocamiento del régimen”. Cuando sus padres protestaron fueron dispersados a tiros, con varios muertos. Su funeral terminó en masacre.
La espontánea reacción en internet contra dicha barbarie fue seguida por un llamamiento de cuatro mujeres abogadas defensoras de derechos humanos para manifestarse el 16 de marzo en todo el país. En Damasco el eco fue limitado. Pero en ciudades como Deraa, Homs, Hama, con tradición de lucha contra el régimen, el 18 de marzo miles de personas, convocadas mediante las redes sociales, salieron a la calle. Así se inicio un amplio movimiento democrático y pacífico que durante los seis meses siguientes aguantó una represión sin límites, con más de cinco mil muertos (hoy día son más de diez mil) y decenas de miles de heridos y detenidos, en muchos casos torturados. La rebelión siria fue originalmente pacífica hasta el heroísmo, basada en la desobediencia civil, pidiendo reformas democráticas y libertades políticas, llamando a los sirios sin distinción de religión o etnia y rechazando cualquier intervención militar extranjera. Pero, ante la persistencia de Asad y el uso de tanques contra manifestantes pacíficos, se fue radicalizando en sus peticiones y sus formas. Se exigió la dimisión de Asad y el fin de su régimen. Y se apeló a la opinión pública internacional, a los países árabes y a los gobiernos democráticos para poner fin a masacres sin fin documentadas en imágenes que pronto se difundieron por YouTube. Aparte de promesas vagas, repetidamente traicionadas, de reformar la Constitución, Asad y su pandilla ni se inmutaron. Tenían, y tienen, aliados sólidos dentro y fuera del país. Alauíes (una rama del chiismo), cristianos, drusos y kurdos temen que la mayoría suní del país, hoy subyugada, pueda apoyar una revolución fundamentalista, no tanto inspirada por Al Qaeda (apenas presente en Siria, donde fue duramente reprimida) como por Arabia Saudí. Los saudíes, guardianes de los lugares sagrados y estandartes de la mayoría suní en el mundo musulmán, están enzarzados en una decisiva lucha con el chiismo, tanto en su país como en la región. Irán es el enemigo y Siria es el campo de batalla clave para dirimir ese conflicto. Lo que conduce a alineamientos complejos, tales como el apoyo de los palestinos de Hamas (suníes) a la revuelta siria en contra de su antiguo protector Asad o la fidelidad a Asad de los chiíes libaneses de Hizbulah, tropas de choque de Irán en la frontera con Israel. En ese contexto, la élite económica de Alepo y Damasco sigue apoyando a Asad, y parte de la población está paralizada por el miedo y la incertidumbre, fomentada por Asad mediante coches bomba. De modo que el régimen tiene base social.
La barbarie de la represión, con matanzas indiscriminadas de civiles, condujo a la formación de grupos armados, y en particular de un Ejército de Siria Libre, armado y apoyado por Arabia Saudí, Qatar y Jordania, entre otros. Nadie conoce realmente su origen. Sí se sabe que está cometiendo atrocidades contra las fuerzas de Asad. Así va tomando forma en el país una salvaje guerra civil hecha de venganzas y lucha sin cuartel. Lo paga con sangre y sufrimiento la población civil, en particular en Homs, Deraa y Hama, la ciudad rebelde en donde Asad padre mató a cañonazos a 20.000 personas en 1982. Pero la lucha es desigual por el armamento ligero y falta de entrenamiento de los rebeldes, a pesar de que cuentan con algunas unidades desertoras del ejército de Asad. Su principal objetivo es mantener viva la idea de resistencia y conseguir una franja liberada en el norte, en la frontera con Turquía, que sería puesta bajo la protección de aviones occidentales, tal vez en colaboración con la Liga Arabe que, impulsada por los saudíes, apoya abiertamente el derrocamiento del régimen.
En estas condiciones, la rebelión siria se ha convertido en un conflicto geopolítico. China tiene una sólida alianza con Irán, el patrón de Asad. Rusia cuenta con el régimen sirio como su último vasallo en el mundo árabe, incluyendo la base naval de Tartus, la única que tiene Rusia fuera de sus fronteras. Tanto Rusia como China están decididas a que no se repita lo de Libia, bloqueando cualquier iniciativa militar de Naciones Unidas y disuadiendo a estadounidenses y europeos de meterse en la aventura de armar a los rebeldes sirios, con un régimen enfrente dotado de armas químicas y dispuesto a todo para sobrevivir. En esas condiciones todos piden negociaciones, pero ni Asad quiere ni los rebeldes sirios aceptan su continuidad. Obama tiene claro que no entra en ninguna guerra más, a menos que le obligue Israel, y está agotando la vía diplomática con Irán y con Siria. Francia e Inglaterra no tienen intereses en Siria.
Las sanciones económicas son poco eficaces y las paga el pueblo sirio y no sus dirigentes. Y, por si faltaba algo, los principales grupos políticos de oposición, varios de ellos en el exilio, están divididos, en plena pelea por repartirse el poder de antemano, mientras muere la gente que va hasta el fin de su lucha por la libertad. La tragedia siria es el secuestro de una revolución de la dignidad por los indignos de la geopolítica mundial.
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