JEFF JACOBY/COMUNIDAD JUDÍA DEL PRINCIPADO DE ASTURIAS
El Día del Holocausto siempre cae durante la semana siguiente a Pascua. A primera vista, las dos fechas parecen tener poco en común: una conmemora a los millones de judíos europeos aniquilados por la Alemania nazi, y la otra conmemora la liberación de los judíos de la esclavitud en el antiguo Egipto.
A pesar de todas sus obvias diferencias, una similitud fundamental enlaza estos dos capítulos cruciales de la historia judía. Ambos momentos representan unos intentos de genocidio, y en ambos casos sus ejecutores justificaron sus salvajadas afirmando que eran ellos de hecho las verdaderas víctimas, amenazadas por esas mismas personas que tenían la intención de aniquilar.
En el Seder de Pesaj, donde se vuelve a narrar una historia que nos lleva 3.000 años atrás, los judíos leen un pasaje del Éxodo en el que el Faraón racionaliza la represión letal que está a punto de desencadenar contra los hebreos. “Atended pues, seamos sabios con ellos”, se cita. “De lo contrario, pueden llegar a ser tantos como nosotros, y si hay una guerra puede que se unan a nuestros enemigos, peleen contra nosotros y tengamos que dejar esta tierra”. Su idea era tratarlos con inteligencia: primero como mano de obra esclava, seguido después de su asesinato en masa. “Entonces el Faraón ordenó a todo su pueblo: cada niño que nazca entre los Hebreos, que sea arrojado al Nilo”.
Treinta siglos después, similar patrón precedió al Holocausto. “El pueblo judío está en contra de nosotros como enemigo mortal nuestro que es”, declaraba Adolf Hitler en 1922, “por lo cual se opondrá a nosotros para siempre”. Más de 100.000 judíos alemanes habían servido en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial y 12.000 de ellos habían caído en el campo de batalla. Sin embargo, la derrota de Alemania fue atribuida a una “puñalada por la espalda” perpetrada por traidores desleales, especialmente por los judíos. Pero a este libelo sin fundamento de los nazis se añadieron muchos otros, como las grotescas afirmaciones de una pretendida agenda corruptora para Alemania. “Los judíos son responsables del intento de traer negros a la región del Rin con la idea final de bastardizar la raza blanca”, se explayaba Hitler en el Mein Kampf. Estos enemigos tan malvados no demostraban tolerancia ni daban cuartel: “Debemos ser duros y rápidos, o ellos o nosotros”.
Pocas semanas después de su llegada al poder, los nazis lanzaron su reinado del terror que culminaría con la Solución Final. A cada paso, sus crímenes contra los judíos eran descritos como actos de autodefensa. “Los judíos de todo el mundo están tratando de destruir Alemania”, gritaban los carteles del gobierno nazi cuando desencadenaron un boicot de los negocios judíos. “Los alemanes deben defenderse”. En cada edición de Der Stürmer, el periódico nazi publicado durante más de 20 años por el aliado de Hitler, Julius Streicher, una página proclamaba el siguiente lema: “Los judíos son nuestra desgracia”.
A lo largo de los milenios, éste ha sido el modelo para el más virulento y violento antisemitismo. Los judíos siempre fueron representados, contra los hechos y toda lógica, como victimarios. Luego fueron las víctimas de una feroz y sorprendente inhumanidad.
En su magistral historia del siglo XIV, “Una mirada distante”, Barbara W. Tuchman describe con que facilidad, tras el estallido de la Muerte Negra, la peste, se culpó de ella a los judíos, y con qué resultados tan asesinos:
“En las acusaciones de que estaban envenenando los pozos se utilizaba como móvil la intención de matar y destruir a toda la Cristiandad, y así dominar todo el mundo. Los linchamientos se iniciaron en la primavera de 1348, pisando los talones de las primeras muertes por la peste. Los primeros ataques tuvieron lugar en Narbona y Carcasona, donde los judíos fueron sacados de sus casas y arrojados a las hogueras…. Las acusaciones dibujaban una conspiración judía internacional que emanaba de España, con mensajeros procedentes de Toledo que traían el veneno en pequeños paquetes y con instrucciones rabínicas para la dispersión del veneno por pozos y manantiales”.
Los defensores de los judíos, entre ellos el Papa Clemente VI, señalaron que éstas eran unas ideas dementes, pues los propios judíos morían como consecuencia de la peste allí donde esta plaga hacía estragos, y que inclusive la peste azotaba lugares donde no vivían judíos. Sin embargo, tan poderosa era la furia contra ellos, y tan ávido era el deseo y el hambre de creer que eran los culpables de todas las cosas malas que sufrían, que miles fueron asesinados o desposeídos.
El antisemitismo es el odio más antiguo de la humanidad, un trastorno obsesivo irracional, y aparentemente indestructible. Ayaan Hirsi Ali, la activista de origen somalí cuya infancia transcurrió en Arabia Saudita, Etiopía y Kenia, recuerda cómo se la instruyó “prácticamente a diario, que los judíos era gente malvada, los enemigos jurados de los musulmanes, cuyo único objetivo era destruir el Islam”. Ella creció escuchando como los judíos tenían la culpa de todo, desde el SIDA a las guerras, “si alguna vez quisiéramos conocer la paz y la estabilidad”, se le decía, “habría que destruirles antes de que ellos acabaran con nosotros”.
Los que odian a los judíos siempre se presentan a sí mismos como víctimas, y su condición de víctimas les da licencia para perseguir a los judíos. Se trata de un fenómeno tan antiguo como los faraones y tan contemporáneo como Al-Qaeda. Hitler lo llevó a una escala sin precedentes. Sin embargo, mientras que Hitler murió en 1945, el odio genocida dirigido contra los judíos sigue bien vivo.
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