“60 Voces por Israel” editorial Keren Kayemet Leisrael en México.
SILVIA CHEREM
En noviembre de 2004, advertí rostros de Israel que me eran desconocidos. Fui invitada por el Instituto Cultural Israel Iberoamérica, instancia dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores de Israel, con el fin de participar en un encuentro de escritoras latinas. El programa, inusual y de altos vuelos, ofrecía la oportunidad de conocer el país a través de las voces plurales, contrastantes y diversas de escritores, intelectuales y políticos israelíes, amén de convivir con 17 participantes, en su vasta mayoría no judías que visitaban por vez primera Israel.
Nos hospedamos en el privilegiado Mishkenot Sha´ananim, primer edificio que se construyó fuera de los muros de la ciudad vieja de Jerusalem, en 1860, y que, desde hace cuatro décadas, por gozar de la mejor vista de la ciudad, a la sombra de las murallas que culminan en el desierto de Judea, sirve como selecta pensión para invitar a creadores. Ahí se inspiraron músicos como Casals, Menuhin, Rubinstein y Stern; pintores como Calder, Chagall o Rauschenberg; escritores como Octavio Paz, Graham Green, Arthur Miller, Nadine Gordimer o Mario Vargas Llosa; y gigantes de la talla de Isaiah Berlin, Simone de Beauvoir o Jean Paul Sartre.
Frente al Monte Sión, desde este sitio que incuba talentos, se ve un costado de la antigua muralla que anida históricas sinagogas, mezquitas e iglesias, forradas todas de la misma piedra blanca de las canteras de Jerusalén que, a medida que el crepúsculo cede al paso del día, se tiñe de un tolerante diálogo de luz con resplandores que van del rosa violáceo hasta el más refulgente matiz anaranjado.
El ambiente en Israel era de gratitud y gozoso optimismo. Los israelíes, tan golpeados por el terrorismo suicida y la consecuente baja en el turismo, se mostraban generosamente agradecidos por nuestra visita. En Tel Aviv, los jóvenes se apiñaban en centros comerciales, paseando en las calles, disfrutando con intensidad sin permitir que el miedo se apoderara de ellos. Me decían algunos que ni en los peores momentos dejaron de “vivir”, menos aún en aquellos días en que la muerte de Arafat (ocurrida apenas dos semanas antes) abría una brecha de esperanza.
Las señales positivas en el plano político se sucedían, sorprendiendo hasta a los más versados. En la Autoridad Palestina el gobierno interino logró tomar las riendas de la seguridad interna y prometía convocar a elecciones democráticas (que paradójicamente llevarían en enero de 2005 a Hamas al poder), en los países árabes comenzó a suavizarse el discurso anti israelí y Ariel Sharon reforzó su intención de retirarse unilateralmente de Gaza (como finalmente lo hizo), enfrentando inclusive la oposición de su propio partido.
Herzl Inbar, quien fuera embajador de Israel en España, un hombre culto e inquieto, anfitrión del encuentro de escritoras, me contó durante una de nuestras primeras cenas que esa misma tarde presenció la conferencia de un académico palestino de Gaza que, con gran aplomo y de manera insólita, se atrevió a cuestionar el liderazgo de su pueblo. Le pedí que intercediera para que pudiera yo entrevistarlo. Marta Pessarrodona, escritora catalana, estaba a mi lado: “Si vas a Gaza o a Cisjordania, yo voy contigo”. Así lanzamos la moneda al aire.
A medida que los días pasaban, fuimos conociendo, de primera mano, las voces individuales que conforman el mosaico israelí. En la Knesset, conversamos con políticos apasionados de posturas encontradas. Gideon Sa´ar, del Likud, reiteró: “Aunque Sharon sea el titular de mi partido, estoy en contra de su propuesta de retirarse de Gaza. Israel fue ingenuo al aceptar el retorno de Arafat porque le dimos armas y fuerza para atacarnos. No permitiremos que continúen masacrándonos”.
A contracorriente, la diputada Colette Avital explicó la postura del laborismo, comprometido con la democracia y la permanencia de un estado mayoritariamente judío en Israel: “Ya no es relevante discutir si habrá o no un estado palestino, la vasta mayoría de los israelíes estamos decididos a hacer un compromiso por la paz. La ocupación en los territorios sacrifica nuestra existencia, y si los anexáramos no seríamos ni un estado mayoritariamente judío, ni un estado democrático”.
La fragilidad que aún hoy padece el Estado, a 64 años de su creación, ha sido el motor principal para la inusual proliferación de escritores en Israel, donde la tasa de creadores per cápita es la más alta del mundo. A.B. Yehoshúa, uno de los más afamados novelistas israelíes y un crítico incesante de los gobernantes en el poder, nos confesó: “A veces quisiera mandar al país al diablo y escribir tan sólo historias de amor, pero mis lectores, inmersos en nuestros grandes problemas, esperan un mensaje de interés nacional. En el fondo, siento una enorme responsabilidad. No concibo la brutalidad a la que hemos llegado, nosotros con los palestinos y ellos con nosotros. Ha disminuido la capacidad para entendernos. Por fortuna sabemos que no podemos mantener una guerra permanente como si se tratara de huracanes en Miami. Tenemos que firmar la paz, compartiendo la vecindad, los sueños y la literatura”.
Entre los novelistas, me impactó también conocer a Jana Bat Shacar, hija de uno de los grandes rabinos de Jerusalem y esposa de otro encumbrado rabino, una mujer con doble vida. Había publicado siete novelas y tenía una octava en proceso, pero casi nadie en su mundo de extrema ortodoxia, ni siquiera sus cinco hijos ya mayores, conocían su “secreto literario” que, según dijo, provocaría rechazo y un repudio sin igual. Jana –de mirada verde inteligente, falda al suelo, pseudónimo y peluca para encubrirse con pudor–, se animó entre mujeres de países distantes, a hacerse pública por vez primera. De su críptica existencia, reveló pocos detalles, pero en la intimidad de mi cuarto, ya entrada la media noche, habló de su madre, una norteamericana que le leía a los clásicos, de su furtiva vida universitaria, de sus hijos inmersos sólo en el entorno religioso y a quienes sorpresivamente nunca incitó a leer literatura, y de su vida familiar que asume satisfecha. “Mi marido sí sabe que escribo, pero jamás ha leído un solo párrafo, porque no le interesa. A mí no me importa, acepto mi realidad. A mis hijos jamás los metí en conflicto porque no los convidé de la literatura universal. Así viven más felices, con una vida congruente. Escribir de la condición existencial de las mujeres es mi necesidad, sólo mía”, dijo.
Por apetitos distintos, pero a partir de necesidades igualmente íntimas, la sefaradí Sabina Messeg, entendió el sentido de la poesía mimetizando su mirada y su vida ermitaña, con el paisaje de la Galilea. Suyas son las alturas del Golán a donde ha vivido en casas de campaña durante los últimos 40 años, suyos son los ríos en el desierto y también suyo es el lago azul del Kineret. Afirma, no obstante, que estaría dispuesta a desprenderse de “su” arenoso paisaje a cambio de paz con Siria.
El contacto con los drusos, minoría religiosa islámica, fue sorprendente. Se sienten profundamente israelíes y, según dicen, su cultura no entra en conflicto con la realidad nacional, de carácter plural. En Osafía, aldea árabe enclavada en la Galilea y en donde huele a pan recién horneado, a especies y a mieles, constatamos su lealtad. En sus tierras, en donde está terminantemente prohibido el alcohol, el cigarro, el puerco o los matrimonios fuera de la comunidad drusa, han sembrado poetas, artistas y embajadores israelíes. Nadia Cabalan, con la cabeza cubierta con un paño blanco, madre de cuatro hijos y reformadora de las costumbres de su comunidad, nos contó cómo, a contracorriente y oponiéndose hasta a su propia madre, convenció a su padre para que le permitiera estudiar. Fue ella quien tres décadas atrás dio el primer paso para que las jóvenes drusas de su comunidad, antes confinadas al hogar, estudiaran en Haifa y llegaran a las universidades.
El joven embajador druso Mahmoud Mansour, poeta y activo funcionario que ha representado a Israel en varios países, entre ellos Portugal, señala: “Nosotros, que hemos vivido en estas tierras hace cientos de años, reconocimos al Estado judío desde 1948. A diferencia de nuestros hermanos que viven perseguidos en Líbano, Jordania y Siria, en Israel no hay un sólo druso que sea refugiado. Aquí gozamos de paz y tranquilidad, mantenemos nuestra cultura y etnicidad, al tiempo que servimos al Estado israelí”.
Por haber “olvidado” su poesía aquella noche que el poeta druso Naim Araydi se encontró con nosotras en el kibutz Nof Guinosar, nos invitó a su casa en el pueblo de Maghar, y nos regaló la velada conclusiva de nuestro encuentro. En su sala, salpicada de antigüedades y delimitada por asientos de marquetería con incrustaciones de concha nácar y sillones ingleses decimonónicos que se apoyan sobre coloridos tapetes persas, anualmente se llevan a cabo reuniones de poetas árabes e israelíes, a donde han participado poetas de la talla del sirio Adonis.
Decoran las paredes pinturas de los monarcas del Imperio Otomano, la bandera drusa e israelí, y fotografías de líderes tan opuestos como Shimon Peres y Menahem Begin. Además de libros, jarras para el café, pipas y recuerdos, a mí me sorprendió el horizonte teatral que se dibujaba desde una pequeña ventana con cortinaje de terciopelo naranja que remataba en olanes y borlas. Desde ahí vi el azul profundo del Kineret y el inacabable desierto montañoso, un paisaje sin límites en el que resulta imposible delimitar el territorio israelí del sirio, tierra arenosa en la que ancestralmente se hermanaron las costumbres de los árabes y los judíos.
De rostro moreno y generoso, Araydi dispuso deliciosos dulces de miel y pistache sobre las mesas hexagonales y, después de moler el café turco con cardamomo, golpeando rítmicamente una vasija de cobre con un mazo de madera, invitó a una tertulia de poesía en árabe, hebreo y español.
“Muchos nombres tiene la tierra y todos sabe ella tomarlos”, dijo. Cuando declama en árabe, sus palabras severas, producto del exilio y la persecución que han padecido los drusos a manos de sus hermanos árabes, tienen tono intimista. “Todos los hijos de la Galilea son mis antepasados, y yo su heredero. Somos diferentes, pero somos también el mismo hombre, sujetos a la ley de un único linaje interminable. A pesar mío y de vuestra cólera, la misma soga nos sujeta: la cuerda que me apresa por el cuello, es el hilo que os abraza.”
El intenso viaje parecía terminado. Esta última frase, “la cuerda que apresa, es la misma que abraza”, era la conclusión insoslayable de que la realidad, ya sea en el Monte Sión o en el “otro lado” – del que escribió el Nóbel israelí Yosef Agnón –, no podría ya sernos ajena.
Estábamos cimbradas. ¿Dónde queda el “otro lado”? ¿En la Autoridad Palestina, en Israel mismo, en los países árabes? ¿En la complicidad europea? ¿En la intervención norteamericana? ¿En la apatía de Latinoamérica? ¿Cuál sería ahora el sitio justo para fincar la tragedia maniquea que proyectan irresponsablemente y con mezquindad la enorme mayoría de los medios de comunicación, para quienes sólo hay estereotipos de villanos agresores y víctimas impolutas? ¿Cómo entender ese extremismo siniestro, la aparente tragedia entre árabes y judíos, el diablo aquel empeñado en cancelar la posibilidad de que los vecinos del Medio Oriente puedan admirar serenos y en paz atardeceres y paisajes?
Para Marta Pessarrodona y para mí, aún quedaba un pendiente. Éramos las únicas dos participantes que habíamos estado antes en Israel, y ésta vez no queríamos irnos sin visitar Ramala o Gaza. Necesitábamos conocer ese “otro lado”. Agustín Remesal, jefe de la corresponsalía de Medio Oriente de TV Española, quien vino a una de las cenas de gala que nos ofrecieron, resultaba ser nuestra única ventana a ese otro mundo.
En un guión que parecía previamente escrito, aceptó ser nuestro guía y acordó recogernos a medio día del domingo en Tel Aviv. Temiendo que como invitadas del gobierno israelí, los organizadores del encuentro nos impidieran viajar a la Autoridad Palestina, ambas coincidimos en no hacer público nuestro destino.
Remesal llegó puntualmente en su camioneta de prensa acompañado de José Luis Márquez, camarógrafo de TV Española, quien, a lo largo de su vida, ha cubierto casi todas las guerras imaginables. Para nuestra sorpresa, lo primero que hizo Agustín fue informarle a Herzl Inbar que iríamos a Ramala. “Ya se nos cebó”, pensamos mirando el rostro de Inbar que desdibujaba su franca sonrisa. Unos cuantos minutos después, Inbar me abordó inquisitivo, incrédulo de mi decisión. Le expliqué que era mi única oportunidad, que necesitaba mirar con mis propios ojos. Reconoció que estaba atrapado en un dilema e inteligentemente optó por la mejor salida: “Sabes – me dijo –, no valdrías nada como periodista si no quisieras ir. Tengo varios días queriendo mostrarles una cara plural de Israel y Ramala es otra parte de nuestro rostro. Prefiero quedarme nervioso, esperándolas, que impedir que vayan”.
Ramala se encuentra a escasa media hora de Jerusalén. Desde Tel Aviv tomamos la carretera 443, una autopista que de manera imperceptible cruza de territorio israelí a Cisjordania, entre enclaves de seguridad israelíes. En un santiamén, ya estábamos frente a los campos de refugiados Kalandya y E. Ram y aldeas árabes como Burqa, de casas blanquecinas apiñadas en la ladera.
Unos cuantos kilómetros más adelante, salpicados en el mismo terreno pedregoso, nos topamos con los controvertidos asentamientos judíos. Los lujosos, de techos rojizos agrupados en colonias que comenzaron a instalarse hace cerca de tres décadas; y, también, los de reciente factura, aquellos que aún hoy son establecidos por “judíos leales” que, en aras de una reivindicación nacional, estacionan sus remolques en zonas mayoritariamente habitadas por árabes, provocando por igual a árabes nacionalistas que a judíos pacifistas. Mimados con tierras e infraestructura, estos pobladores autistas sostienen que “recuperan” el territorio del “Gran Israel”, sin importarles que su reconquista atente contra el territorio de otro pueblo, mine el proceso de paz y desgaste al ejército israelí, responsable de resguardar su seguridad.
Antes de llegar a Ramala, cruzamos también la controvertida cerca que construía el Estado de Israel y que logró frenar los atentados suicidas. En algunos sitios es un muro infranqueable de concreto y, en otros, apenas una cerca de alambre electrificado. Para aprovechar el tiempo que pierden en largas colas e interrogatorios, los palestinos que cotidianamente cruzan a Israel instalaron fuera de la cerca un improvisado “shuk” donde venden toda clase de alimentos y artesanías. Algunos de los palestinos que ahí aguardaban se quejaron con rabia y amargura de la cerca, pero hubo también quien nos contó que hace unos meses acudió a la Suprema Corte de Justicia israelí alegando que el muro, más que proteger, dividía a su familia, y logró que el trazo se modificara.
Ramala es una ciudad árabe moderna con una avenida central de frondosas palmeras, en la que destacan edificios de varios pisos, comercios con bandera francesa y hasta una agencia de autos Ford. La Mukata, el cuartel amurallado de aproximadamente 100 metros por 250, donde Arafat vivió constreñido, está en el centro mismo de la ciudad. La imagen de entrada es desoladora: a un lado ruinas y escombros; de frente, tras la plazoleta central, el solitario mausoleo que acoge los huesos de Arafat.
Después de recorrer el espacio con los ojos pelones durante un par de horas, Remesal me puso la cámara y el micrófono de frente. “¿Quiero saber qué opinas? ¿Qué te produce estar aquí?” Lo dije claro. En primer término, dolor. Dolor ante tantas oportunidades perdidas, ante el injustificado tufo de muerte que padecen ambos pueblos. Dolor también porque ahí, justamente ahí, entendí el martirologio con el que Arafat arrastró los días y los años de su pueblo.
A diferencia de Israel, donde después de un atentado suicida los cafés, discotecas o centrales camioneras inmediatamente se reconstruyen y vuelven a funcionar para sembrar el optimismo y “olvidar” cuanto antes los rastros de muerte, la Mukata, el cuartel general de Arafat, asemejaba un inaudito deshuesadero, una escenografía dramática que lograba transmitir la sensación de un pueblo mártir, indefenso, sumido en la orfandad.
Cuando Arafat, abría su ventana para dirigirse a su pueblo, ser filmado por los medios de comunicación, o mostrar el horizonte a alguno de los honorables presidentes o Premios Nobel que lo visitaban, el montaje perfectamente calculado entraba en escena. La vista ofrecía la desoladora montaña de casi ocho metros de altura por 100 metros de largo donde, entre varillas retorcidas y angustiosos trozos de concreto derruido, se apilaban cientos de carrocerías aplastadas de tanques y coches oxidados. Las puertas sin vidrios estaban abiertas, las llantas miraban al cielo. Todo el sufrimiento que los israelíes perpetraban a los palestinos se aglutinaba simbólicamente en un mismo espacio, justamente ahí, en el honorable cuartel del jefe, ése que recibía millones de dólares de la comunidad europea y, que según cuentan algunos de los custodios en forma anónima, “servían para pagar adeptos y complicidades”, no para ayudar al pueblo ni para limpiar el terreno con optimismo. En el perímetro de ese vertedero desolador, prevalecía la paradoja: por decenas estaban estacionados los coches Mercedes, Audis y BMW de los custodios y dirigentes palestinos.
Ariel Sharon, sin duda, coadyuvó con su parte a este escenario y, con ello, se granjeó el repudio internacional. Cada vez que había un sangriento atentado en territorio israelí, Sharon amenazaba con asesinar a Arafat y, aunque su objetivo no fue matarlo, porque lo hubiera logrado, destruyó con misiles la oficina de la guardia, las instalaciones del servicio de información y gran parte de las construcciones de su cuartel. Arafat, siempre astuto, apiló los escombros: le servían. Decoró los edificios derruidos con enormes banderas palestinas, acarreó miedos y angustias, y con su valiente imagen con los brazos en alto, fincó su mentira en medias verdades que le permitieron “limpiar” sus manos de sangre, convertir en héroes a los mártires suicidas y ganarse la simpatía de una gran parte del mundo.
El hogar que ocupó Arafat estaba atrás, no se veía en un primer impacto. En un costado de los edificios en ruinas, donde el sol caía oblicuo, bella e intacta se encontraba una preciosa casa de las que abundaban en Jerusalén, con su blanca cantera limpia y perfectamente engastada, su puerta de madera con aldabón y uno que otro arco decorativo. Arafat tenía otras ventanas para mirar el horizonte de su pueblo, ventanas traseras frente a campos fecundos en los que quizá nunca posó su mirada.
Cubierto con coronas de flores, banderas palestinas, mensajes de condolencia en árabe, close ups del líder con kefiá tomados a lo largo de su vida y hasta una playera del jugador 12 del equipo palestino de fútbol, yacía el cuerpo de Arafat bajo una estructura provisional de acero. Una decena de jóvenes soldados palestinos con trajes verde olivo lo custodiaban día y noche, pero, para mi sorpresa, durante la tarde de ese domingo, nadie lloraba la pérdida del líder. “No era tan popular como se creía”, me dijo el camarógrafo de TV Española, antiisraelí por principio, pero capaz de cuestionar el liderazgo palestino.
Al ver esa tumba solitaria, pensé en el mito que sepultó al estadista. Pensé en el vacío que Arafat mismo procreó y que permitió anidar en tierra palestina el extremismo fundamentalista. A Arafat, un símbolo incapaz de controlar hasta a la delincuencia común, le faltó tomar las riendas de su pueblo, asumir la valentía de un estadista como Ben Gurión que, en 1948, a unos días de iniciar la guerra de independencia, se aventuró a hundir el barco Altalena, colmado de necesarias armas, para impedir que la milicia del Etzel ejerciera como quinta columna de su incipiente gobierno. Príncipe de la ambigüedad, Arafat prefirió, como le confesó a Shimon Peres, ser “un símbolo popular, que un líder controvertido”. A final de cuentas, su parálisis, el culto a su personalidad y la corrupción de su gobierno, corroyeron su aureola. Murió sin ser controvertido, murió también sin popularidad.
Los estereotipos del Medio Oriente, sin embargo, se sembraron en terreno fértil. Abonados con la complicidad de las naciones árabes, con las mieles del petróleo y con la manipulación del fanatismo islámico iraní y palestino, ante la opinión pública mundial las etiquetas comenzaron a aflorar: el pueblo palestino es víctima; Israel, “el opresor imperialista”. Pocos quieren ver el milagro israelí, pocos analizan la historia; la mayoría de los críticos, sobre todo los latinoamericanos de izquierda, vituperan sin siquiera haber puesto un pie en la zona.
A contracorriente de la marejada enemiga, Israel es al fin y al cabo un país envidiable, una verdadera democracia inserta en un entorno hostil y autoritario. Es cierto, tiene como toda nación sus problemas, pero éstos se hablan, se discuten, se ventilan inclusive en los medios de comunicación. Lejos de ser un monolito ideológico como sucede en los países árabes, donde el que disiente es condenado a la marginación o a la muerte, Israel educa e incita a sus ciudadanos a pensar, debatir y cuestionar. Gracias a la creatividad de su gente, Israel –un país sin petróleo, sin agua, sin recursos naturales–, ha logrado ser una de las veinte economías más poderosas del mundo. Ha transformado el desierto en vergel floreciente y productivo, ha logrado avances inusitados en ciencia y tecnología, ha fincado una verdadera democracia y tiene uno de los más altos estándares educativos.
En Israel, a diferencia de los países vecinos, a diferencia de lo que vi en Ramala, no se incita al odio, no se mantiene el escenario perenne de víctima, ni se celebran las muertes enemigas. No hay gritos de venganza ni lavados de cerebro (no los hay contra los palestinos, tampoco contra ninguna nación árabe, ni mucho menos contra los nazis, a pesar de que habría buenas razones para incitar la revancha). No se culpa a otros, se responsabiliza a cada individuo de su futuro, se visualiza el mañana y se sacraliza la vida por encima de todo. Israel, a pesar de que también enfrenta extremismos religiosos maximalistas y excluyentes, abriga una sociedad plural que vibra con pasión, idealismo y esfuerzo. Marcha hacia adelante superando las tragedias del pasado, concentrándose en consolidar su existencia. Es un país niño, un país de apenas 64 años, que sigue sorprendiendo con nuevos paradigmas.
¿Quién de nuestros antepasados hubiera supuesto que habría un Estado judío? ¿Quién hubiera imaginado que Israel, un punto naciente, podía ganarles la guerra a todos los gigantes árabes unificados? ¿Quién suponía que se podían cultivar tomates y naranjas en el desierto, o que la tecnología israelí sería punta de lanza para el avance de la ciencia en el mundo? ¿Quién podía sospechar que una pequeñísima nación podría absorber a judíos de todas las latitudes: árabes, europeos, latinoamericanos, rusos comunistas y hasta negros etíopes que tras un vuelo de avión pasaron de una sociedad primitiva al siglo XXI, y generar con esta mezcla una sociedad floreciente?
El odio de las naciones árabes al judío, los tentáculos del fundamentalismo islámico –especialmente de Al Qaeda, Irán, Hamas y la Jihad islámica–, y la complicidad de Occidente ante una geopolítica convenenciera, sedienta de petróleo, apuntan a que aún se escribirán páginas de dolor. Sin embargo, las esquinas ciegas del destino nos pueden sorprender.
Como nos ha enseñado la historia, en el milagro de Medio Oriente, en Israel, nada es conclusivo y es preferible ser optimista, como aquellos que a contracorriente fincaron, crearon y consolidaron al Estado judío. Por ello, en este festejo de los primeros 64 años, ansío que Israel siga siendo una luz virtuosa, canónica y de paz, vocal de creación y consonante con su tiempo. Añoro que palestinos, árabes e israelíes, se reconozcan hermanos y puedan nuevamente compartir los sueños, la vecindad y la literatura. Deseo que Occidente comprenda los riesgos de un fundamentalismo suicida y asuma con compromiso las lecciones de la historia. Anhelo que la cuerda que apresa, se transforme en hilo que abrace. Y, sobre todo, me encantaría que el rosa violáceo y el refulgente matiz anaranjado de los atardeceres del Medio Oriente, sean diálogo de luz y tolerancia que tiñan los hogares de comprensión y entendimiento para que llegue el día que judíos, cristianos y musulmanes puedan disfrutar la mesa en armonía, compartiendo sandías y aceitunas, humus y café turco. Sin balas, sin prejuicios, sin más sangre…
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