“60 Voces por Israel” editorial Keren Kayemet Leisrael en México.
ARNOLDO KRAUS
Acudía, cuando niño, protegido por el cobijo de la infancia, por el placer del juego y por la magia de la amistad a una organización judía que se definía como socialista y que bregaba por cultivar al ser humano y lo que implicaba pensar en “los otros”. Cuando joven, continué asistiendo, ahora con fruición y con pasión, a la misma organización: en esa época, me atraían las lecturas y las pláticas que se daban en esa magnífica agrupación, que, sin que me lo propusiese, se había convertido en un segundo hogar. Las casas que se construyen voluntariamente son grandes resguardos, pues sus paredes, sus puertas y sus ventanas se diseñan ad hoc y arropan de distinta manera.
Esa congregación transformó mis inquietudes en un hábitat donde las palabras y las ideas eran el espíritu rector; donde las preguntas solían encontrar respuestas, las respuestas formulaban nuevas preguntas, y las dudas abrían el mundo. Lo abrían sin coto, sin pausas, sin mordazas. Era una organización de jóvenes para jóvenes. Un leitmotiv era humanizar; otro era ofrecer razones y argumentos para pensar. En ella me refugié, y en ella crecí.
Mucho de lo que soy se lo debo a mis compañeros de juego, a mis guías, a los niños con los cuáles caminé por toda la ciudad y que me obligaron a leer primero para hablar después; en esa casa leí libros que no entendí sobre y de Karl Marx, Federico Engels y el Manifiesto del Partido Comunista. Tengo la suerte de conservar algunos de esos libros. Los veo y me emocionan: en la mayoría subrayaba, y en otros anotaba algunas ideas. Todo lo que en esa organización se hacía era bueno: sembrábamos y recogíamos. Preguntábamos y explorábamos. Una inquietud recurrente : ¿Qué era ser judío?
A la distancia, estimulado por esa magnífica e insaciable pócima de la nostalgia, rascando algunos recuerdos y recreando las vivencias que aún persisten en el pavimento de las calles de la Colonia Condesa, entiendo que mucho de lo que buscaba en esos libros se reducía al problema de ser judío laico en México, inmejorable albergue, insustituible Tierra.
En esa morada hablábamos de identidad, de lealtad y de pertenencia. Aprendíamos hebreo. Nos preocupaba el antisemitismo, pero nos sentíamos cobijados por el Estado de Israel. Sabíamos que no habría más Holocaustos. Leíamos y creíamos en el socialismo. Visitábamos comunidades pobres y recibíamos conferencias sobre humanismo y marxismo. Decíamos que nuestros conflictos de identidad podrían resolverse viviendo en un kibutz, o asimilándonos a México y luchando desde aquí contra las inequidades. Nos alejábamos de las fiestas burguesas, y creíamos en la igualdad. Respirábamos nuestra judeidad. Las pláticas y las discusiones cumplían: de la conciencia de nuestra dualidad judeo-mexicana emergían dudas, preguntas y acciones.
Esa conciencia estimulaba, pero no incomodaba. Israel ocupaba un lugar en el mapa del mundo y otro en nuestra geografía corporal. Ofrecía seguridad y permitía, sin agazaparse y sin temor, hablar del problema de la identidad y de los dilemas sartreanos propios de la juventud y de quienes viven las dicotomías de las migraciones, sobre todo de las migraciones forzosas. Todos esos temas se discutían en la organización. Era fácil crecer y era bueno ser judío en México. Se era mexicano y judío. No mexicano o judío. Y se era en voz alta. No en subterfugios o en voz baja. A diferencia de lo que le había sucedido a mis padres, yo conviví –y convivo- en paz con mi realidad mexicana y judía.
Y, ¿qué es ser judío? Creo que tiene razón Amos Oz cuando afirma, “Es judío quien es suficientemente loco para admitir que es judío. No está en la sangre ni en la lengua”. Y también la tiene Edmond Jabès, “ Todas las letras forman la ausencia. Así, Dios es hijo de Su nombre”. Y, por supuesto, George Steiner, quien responde a la cuestión formulada por el filósofo iraní, Ramón Jahanbegloo, “¿Pero qué quiere decir, a su entender, el hecho de ser judío hoy?”. “Puede parecer arrogante –señala Steiner- pensar que el judío es el que lee un libro con un lápiz en la mano, pero ésa es una de mis definiciones”. Y otra acepción es cuando la prensa, los amigos o los enemigos te recuerdan que eres judío.
No puedo definir con precisión lo que significa ser judío; las citas previas ayudan. Siempre repito que judío laico es quien tiene una concepción histórica y filosófica de la vida donde la ética y los valores humanos son pilares fundamentales. Agrego, convencido, dentro de una miríada de ideas, que ser judío también es,“Eitam si omnes Ego nom” (“Aunque los demás -lo hagan o lo consientan-, yo no”).
Han pasado más de treinta años desde que dejé de acudir a esa organización judía y socialista; en ese resguardo también estudiábamos el entorno mediato y lo que sucedía con “los otros”, en este caso, los pobres en México. En esa época, mediados de la década de los sesenta y parte de la década de los setenta del siglo XX, Israel era una dulce realidad que brillaba por su juventud, por sus logros en todas las ramas del saber, por su pujanza agrícola y porque –quizás debería escribir sobre todo- no tenía tantos problemas políticos ni dirigentes como los que hoy dirigen a la nación.
Haber nacido después de la fundación de Israel fue una inmensa bendición. Su existencia era suficiente razón para afirmarme como judío cuando fuese necesario o cuando fuese indispensable, defender los incontables significados del judaísmo. Ese regalo era inmenso. Lo sé porque soy hijo de supervivientes del Holocausto y lo entiendo porque así me lo han explicado quienes no nacieron cobijados por Israel. Me repito: es un regalo inconmensurable, porque ser judío laico, como soy, no es problema. Israel permite y exige ser contestatario.
A sesenta y cuatro años del nacimiento del Estado de Israel hay mucho, muchísimo que celebrar. No es éste el espacio para alabar sus logros, de sobra conocidos, o para ensalzar su inscripción, cada vez más fuerte y mas vital en todas, absolutamente todas las ramas del saber. Es bueno ser mexicano y judío. La conjunción de ambas geografías alimenta y robustece.
La suma de ambas historias, aunada a la fortuna de haber pasado algunos años en esa organización, obliga voltear la mirada hacia atrás, hacia la época cuando ser judío era razón para sentirse apenado o ser asesinado. Obliga, también, a mirar hacia delante y al inmenso reto que tiene hoy Israel para sobrevivir como estado democrático, plural e incluyente, no sólo por las múltiples y nefandas amenazas del terrorismo árabe, sino por los traspiés de la política israelí contemporánea.
Voltear hacia atrás es mirar hacia el futuro. No dudo que tiene razón el excelso profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén, Avishai Margalit, cuando afirma, “… hoy Israel está atrapado. Si Israel no es capaz, como Houdini, de sacarse a sí mismo de los territorios ocupados, el sionismo puede acabar siendo no un proyecto noble sino una calamidad moral”. Reinventar a Houdini, desde la ética judía es otra buena, muy buena razón para ser judío.
Arnoldo Kraus. Médico y profesor de posgrado, Facultades de Filosofía y Medicina, UNAM. Editor del periódico La Jornada. Miembro del Colegio de Bioética. Publicaciones recientes: Apología del lápiz, Cuando la muerte se aproxima. Este texto fue escrito en el 2009 en el libro “Sesenta voces por Israel desde México”, ediciones KKL México
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