ESTHER CHARABATI PARA ENLACE JUDÍO
Cuando decimos que un gobierno o una persona carecen de credibilidad, estamos apelando a uno de los valores fundamentales de la civilización: la verdad, que sustenta las ciencias, la filosofía y también las relaciones humanas. Queremos tratar con personas confiables y sinceras que digan lo que saben, lo que creen y lo que sienten.
Sin embargo, todos mentimos: por incapaces, por falsos, por malvados o por costumbre, lo que nos lleva a otra pregunta: ¿es legítimo mentir en algunas ocasiones? En otras palabras, ¿el fin justifica los medios?
Una pregunta difícil, tomando en cuenta, por un lado, que la mentira es indigna en sí misma —ya que se opone a la verdad, un valor esencial—, y por el otro, que cuando hablamos de bien podemos referirnos al bien para mí o al bien común. Para Kant la veracidad “es un deber absoluto, válido en toda circunstancia”, mientras que varios filósofos posteriores cuestionan la rigidez de tal afirmación. De acuerdo con Constant, la línea de Kant significaría que cuando unos asesinos nos preguntan si el enemigo al que persiguen está refugiado en nuestra casa, debemos decir la verdad. Es un hecho indiscutible que no siempre puede decirse todo: quien es despiadadamente sincero es más despiadado que honesto. A menudo hay que callar o incluso mentir. ¿Por qué, si la verdad es la más importante de las virtudes?
Comté-Sponville, reconociendo que todas las virtudes tienen que ser verdaderas para ser virtudes (amor verdadero, justicia verdadera…), argumenta que la verdad no es la única virtud; también lo son, por ejemplo, la prudencia, la justicia y la caridad, y todas son importantes. A veces para sobrevivir o para resistir a la barbarie o salvar a la persona amada, hay que recurrir a la mentira. Porque el amor también es un deber. Y si la mentira es una falta, la sequedad de corazón es aún más grave, enfatiza el autor de El pequeño tratado de las grandes virtudes. El prójimo también es verdad, pero verdad de carne y hueso.
Lo importante es, pues, el fin por el que mentimos o disimulamos nuestros sentimientos: el bienestar personal o la ganancia nunca podrían estar por encima de la verdad. No ocultarle a mi socio que el negocio está perdiendo dinero, maquillar las cifras para evitar que lo liquide y yo pierda mi trabajo, no es un fin legítimo, sino un fin egoísta. En cambio, aparentar compartir las ideas de un dictador para ayudar a escapar del país a personas inocentes no me convierte en “mentiroso”, sino en una persona valiente y solidaria, aunque en términos estrictos esté engañando conscientemente. En suma, mentir es una actividad humana que en principio despreciamos, pero que en algunos casos puede estar justificada. La duda es si sabremos reconocer dichos casos.
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