Juntos venceremos
domingo 22 de diciembre de 2024

Crónicas Intrascendentes Parte III

LEÓN OPALIN PARA ENLACE JUDÍO

Mis Vecinos del Centro

Cuando vivía en el Centro, en mi infancia, me gustaba ver a través de la venta de mi habitación como caía la lluvia. Viene a mi memoria la ocasión que entre semana estaba observando por la ventana la calle, después de la comida, cuando decidí no concurrir a las clases vespertinas de la Yavne; de repente vi que apareció el autobús de la escuela que todas las tardes me recogía y su chofer, el “Gordo Pancho”, me alcanzó a ver como me escondía entre las cortinas y empezó a hacer señales de disgusto por que no baje para asistir a la escuela y el tuvo que realizar un largo viaje en balde.

Otra vez estaba arrojando cohetes desde la ventana del primer piso de mi edificio a la calle, en la temporada de las fiestas patrias, es decir, en septiembre, cuando de repente la vecina del piso de arriba, la señora Chabela, para alejarme de la ventana y del supuesto peligro de las quemaduras de cohetes, me dijo que uno de los que lancé hirió a una persona, lo cual no era cierto. Permanecí varios días sin salir de la casa por temor a que la policía me arrestara. Hasta la fecha cuando escucho el tronido de un cohete me sobresalto.

Otra vez estaba arrojando cohetes desde la ventana del primer piso de mi edificio a la calle, en la temporada de las fiestas patrias, es decir, en septiembre, cuando de repente la vecina del piso de arriba, la señora Chabela, para alejarme de la ventana y del supuesto peligro de las quemaduras de cohetes, me dijo que uno de los que lancé hirió a una persona, lo cual no era cierto. Permanecí varios días sin salir de la casa por temor a que la policía me arrestara. Hasta la fecha cuando escucho el tronido de un cohete me sobresalto.

El edificio de la calle de Aldaco No. 16 donde residía tenia una planta baja con un local a la calle, me parece que era una imprenta y al frente del mismo había un hotel de paso; asimismo, contaba con tres pisos y en cada uno había cuatro departamentos distribuidos en dos alas. Yo vivía en el primer piso y al lado nuestro habitaban dos familias judías; una tenia dos niños con los cuales teníamos una relación mínima. Uno de los vecinos judíos tenia una joyería a unas cuantas cuadras del edificio; no recuerdo quien vivía en el otro extremo de mi piso.

En el segundo piso, arriba de nuestro departamento residía Don Salomón, oriundo de Tabasco, y por tanto, en su hablar tenia el simpático acento de ese Estado; Don Salomón era dueño de una tlapalería ubicada a varias cuadras del edificio de Aldaco. Su hijo mayor, Cesar, de su primer esposa, era un joven alto y trabajaba con su padre en la tlapalería junto con su medio hermano Genaro. Don Salomón estaba casado con la señora Chabela, una mujer baja regordeta de buen ver, que además de Genaro procreo cuatro hijas muy guapas: Lucia, Rebeca, Yolanda y Marilú; esta última tenia mi edad y fue una gran amiga de la infancia. Con esta familia teníamos una estrecha relación, mi hermana Julieta con las muchachas. Mi madre conversaba a diario con la señora Chabela desde la terraza interior que teníamos en el departamento a la cual daban las ventanas de su casa.

De Marilú recuerdo una anécdota graciosa; yo tenia seis años y estábamos repasando un periódico en el cual apareció la foto de mi hermano mayor Pepe, en el texto decía que sus padres lo buscaban desde hace varios días. Ciertamente, mis padres habían logrado que Pepe trabajara de tiempo parcial en una tienda de regalos en la calle de San Juan de Letrán (hoy Eje Central), a unas cuantas cuadras de distancia de nuestra casa. Me imagino que a Pepe se le hizo fácil tomar una armónica de la tienda y dejó la caja de la misma tirada en establecimiento. Los dueños avisaron a mis padres de lo sucedido y seguramente a el le dio temor de que lo enviaran “a la cárcel” o recibiera un castigo. Como era menor de edad huyó con un amigo mayor hasta la ciudad de Tijuana, donde fue localizado después de una semana, en tanto mis padres vivieron con gran angustia su ausencia.

En la otra ala del segundo piso vivía una anciana española, de tez muy blanca, Doña Mariquita, con ella habitaba su hijo soltero ya mayor, también de piel muy clara. Me parece que Doña Mariquita era viuda y mi hermana Java y yo íbamos a su casa a comprar dulces. Al lado de la anciana vivía Don Zacarías, también de origen español, casado con una mujer gorda y alta; tenían un hijo medio obeso mayor que yo. En el tercer piso habitaba Doña Genoveva, su esposo y sus hijos. Igualmente, de origen español, de complexión robusta. Su marido no ganaba lo suficiente para mantener a su prole: Héctor, el mayor, que era de la edad de mi hermano Pepe; Ángel, Catalina, que era una niña guapa con un innegable perfil español, empero, como todo sus hermanos siempre vestía con ropa vieja; y, finalmente Paco, un niño de mi edad, quien fue un buen amigo en mi infancia; del escuché que años más tarde se convirtió en futbolista profesional. Al lado de Doña Genoveva vivía Doña Marcianita, una anciana que tuvo tres hijas: Tana, que era amante de un torero; Pepa, madre soltera con un hijo llamado Joel, un poco mayor que yo y que también fue mi amigo, y una tercera hija que se casó con un francés, vivían en la calle de Medellín, justo antes del Viaducto (antes Río de la Piedad).

Con Tana mantuvimos muchos años una amistad a través de mi hermana Julieta, a pesar de que la primera era mucho mayor que ella. Posteriormente, Tana se cambio a la calle de Mesones en el centro, en donde también vivía un médico de origen árabe, Emilio, al que adoptamos como nuestro médico de cabecera y fue quien atendió a mi papá al final de los sesentas en su penosa enfermedad de cáncer en el colón. Todavía mantengo la relación con el.

Con los niños vecinos disfrutamos nuestra infancia en los corredores del edificio y en las banquetas de las calles aledañas, en las que manejaba mi pequeña bicicleta y patinaba inocentemente, aunque con atrevimiento, ya que junto con nuestros amigos nos colgábamos con los patines puestos del tranvía que pasaba cerca la casa, con el fin de ir más rápido, sin medir las graves consecuencias que hubiera podido tener esa acción.

Por la cercanía de mi casa del parque de la Alameda, alrededor de seis cuadras, que en aquel entonces a mi me parecía una distancia considerable, íbamos frecuentemente a jugar. La Alameda conservaba su aire porfiriano, sus fuentes funcionaban y el agua que fluía era cristalina. También existían vendedores de frutas, dulces, algodones, chicharrones de harina y otras golosinas. Mi madre frecuentemente nos advertía sobre el riesgo para la salud al comprar esos productos en la calle, empero, hasta donde yo recuerdo, los que yo consumía nunca me provocaron alguna enfermedad. La emblemática Alameda es hoy día un centro de delincuencia y en sus proximidades, hasta hace poco, vivían en las cloacas grupos de los llamados niños de la calle. Por falta de civilidad de la gente que concurre a la Alameda frecuentemente se convierte en un gran basurero.

Continuara.

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