HENRY A. KISSINGER/EL PAÍS
El comportamiento de Washington no ha sido un obstáculo para las transformaciones revolucionarias, pero debe impulsar el respeto a los valores humanitarios y democráticos por los nuevos regímenes.
Uno de los aspectos más importantes de la primavera árabe es la redefinición de los principios que hasta ahora dominaban la política exterior estadounidense. Estados Unidos, al mismo tiempo que está retirando su ejército de Irak y Afganistán, unas campañas iniciadas por razones —controvertidas— de seguridad nacional, está empezando a tener una presencia en otros Estados de la región (aunque de forma incierta) en forma de intervenciones humanitarias. ¿La reconstrucción democrática va a sustituir a los intereses nacionales como estrella polar de la política norteamericana en Oriente Próximo? ¿Esa reconstrucción democrática es lo que representa verdaderamente la primavera árabe? ¿Con qué criterios?
El consenso que está implantándose es que Estados Unidos tiene la obligación moral de alinearse con los movimientos revolucionarios en Oriente Próximo como una especie de compensación por sus políticas durante la guerra fría (invariablemente calificadas de “equivocadas”), que le hicieron cooperar con Gobiernos no democráticos de la región por motivos de seguridad. Después, se dice, el apoyo ofrecido a Gobiernos frágiles en aras de la estabilidad internacional engendró, a la larga, inestabilidad. Aun reconociendo que algunas de las políticas de aquel periodo se prolongaron cuando ya habían dejado de ser útiles, la estructura de la guerra fría duró 30 años y dio pie a transformaciones estratégicas decisivas, como el hecho de que Egipto abandonase su alianza con la Unión Soviética y la firma de los acuerdos de Camp David. El modelo que está surgiendo hoy, si no logra establecer una relación apropiada con sus objetivos teóricos, corre el peligro de ser intrínsecamente inestable desde el primer momento, y eso enterraría los valores que dice defender.
Se habla de la primavera árabe como una revolución regional, encabezada por los jóvenes, en favor de los principios democráticos liberales. Pero no son esas fuerzas las que gobiernan Libia, que casi ha dejado de ser un Estado; tampoco Egipto, cuya mayoría electoral (quizá permanente) es abrumadoramente islamista; ni parece que los demócratas sean la fuerza predominante en la oposición siria. La postura de la Liga Árabe a propósito de Siria no la marcan países que se hayan distinguido hasta ahora por la práctica ni la defensa de la democracia, sino que refleja, en gran parte, el milenario conflicto entre chiíes y suníes y el intento por parte de estos últimos de recuperar el poder en manos de una minoría chií. Esa es precisamente la razón de que tantos grupos minoritarios —drusos, kurdos, cristianos— miren con preocupación un cambio de régimen en el país.
La confluencia de numerosos grupos que tienen distintos agravios y coinciden en eslóganes generales no es todavía un resultado democrático. La victoria implica la necesidad de destilar una evolución democrática y establecer un nuevo foco de autoridad. Cuanto más se destruya el orden existente, más difícil resultará establecer una autoridad nacional y más probable será el recurso a la fuerza o la imposición de una ideología universal. Y, cuanto más se fragmente la sociedad, mayor será la tentación de alimentar la unidad mediante llamamientos a una visión nacionalista e islamista en contra de los valores y los objetivos sociales de Occidente.
El derrocamiento de la estructura actual es una forma de garantizar un proceso abrasador. Debemos tener mucho cuidado porque, en esta época en la que cada vez tenemos menor capacidad de concentración, las revoluciones se convierten, para el mundo exterior, en una experiencia pasajera en internet, que se observa con intensidad durante unos momentos y luego se olvida, cuando se considera que ya ha pasado lo principal. Las revoluciones hay que juzgarlas por su meta, no por su origen; por su resultado, no por sus proclamaciones.
Las preocupaciones humanitarias no eliminan la necesidad de relacionar los intereses nacionales con un concepto de orden mundial. Para Estados Unidos, una doctrina de intervención humanitaria general en las revoluciones de Oriente Próximo será algo insostenible si no va unida a un concepto de seguridad nacional. La intervención debe tener en cuenta la importancia estratégica y la cohesión social de un país (incluida la posibilidad de fracturar su compleja composición confesional) y evaluar qué es verosímil que se pueda construir en lugar del viejo régimen.
La opinión pública estadounidense ya ha mostrado su rechazo a la dimensión de los esfuerzos sucesivos para transformar Vietnam, Irak y Afganistán. ¿Alguien cree que una intervención con unos objetivos estratégicos menos explícitos y que no alegue los intereses nacionales estadounidenses va a conseguir hacer menos complicada una campaña de construcción nacional? ¿Tenemos alguna preferencia sobre los grupos que deben obtener el poder? ¿O somos agnósticos siempre que los mecanismos sean electorales? En tal caso, ¿cómo evitamos el peligro de fomentar un nuevo absolutismo cuya legitimidad nazca de unos plebiscitos controlados? ¿Qué resultados son compatibles con los intereses estratégicos fundamentales de Estados Unidos en la región? ¿Será posible compaginar la retirada estratégica de unos países clave y la reducción del gasto militar con las doctrinas de intervención humanitaria universal? Estos aspectos han estado muy ausentes del debate sobre la política de Estados Unidos respecto a la Primavera Árabe.
Si la primavera árabe va a ampliar las libertades individuales o si va a sustituir el autoritarismo feudal por un nuevo periodo de poder absoluto basado en elecciones manipuladas y mayorías sectarias permanentes es algo que no se va a saber por las primeras proclamaciones de los revolucionarios. Las fuerzas políticas fundamentalistas tradicionales, fortalecidas por su alianza con los revolucionarios radicales, amenazan con dominar el proceso, mientras que los elementos de redes sociales que tanto influyeron al principio están quedándose al margen.
Estados Unidos debe alentar las aspiraciones regionales de cambio político. Pero no es prudente buscar resultados equivalentes en todos los países ni exigirles el mismo ritmo. Un asesoramiento discreto puede defender los valores estadounidenses tan bien o mejor que las proclamaciones públicas, que seguramente suscitan sentimientos de asedio. Adaptar la postura de Estados Unidos al caso concreto de cada país y a otros factores relevantes, como la seguridad nacional, no es abandonar los principios; es la esencia de una política exterior creativa.
Durante más de medio siglo, la política estadounidense en Oriente Próximo se ha regido por varios objetivos de seguridad: impedir que hubiera una potencia hegemónica en la zona; asegurar la libre circulación de los recursos energéticos, todavía esenciales para el funcionamiento de la economía mundial; e intentar mediar en una paz duradera entre Israel y sus vecinos, incluido un acuerdo con los árabes palestinos. En la última década, Israel se ha convertido en el principal obstáculo para alcanzar estos tres objetivos. Estos intereses no han quedado anulados por la primavera árabe, sino que su ejecución se ha vuelto más urgente. Un proceso que termine con Gobiernos regionales demasiado débiles o demasiado antioccidentales para permitir esas metas y en el que la colaboración norteamericana no sea bien recibida debe tener en cuenta nuestros intereses estratégicos, independientemente de los mecanismos electorales que faciliten la llegada de esos Gobiernos al poder. Dentro de esos límites generales, Estados Unidos tiene suficiente margen para la creatividad a la hora de promover los valores humanitarios y democráticos.
Estados Unidos debe estar preparado para dialogar con Gobiernos islamistas elegidos democráticamente. Pero también tiene la libertad de defender un principio normal de la política exterior tradicional, que es el de condicionar su posición a la coincidencia de sus intereses con las acciones del Gobierno en cuestión.
Hasta ahora, el comportamiento de Estados Unidos durante las revueltas árabes le ha permitido no ser un obstáculo para las transformaciones revolucionarias. No es poca cosa. Pero no es más que un elemento más de una estrategia eficaz. A la hora de la verdad, la política de Estados Unidos se valorará también cuando se vea si el resultado final de la primavera árabe hace que los Estados reformados sean más responsables respecto a las instituciones humanitarias y del orden internacional.
Henry A. Kissinger es exsecretario de Estado norteamericano.
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