ROGER BARTRA/ LA JAULA ABIERTA/ LETRAS LIBRES
Los médicos, desde tiempos inmemoriales, son vistos como los guardianes de una frontera, la que separa la vida de la muerte. Son como vigilantes en el umbral más allá del cual nos aguarda el silencio. Por supuesto, ellos están allí para retrasar el tránsito lo más posible, frenar con sus artes el ineludible final. Pero es inevitable que la sociedad los vea también como una especie de representantes de las tinieblas que están en el más allá. Ellos deben conocer los secretos de la muerte y parecen tener las llaves que abren el portón último. Lo que me asombra y me causa admiración en el libro de Arnoldo Kraus (Cuando la muerte se aproxima, Almadía, México, 2011) es que se presenta como un médico que no tiene miedo a ser una especie de cancerbero benéfico apostado frente a la puerta postrera. A fin de cuentas, la gente acude a los médicos cuando se siente enferma, muchas veces con el temor de que el diagnóstico sea fatal y anuncie la cercanía de la última estación.
Los médicos escapan de muchas maneras a este halo lúgubre y disfrazan su oficio y sus instalaciones con los colores de la vida. Algunos se colocan en el primer umbral; son los parteros que vigilan el nacimiento de los seres humanos. Pero se sabe que también vigilan que el feto o el recién nacido no tenga tropiezos fatales, y que la madre no pierda la vida en el trance. No hay remedio: a los médicos les persigue el olor de la muerte, aunque ellos están allí para alentar las fuerzas vitales que desfallecen.
Una forma de escapar del estigma consiste en despedazar al enfermo en tantas partes que ya nadie –como dijo el escritor (y urólogo) inglés Kenneth Walker– es capaz de verlo de nuevo como algo unificado: ya no es un individuo sino un revoltijo de datos científicos. Arnoldo Kraus se alza precisamente contra esta tendencia a anular la existencia individual del enfermo. Ya hace mucho que Francis Bacon había señalado el peligro de curar la enfermedad pero matar al paciente. Por ello Kraus denuncia la medicalización de la vida, de una vida sometida a una terrible farmacracia. En las mejores clínicas, reza un dicho popular, los pacientes lo mismo que los doctores son profesionales. Ser un enfermo profesional es lo que se espera de los pacientes modernos.
Una de las paradojas a las que se enfrenta Kraus radica en el dramático hecho de que la muerte es enfrentada por el enfermo en la más profunda soledad; al mismo tiempo el médico está decidido a acompañarlo, a mitigar su soledad. Norbert Elias reflexionó sobre esta condición en su libro La soledad de los moribundos. El médico intenta romper la soledad y frenar la enfermedad. Para ello va acumulando en torno del paciente una cantidad creciente de prótesis, que no son más que la continuación de las que ha ido acumulando durante su vida: relojes, lupas, lentes, aparatos auditivos, bastones, marcapasos, válvulas artificiales, placas de titanio o platino, puentes dentales, implantes mamarios de silicón, aparatos para diálisis, tanques o concentradores de oxígeno, aparatos de sustitución sensorial, etc. A su vez los médicos también están dotados cada vez más de prótesis que les ayudan a diagnosticar, operar y eventualmente curar: pruebas de laboratorio, imagenología, radiología, laparoscopía, cirugía robótica, a lo cual se agregan los miles de medicamentos. Las revoluciones tecnológicas han ampliado enormemente el mundo de las prótesis y las máquinas de curar o diagnosticar. Así, el médico y el paciente están rodeados por una selva de prótesis que no dejan ver a las personas, a los individuos, que son como árboles que sufren.
Las nuevas tecnologías han significado un reto moral para los médicos. Antiguamente funcionaban bien con dos mandamientos básicos: no hacer daño al paciente y procurar su bien. Con el tiempo se agregó un tercer mandamiento: el derecho del enfermo a la autodeterminación, es decir, a recibir información y dar su consentimiento para ser tratado. Esto último ha estado desde hace largo tiempo implícito en el hecho de que es casi siempre el enfermo el que llama o visita al médico. Pero los grandes avances tecnológicos en la medicina han traído nuevos retos. Como ha dicho el filósofo Otfried Höffe, la ética médica es el precio que paga la medicina por su modernización. Antes a los médicos les bastaban los preceptos básicos tradicionales. Pero las nuevas técnicas los enfrentan a problemas morales. Por ejemplo: ¿debe permitirse que en la investigación de células madre se destruya, se manipule y se cree vida con el objetivo de lograr en el futuro terapias más eficientes? ¿Es válida la selección embrionaria previa a la implantación? ¿Hay que retardar la muerte mediante aparatos sofisticados que provocan sufrimientos indecibles a los enfermos terminales? ¿Qué principios éticos deben regir el reparto de órganos escasos para los trasplantes?
Varias encuestas han mostrado que una gran mayoría de los médicos y enfermeras opinan que los pacientes con enfermedades incurables han sido sometidos a tratamientos excesivos, mientras que a enfermos moribundos se les han regateado los paliativos para el dolor. Es decir, por un lado un exceso de máquinas y por el otro una deficiencia de opiáceos. Por un lado, excesos técnicos para prolongar la vida, por el otro precariedad en la lucha contra el sufrimiento.
Kraus se enfrenta a estos y otros problemas con gran serenidad y compasión. Abandona viejas actitudes y preceptos que chocan contra la realidad de nuestros días. Recordemos que Hipócrates prohibió a los médicos que se ocuparan de los moribundos. Hasta hace poco en los hospitales los moribundos solían ser apartados de otros enfermos, para colocarlos en lugares separados, como en un depósito, listos para ser trasladados al cementerio. Acaso todavía se hace en algunos lugares.
Arnoldo Kraus aborda un tema escabroso y difícil. Hay pacientes impacientes que quieren terminar con su vida. No los quiere ver simplemente como enfermos mentales. Estos suicidas han decidido abandonar la paciencia ante los médicos. Seres incómodos, han decidido que una vida sometida a la enfermedad no vale la pena. Otros creen que la vida es una enfermedad. Y aquí se presenta el grave problema ético: ¿deben los médicos facilitar la muerte de los enfermos terminales o que vegetan en condiciones desastrosas? ¿Qué actitud hay que tener ante la eutanasia? ¿Cuánta paciencia hay que pedirles a los pacientes que viven una existencia miserable? Kraus aborda con lucidez el tema de la eutanasia.
Quiero evocar una anécdota curiosa que puede hacernos reflexionar. Ambrose Bierce, el escritor y periodista norteamericano que perdió la vida misteriosamente en México a comienzos del siglo pasado, definió a la paciencia como una forma menor de la desesperación, disfrazada de virtud. En torno de Bierce se ha construido una leyenda, que fue recuperada con éxito por Carlos Fuentes en su novela Gringo viejo. Bierce desapareció sin dejar rastro después de acompañar al ejército de Pancho Villa hasta Chihuahua. Tenía más de setenta años. En una carta que envió a la esposa de su sobrino en 1913, antes de viajar a México, tuvo acaso una premonición y dio una receta que pocos médicos se hubiesen atrevido a dar en aquella época: “Si oyes que he sido colocado de pie ante un muro de piedra mexicano y que me han disparado hasta quedar hecho cisco, por favor, debes saber que yo pienso que es una muy buena manera de abandonar esta vida. Vence a la vejez, a la enfermedad, o a la caída por las escaleras del sótano. Ser un gringo en México: ¡ah, eso sí es eutanasia!”
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