ANA JEROZOLIMSKI/POR ISRAEL.ORG
Nuevamente, como todos los años, el pueblo judío recuerda y honra la memoria de sus hijos asesinados por los nazis y sus colaboradores en el Holocausto, en la Segunda Guerra Mundial. Nuevamente, como siempre, en todos los confines del mundo, dondequiera que haya colectividades judías, se realizan ceremonias solemnes de recuerdo y homenaje.
En Israel, en el acto central en Yad Vashem, el Museo Recordatorio del Holocausto y el Heroísmo, se encenderán las seis antorchas tradicionales, una por cada millón de víctimas. Cada uno de los elegidos, simboliza un mundo.
Sobrevivientes que lograron llegar a Israel después de la guerra y que con su vida misma y su trabajo en pro de los semejantes, honraron la memoria de los muertos.
Allí estuvieron anoche Bat Sheva Dagan, nacida en Polonia, que logró sobrevivir los trabajos forzados en Auschwitz-Birkenau y ya en Israel, se dedicó a transmitir el tema de la Shoa a los niños. Y Eliezer Lev Tzion, nacido en Berlín, que se sumó a una organización clandestina judía y salvó niños de los nazis y que años después, ya en Israel, se convirtió en un voluntario en pro de ayuda social y fundó un marco de apoyo a nuevos inmigrantes. Y Artemis Miron, oriunda de Grecia, que consiguió salvarse a pesar de Auschwitz, donde perdió a su madre y sus hermanos, llegó a Israel y trabaja hoy en forma voluntaria en Yad Vashem, habiendo alcanzado a recabar testimonios de numerosos sobrevivientes. Y muchos más.
Todos ellos son el testimonio directo de la hecatombe…Pero también del poder de la vida.
Y sentimos hoy que lo central del recuerdo, lo clave en el “no olvidar” y “no perdonar” con que estamos comprometidos, es que los seis millones de judíos asesinados, no son sólo un número seco y amorfo que resume una tragedia, sino seres humanos que vivían, tenían familias y sueños, reían y lloraban. Hacían planes de futuro. Como todos.
Habría que pensar en los seis millones como en Ana Frank. A través del diario que escribió y que su padre Otto halló después de la guerra, esa niña inteligente y llena de energía asesinada en Bergen Belsen, entró a los corazones de millones en el mundo todo, no sólo de judíos. Es que a través de su rostro conocido y de sus propias palabras, es posible identificarse con una vida en particular, con una forma de sentir, con los sueños y preocupaciones de alguien “de verdad”.
Quienes lograron sobrevivir, tuvieron la dicha de la nueva oportunidad, de formar nuevas familias y de ver hijos y nietos nacer…Aún así, pensar en lo que tuvieron que vivir durante la guerra, desgarra el alma.
Eso es lo que sentimos al leer en el periódico israelí Yediot Ajronot una nota de Reuven Weiss, que cuenta la historia de uno de los 51.000 objetos entregados a Yad Vashem en el transcurso del último año, en el marco del singular proyecto “Juntando los trozos”, que exhorta a ciudadanos particulares a llevar a Yad Vashem recuerdos que hayan guardado consigo de la Shoa, para que sean testimonio público.
En el centro de la nota, aparece una foto, de una mujer de bellos rasgos, sonriente. Al parecer enamorada. Y esta es su historia, contada por quien fue su primer esposo, Pavel Fisk, en el testimonio que prestó al Museo del Holocausto en Nueva York antes de morir.
“A la entrada de las duchas en Auschwitz-Birkenau nos quitamos la ropa, nos sacamos todo. Yo me quedé solamente con una cosa: una foto de mi esposa Anni con la que me había casado tres días antes, en Terezin. Doblé la foto de modo que quedó muy pequeña y me la puse en la boca. Desde ese momento y hasta el final de la guerra, llevé la foto conmigo todo el tiempo, escondiéndola a veces en la boca, a veces en la ropa, otras en un bolsillo. Era algo que me conectaba con la vida afuera, con la vida normal”.
Pavel Fisk logró salir con vida de las duchas de la muerte…pero el sueño de su vida con Anni ya había sido herido de muerte.
Anni Lewinger había nacido en territorio checo en 1924. La guerra la separó de su esposo. Ambos tuvieron la suerte de sobrevivir. Un conocido de la familia que ella formó años después en Israel con su segundo esposo Israel Tsjori, contó a las hijas de la pareja (que no sabían que su madre había estado casada antes , durante la guerra), que Pavel Fisk nunca dejó de buscarla. El encontró a Fisk, cuenta que lo llevó en sus espaldas por distintos lugares de Europa y que él iba siempre gritando “Anni….Anni…”.
Finalmente Fisk logró ubicar al amor de su vida, se reunió con ella y vivió en Checoslovaquia con ella un tiempo, pero luego se separaron y Anni viajó sola a Israel, instalándose en el Kibutz Dan. Él llegó hasta allí y nuevamente intentaron reconstruir lo perdido…pero luego de un tiempo, volvieron a separarse.
Poco después Fisk viajó a Estados Unidos, donde más tarde formó una nueva familia y se convirtió en un respetado sicólogo.
Claro está que algo no funcionó en la pareja. Nosotros creemos que los horrores de la guerra no podían no dejar secuelas y que incidieron también en los sentimientos más profundos de dos personas enamoradas.
Los hijos de Anni y su segundo esposo buscaron a Fisk cuando su madre ya había fallecido. Lograron ubicar a su viuda en Estados Unidos y ella les entregó las grabaciones con el testimonio que había dado al Museo del Holocausto, en el que entre otras cosas, contaba sobre la foto escondida. Corrieron al álbum familiar y allí hallaron la foto, con señales claras de lo doblada que había estado mucho tiempo. Cabe suponer que Anni la recibió de Fisk cuando volvieron a reunirse después de la guerra.
Es notorio en la foto, que había estado doblada en cuatro.
En su parte inferior hay restos de un texto ya muy desgastado, que Anni había escrito a su esposo antes de darle la foto. La hija mayor de Anni contó años atrás, antes de morir, que lo único que habían logrado descifrar de esas palabras, fue “Que vuelvas sano y salvo”.
Anni y Pavel no murieron en Auschwitz. Lograron casarse de nuevo, y cabe suponer, volver a soñar, aunque por separado, después de la guerra. Aun así, imaginamos una vida en la que la felicidad de seguir adelante, iba empañada por dentro de lo terrible de lo vivido antes, Lo saben los hijos de la segunda generación, hijos de sobrevivientes algunas de cuyas historias hemos oído, que cuentan que de niños, creciendo en una casa en la que era tabú hablar de la Shoa, no sabían qué hacer cuando sus padres, o uno de ellos, gritaba cosas terribles mientras dormía….Sufrían de verlos sufrir, de imaginar qué encerraban esas pesadillas, de no poder ayudar y por sentir miedo sin entender.
Claro que peor todavía fue el destino de todos aquellos que ya nunca más pudieron soñar.
Como aquella jovencita cuya historia es una de las 51.000 entregadas este año a Yad Vashem, cuando su hermana mayor, que logró salvarse y sobrevivir, se desprendió entre lágrimas de un papel que había guardado desde aquellos oscuros años de la guerra. Era una pequeña esquela que su hermana, que acababa de cumplir 15 años, le escribió cuando eran llevadas al campo de exterminio del que sólo una salió. “No quiero morir”, decía el papel en tono de clamor, “Quiero vivir”.
Bendita sea su memoria.
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