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Decía el gran economista Schumpeter que había cuatro tipos de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina. Sin duda lo dijo antes de que existiese Israel – murió dos años después de su creación–, porque si no hubieran tenido que ser cinco tipos. Israel es una categoría por sí sólo. Dos milenios brindando por “el año que viene en Jerusalén” y emigrando de un sitio para otro de grado y la mayor parte de las veces por ignominiosa fuerza, pero casi nunca a la vieja capital, en donde, por otro lado, a lo largo de todo ese tiempo, nunca dejó de existir una pequeña colonia judía, que tampoco dejó de recibir desde finales del siglo XV pequeños refuerzos no menos forzados, que a lo largo de los cinco siglos siguientes continuaron hablaron en ladino (latino), el idioma que habían traído consigo, el castellano de los Reyes Católicos.
Después de tantos brindis, a los judíos les pilló la fiebre nacionalista que había arraigado en Europa, y tras la última variante de las persecuciones que habían sufrido, los prógroms rusos, por fin sí, se pusieron manos a la obra para tener su estado propio, con el fin de ser como todos los demás pueblos. Se discutió el posible emplazamiento pero hubo pocas dudas. Se trataba de volver al lugar de donde los habían echado los romanos y donde habían tenido una vida protonacional o cuasinacional en el milenio anterior a Cristo, en plena antigüedad, mucho antes de que se inventaran las naciones modernas. De hecho, llevaban ya deambulando por esa zona, denominada Canaán y luego Palestina debido a los filisteos (filistina), desde aproximadamente otros mil años atrás. Por la colina de Sión, en la parte sur del Jerusalén antiguo, de fuerte simbolismo histórico, ese movimiento se llamó sionismo. Un nacionalismo más pero con características únicas: hubo de recrear el territorio, resucitar el idioma, reunir a un pueblo disperso por todo el planeta. No una simple nueva persecución sino un avanzado intento de sistemático exterminio les dio el impulso final.
La creación del estado fue obra de las Naciones Unidas en un caso de rara e inicial unanimidad, porque la URSS estuvo con Estados Unidos, Inglaterra y Francia. El Oriente Medio había pasado tras la primera Guerra Mundial del Imperio Otomano a “mandatos” conferidos por la Sociedad de Naciones a ingleses y franceses. Por aquellos lares, sentimientos nacionales sólo existían en Egipto, pueblo todavía más antiguo que los hebreos, pero con inflexiones en su evolución que habían representado grandes rupturas históricas. No existía por entonces nada ni remotamente parecido a un sentimiento nacional palestino. Eran árabes y a lo sumo se sentían parte de una hipotética Gran Siria. Sus dirigentes no aceptaron compartir territorio con los colonos judíos que llevaban ya más de una generación inmigrando y comprando tierras y la constitución de su estado se convirtió inmediatamente en el 48 en Guerra de Independencia.
Realmente los israelíes nunca han conseguido ser un estado como los demás, porque crear y mantener un auténtico estado moderno en las circunstancias que les han tocado no tiene nada de ordinario
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