BERNARD-HERY LÉVY/EL PAÍS
Está Corea del Norte y su tirano autista, que cuenta con un arsenal nuclear ampliamente operativo.
Está Pakistán, del que nadie sabe ni el número de ojivas que posee ni la exacta localización de estas ni las garantías que tenemos de que, el día menos pensado, no terminen en manos de los grupos vinculados a Al Qaeda.
Está la Rusia de Putin, que, en dos guerras, ha logrado la hazaña de exterminar a una cuarta parte de la población chechena.
Está el carnicero de Damasco, que ya va por los diez mil muertos, cuyo empecinamiento criminal amenaza la paz de la región.
Está Irán, por supuesto, cuyos dirigentes han hecho saber que, cuando dispongan de ellas, sus armas nucleares servirán para golpear a uno de sus vecinos.
En resumen: vivimos en un planeta en el que abundan los Estados oficialmente pirómanos que apuntan abiertamente a sus civiles y a los pueblos circundantes, y amenazan al mundo con conflagraciones o desastres sin precedentes en las últimas décadas.
Y he aquí que a un escritor europeo, uno de los más grandes y eminentes, pues se trata del premio Nobel de Literatura, Günter Grass, no se le ocurre nada mejor que publicar un “poema” en el que explica que la única amenaza seria que pesa sobre nuestras cabezas procede de un minúsculo país, uno de los más pequeños y vulnerables del mundo, que, dicho sea de paso, es también una democracia: el Estado de Israel.
Esta declaración ha colmado de satisfacción a los fanáticos que gobiernan en Teherán, que, a través de su ministro de Cultura, Javad Shamaghdari, se han apresurado a aplaudir la “humanidad” y el “espíritu de responsabilidad” del autor de “El tambor de hojalata”.
También ha sido objeto de los comentarios extasiados, en Alemania y el resto del mundo, de todos los cretinos paulovizados que confunden el rechazo a lo políticamente correcto con el derecho a despacharse a gusto y a liberar, de paso, los hedores del más pestilente de los pensamientos.
Finalmente, ha dado lugar al habitual y fastidioso debate sobre el “misterio del gran escritor que, además, puede ser un cobarde o un canalla” (Céline, Aragon) o, lo que es peor, sobre la “indignidad moral, o la mentira, que nunca deben ser argumentos literarios” (con lo que toda una plétora de “seudocélines” y “aragones de poca monta” podrían regodearse libremente en la abyección).
Pero al observador con un poco de sentido común este caso le inspirará sobre todo tres simples anotaciones.
La decadencia característica, a veces, de la senilidad. Ese momento terrible, del que ni los más gloriosos están exentos, en el que una especie de anosognosia intelectual hace que todos los diques que habitualmente contenían los desbordamientos de la ignominia se desmoronen. “Adiós, anciano, y piensa en mí si me has leído” (Lautreamont, Los cantos de Maldoror, Canto primero).
El pasado del propio Grass. La revelación que hizo hace seis años cuando contó que, a los 17 años, se alistó en una unidad de la Waffen SS. ¿Cómo no pensar en ella hoy? ¿Cómo no relacionar las dos secuencias? ¿Acaso no queda patente el vínculo entre esto y aquello, entre el burgrave socialdemócrata que confesaba haber hecho sus pinitos en el nazismo y el miserable que ahora declara, como cualquier nostálgico de un fascismo convertido en tabú, que está harto de guardar silencio, que lo que dice “debe” decirse, que los alemanes ya están lo “suficientemente abrumados” (uno se pregunta por qué) como para convertirse, además, en “cómplices” de los “crímenes” presentes y futuros de Israel?
Y luego, Alemania. Europa y Alemania. O Alemania y Europa. Ese viento de mal agüero que sopla sobre Europa y viene a henchir las velas de lo que no cabe sino llamar “neo antisemitismo”. No es ya el antisemitismo racista. Ni cristiano. Ni tampoco anticristiano. Ni anticapitalista, como a comienzos del siglo XX. No. Es un antisemitismo nuevo. Un antisemitismo que solo tiene posibilidades de volver a hacerse oír y, antes, de ser expresado, si consigue identificar el “ser judío” con la identidad pretendidamente criminal del Estado de Israel, dispuesto a descargar su ira contra el inocente Estado iraní. Es lo que hace Günter Grass. Y es lo que hace de este caso un asunto terriblemente significativo.
Aún recuerdo a Günter Grass en Berlín, en 1983, en el cumpleaños de Willy Brandt.
Aún lo oigo, primero en la tribuna, después sentado a una mesa, entre una pequeña corte de admiradores, con el cabello tan denso como el verbo, unas gafas de montura ovalada que le daban cierto aire a Bertolt Brecht y el rostro mofletudo temblando de una emoción fingida mientras exhortaba a sus camaradas a mirar de frente su famoso “pasado que no pasa”.
Y helo aquí, treinta años después, en la misma situación que esos hombres con la memoria agujereada, fascistas sin saberlo, acosados sin haberlo querido, a los que, aquella noche, él invitaba a asumir sus inconfesables pensamientos ocultos: postura e impostura; estatua de arena y comedia; el Comendador era un Tartufo; el profesor de moral, la encarnación de la inmoralidad que combatía; Günter Grass, ese pez gordo de las letras, ese rodaballo congelado por sesenta años de pose y mentira, ha empezado a descomponerse y eso es, al pie de la letra, lo que se llama una “debacle”. Qué tristeza.
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