LEÓN OPALÍN PARA ENLACE JUDÍO
En el México de los cuarentas, cuando nací, aún era notorio el subdesarrollo en el que vivía el país, aunque en menor medida que en la década de los treintas cuando mis padres llegaron de Polonia.
Ciertamente, mi madre me relató algunas impresiones que tuvo cuando llegó a México y que se quedaron grabadas en mi memoria y que ilustran el carácter bondadoso y hasta cierto punto ingenuo de los mexicanos de esa época. Me contó que al segundo día de su estancia en México, salió a la calle a realizar algunas compras para preparar la comida; como no tenia conocimiento del idioma local, el español, se comunicó a través de señas con las vendedoras de los puestos de verduras y frutas que se extendían en las aceras sobre los productos que quería adquirir y abrió su monedero del cual tomaron el monto de los billetes y monedas de lo que valían sus adquisiciones; supongo, que solo tomaban el dinero de lo que costaban las compras de mi mama. En ese tiempo la gente era honesta, especialmente la población indígena, y mi madre lo percibió inmediatamente.
Por otra parte, le sorprendió ver gente de tez morena por doquier, ello por que no conocía las características de los indígenas de México; en su natal Polonia, particularmente, en los barrios judíos, predominaban los individuos de tez blanca. También se admiró de que un gran número de los habitantes de la ciudad de México caminaban descalzos por las calle, incluso yo tengo ese recuerdo de mi primera infancia. Los inmigrantes judíos de los treintas, como mis padres, compartían sus viviendas con otras familias de origen judío.
Como mencionÉ previamente, durante los primero diez años de mi infancia viví en el centro de la ciudad; cuando cumplí once años nos mudamos a un edificio en la calle de Luz Aviñón de la colonia Narvarte, que en aquel tiempo era una zona bonita, con muchos lotes baldíos que los niños habíamos convertido en áreas de juego. Este cambio auspiciado por mi hermana mayor, Julieta, y apoyado financieramente por ella, subió mi autoestima por que implicaba de alguna forma alcanzar un status social de mayor nivel. Paralelamente, me incorpore a la Preparatoria Dos, que era secundaria (tres años), y bachillerato (dos años) que dependía directamente de la UNAM. La Preparatoria Dos, que tenia un sistema de enseñanza más flexible que la escuela Yavne, significó un paso importante en mi desarrollo personal por que empecé a destacar como un buen estudiante y socialmente también mejoré de nivel, por que el mío era superior a la mayoría de los alumnos de esa preparatoria, que pertenecían a la clase media baja. Hice buenas amistadas y me sentí libre.
Las clases en la preparatoria empezaban a las 7 a.m.; para llegar a la escuela, a los 12 años, tomaba un camión de línea a tres cuadras de mi casa. En mi hogar no había inquietud que durante el trayecto a la escuela pudiera ser molestado. Descendía en la terminal del Centro, ubicada detrás del edificio de la Suprema Corte de Justicia, cruzaba por unos jardines interiores del Palacio Nacional y salía a la calle de Moneda, caminaba una cuadra a mi escuela, en la calle Licenciado Primo Verdad, que varios siglos atrás fue un amplio convento. Hoy, mi vieja escuela queda a espaldas de las ruinas del Templo Mayor que en mi época de estudiante todavía no habían sido descubiertas.
Cuando asistía a la Preparatoria, el taller de mis padres se ubicaba a cinco cuadras de la escuela, casi a diario a la salida de esta los visitaba y mi mamá me “endilgaba” dos bolsas grandes de yute , conteniendo verduras y frutas que compraba en la cercana Merced; una trabajadora del taller me ayudaba a cargar el pesado mandado a la terminal y cuando me bajaba cerca de mi domicilio, ya estaba esperándome nuestra sirvienta para ayudarme a cargar las bolsas. Transportar las bolsas me molestaba por que eran muy pesadas, además de que sentía que eso no era una labor propia de un joven.
Varios de mis amigos de la escuela vivían cerca de mi casa y frecuentemente venían por mi en sus bicicletas para dar la vuelta por la colonia. En múltiples ocasiones lleve a mis condiscípulos a la fabrica, y a pesar de que no era mas que un simple taller, ellos percibían que yo era hijo de un empresario, lo cual reforzaba mi ego. Los sábados iba a la fábrica a ayudar a mi padres a elaborar “la raya” y pagarle a los obreros; igualmente ese día iba a cobrar los trabajos que la fabrica hacia al proveedor de maquila. Este último me daba un cheque que cobraba en un banco en la esquina de las calles de Brasil y Colombia, guardaba el dinero en una bolsa de papel de pan y me regresaba en camión a la fábrica. Mi recompensa por el trabajo realizado eran unas tortas que compraba en un establecimiento cercano; las actividades que realice para mis padres, hizo que desde adolecente yo estuviera acostumbrado a trabajar duro y a tener conocimientos rudimentarios sobre el manejo de las empresas.
Mi mejor amigo de la infancia y adolescencia, fue Jacobo, hijo de un sastre amigo de mi padre. Jacobo tenia su domicilio en la calle de Mesones en el Centro, cercano a mi casa; en ocasiones íbamos solos al cine. Un domingo asistimos a una función de matiné del cine Estrella, que estaba atrás de lo que hoy es la Plaza Tlaxcuaque. Del cine a su casa abordábamos un tranvía, que era un medio de transporte usual en esa época. Recuerdo que una o dos veces en mi infancia fui a Tés Danzantes (tardeadas), en la escuela Yavne. Se requería vestir de manera formal, de traje. No obstante, el baile no era mi fuerte, pase buenos momentos en esta clase de eventos a los que llegaba sin mi padres.
Continuará.
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