JOAN B. CULLA I CLARÁ/EL PAÍS
Hace décadas que, en el escenario bélico del Próximo Oriente, se acabaron para Israel las victorias limpias y elegantes tras unos pocos días de guerra convencional contra uno o varios ejércitos regulares árabes. Hace décadas -desde 1982, o como poco desde 1987- que, en aquella región, las guerras son largas, sucias y asimétricas, lo cual no significa en absoluto que tengan un vencedor predecible de antemano. Hace décadas que, en esas guerras de nuevo cuño, el bando menos armado ha descubierto en las imágenes e impresiones mediáticas una baza tanto o más eficaz que la artillería y los aviones de su adversario. Hace tiempo, en definitiva, que las guerras del Próximo Oriente se libran en un doble escenario paralelo: sobre el terreno y, a la vez, en las pantallas televisivas y los diarios de Occidente.
La crisis de este verano ha llevado dicho fenómeno hasta el paroxismo.
La más elemental aplicación del clásico Qui prodest (¿a quién beneficia?) ha señalado desde el principio a Teherán y Damasco como los inductores de la provocación del 12 de julio: gracias a sus consecuencias, la teocracia iraní se escabulle de la presión internacional acerca de su programa nuclear y refuerza sus aspiraciones a una cierta primogenitura islámica, mientras la dictadura siria trata de dinamitar la Revolución de los cedros que la echó de Líbano y -según pudo escuchar el ministro Moratinos el 3 de agosto- intenta que le paguen su tarea de pirómano-bombero con la devolución del Golán. Israel, con un primer ministro bisoño y carente de currículo militar, no tenía absolutamente nada que ganar en esta guerra que ni deseaba ni planeó, diga lo que diga Seymour Hersh. Sin embargo, la práctica totalidad de nuestros medios de comunicación han presentado desde el primer día a Israel como el atacante, el agresor, el invasor, y a “los libaneses” (concepto que engloba, supongo, a Hezbolá) como los atacados, las víctimas. O sea: un remake -falso- de 1982.
Todos los demócratas del mundo estamos presuntamente de acuerdo en propugnar para aquella torturada región un escenario de paz y convivencia entre Israel y sus vecinos -incluyendo, claro está, a los palestinos-, con fronteras seguras e internacionalmente reconocidas. Pues bien, desde mediados de 2000 el confín israelo-libanés era en teoría una de esas fronteras, después de que, aquel 23 de junio, el Consejo de Seguridad de la ONU hubiese certificado la completa retirada de Israel a su territorio soberano. No obstante, el hostigamiento transfronterizo a cargo de Hezbolá continuó durante seis años, con el especioso pretexto de las Granjas de Cheba. Pretexto, porque ese territorio fue conquistado en 1967 por Israel a Siria, cuyo Gobierno lo ha declarado luego “libanés” sólo para brindar una coartada a sus aliados, los guerrilleros chiíes. Y pretexto también porque, ¿alguien puede creer que Hezbolá había almacenado 13.000 misiles para “liberar” un área de 20 kilómetros cuadrados, una extensión parecida a la del municipio de Torrelodones?
No, el objetivo estratégico de Hezbolá no son las deshabitadas Granjas de Cheba. Su objetivo -que la milicia libanesa disimula, pero sus padrinos iraníes proclaman estentóreamente- es la erradicación de la “entidad sionista”, la eliminación de Israel. Y, para lograrlo por etapas, el jeque Hasan Nasralá -según nuestra prensa, “el jefe de la resistencia islámica libanesa”; el difunto Shamíl Basáyev, en cambio, era “el jefe de los terroristas chechenos”, porque Rusia no es Israel…-, Nasralá y los suyos saben utilizar magistralmente, entre otras armas, la credulidad y los buenos sentimientos de la opinión occidental.
Es indudable que estas semanas de guerra han dejado un oneroso y deplorable balance de víctimas entre la población civil libanesa, y parece probado que las fuerzas armadas israelíes han cometido errores y excesos. Pero, ¿tantos? ¿Qué pasa, que las bombas israelíes se sienten atraídas por las mujeres y los niños? ¿O acaso el Talmud obliga a los pilotos judíos a masacrar gentiles indefensos? ¿No será la premeditada forma de combatir de Hezbolá la que explica muchos de esos desastres?
De hecho, algunos enviados especiales han descrito en sus crónicas la táctica de la guerrilla chií de disparar sus Katiusha -bastan para ello dos hombres y una liviana lanzadera- desde zonas habitadas, e incluso han relatado que, en pueblos del sur libanés, se formaron patrullas vecinales para tratar de impedírselo y evitar así la automática respuesta israelí. El 7 de agosto, en Tiro, miembros de Hezbolá lanzaron un cohete desde un hotel lleno de corresponsales extranjeros, y luego se incautaron de la grabación televisiva que lo había registrado. ¿Imaginan ustedes el escándalo mundial si aquel incidente llega a provocar una matanza de periodistas imputable a Israel? Existen versiones -difundidas por el general canadiense Lewis MacKenzie, ex jefe de las tropas de la ONU en Bosnia- según las cuales algo así provocó la muerte de los cascos azules el 25 de julio. En todo caso, basta ver la reacción del jeque Nasralá ante la muerte de diversos niños árabe-israelíes por obra de sus misiles caídos sobre Galilea -son “mártires de la resistencia”, sentenció- para entender que las bajas civiles propias constituyen, en la lógica sacrificial de Hezbolá, mera carne de paraíso y munición moral contra el enemigo sionista.
Por otra parte, ¿cómo se distingue entre civiles y combatientes ante un enemigo cuyos milicianos visten “vaqueros y camisetas”, esconden o empuñan las armas a voluntad y constituyen un “ejército fantasma” al que todas las crónicas describen omnipresente y perfectamente mimetizado en el paisaje humano del Líbano chií? Tras un mes largo de feroces combates, y dada la dispar potencia de fuego, ¿es creíble que se cuenten 117 muertos en el Ejército israelí, y sólo 69 en la milicia islamista, siendo civiles todas las demás bajas libanesas? Si los brazos político, caritativo y militar de Hezbolá forman un entramado inseparable, ¿cómo se puede guerrear contra el tercero sin afectar a los otros dos?
Llama poderosamente la atención que los medios europeos más celosos en desenmascarar los engaños de la propaganda bélica norteamericana hayan sido, en cambio, tan crédulos y acríticos ante las intoxicaciones de Hezbolá o del presidente libanés, Émile Lahud. ¿Por qué el número de víctimas del condenable bombardeo de Qana pasó en cuatro días de 57 a 28, sin explicación alguna? ¿Hubo más casos de imágenes manipuladas, además de las del fotógrafo libanés de Reuters? ¿Tienen algún fundamento las acusaciones de Lahud a Israel de usar “bombas de fósforo y uranio”? ¿Cómo es que, entre tantas fotos terribles de cadáveres infantiles, no hemos visto apenas ninguna de varones adultos muertos?
Sí, comprendo que plantear tales interrogantes indigne a los paladines del pensamiento único y a los entusiastas de la escuela periodística de Robert Fisk. Pero, mal que les pese, la del Próximo Oriente sigue sin ser una batalla apocalíptica entre la Bestia y el Ángel. Menos aún con el jeque Nasralá en el papel de ángel.
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