Los comedores de hierba nuclear de Irán

SHLOMO BEN AMI/EL PAIS

Tras muchos años de intentos internacionales fracasados para poner fin al astuto intento de fabricar armas nucleares, hoy la cuestión ya no es si Occidente puede prevenir la nuclearización del arsenal militar de Irán, sino si el régimen se desplomará antes. Lamentablemente, si no es así, la única opción para detener al Irán es la guerra y ésta es una opción sumamente mala.

Vale la pena recordar el caso del Pakistán al intentar dilucidar si las sanciones ahora impuestas a Irán le obligarán a abandonar su programa nuclear. En 1965, el ministro de Asuntos Exteriores de Pakistán Zulficar Ali Bhutto hizo la famosa declaración de que, si India, su enemigo jurado, se nuclearizaba, su país “comería hierba e incluso pasaría hambre” para fabricar su propia bomba. Hoy, Pakistán, un Estado casi fallido y al borde de la desintegración, cuenta con más ojivas nucleares que la India.

El régimen teocrático de Irán, inmerso en una lucha titánica por la supervivencia contra lo que considera una alianza contra natura de Israel, el “Gran Satán” americano y un mundo árabe circundante que aborrece sus ambiciones hegemónicas, no renunciará fácilmente a sus ambiciones nucleares. De hecho, las armas nucleares parecen ser la única vía del régimen hacia la autopreservación.

Las revoluciones francesa y soviética nos enseñaron que la exportación de la revolución es una forma de protegerla. Irán lo intentó y fracasó. La casi inevitable caída del aliado más estrecho de Irán en la región, el régimen baazista de Siria, añade simplemente más ansiedades paranoides y hace que la fabricación de una capacidad nuclear parezca tanto más necesaria para su supervivencia.

Los dirigentes de Irán podrían estar dispuestos a dejar que su pueblo “coma hierba e incluso pase hambre” para lograr sus ambiciones nucleares, pero es de esperar que la castigada clase media de Irán no se someta a semejante degradación. El malestar social lleva años acumulándose en Irán y, desde luego, se generó mucho antes de que Occidente se propusiera en serio imponer sanciones económicas y financieras. En realidad, las rebeliones populares en Túnez y Egipto se inspiraron directamente en el movimiento verde de Irán, que surgió con las protestas que siguieron a las elecciones de 2009, antes de sucumbir a una brutal represión gubernamental.

No cabe duda de que las sanciones contra Irán han hecho mella, pero la verdad es que las duras penalidades económicas sufridas por los iraníes de a pie reflejan principalmente el desgobierno económico del régimen y el temor generalizado que la amenaza de guerra por parte tanto de Israel como de Estados Unidos, a veces instigada por la propia retórica guerrera de Irán, ha desencadenado.

De hecho, la economía de Irán es presa ahora de un pánico sobre la guerra. Cuando una divisa pierde el 50 por ciento de su valor en unas semanas, el desplome económico está cerca. A los hombres de negocios les resulta imposible utilizar el rial incluso para las transacciones internas, porque la inflación está aumentando de forma descontrolada. Además, los precios de los productos básicos están poniéndose por las nubes y el coste de los apartamentos pequeños o medianos ha llegado a ser prohibitivo para una clase media gravemente azotada por el desempleo.

La atrasada economía de Irán, cuya tercera parte está controlada por la Guardia Revolucionaria, no puede, sencillamente, ofrecer oportunidades de empleo a las cohortes en aumento de titulados universitarios iraníes, el mismo segmento de la población que derrocó al Sha en su día. El problema se ha agudizado cada vez más, porque el 60 por ciento de la población de Irán ha nacido después de 1979. Además, el rápido crecimiento demográfico y la chapucera política económica han llevado a Irán a depender en exceso de las importaciones de alimentos.

Sin embargo, por asfixiante que sea el efecto de las sanciones, no harán que el régimen abandone su programa nuclear. Lo máximo que podemos esperar es que aumenten las posibilidades de cambio de régimen, al reavivar la protesta popular, lo que desencadenaría una versión iraní de la primavera árabe.

Sin embargo, tal perspectiva puede ser una simple ilusión y, aun cuando estallara el malestar social, la represión podría volver a domeñarlo.

Pero un ataque por Israel o EE UU contra las instalaciones nucleares de Irán sería un error desastroso o, como dijo Meir Dagan, ex jefe del servicio israelí de inteligencia, el Mossad, “la idea más estúpida” posible. Así, pues, es de esperar que la retórica y vulgar manipulación de la memoria del Holocausto por parte del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu no sea sino una estratagema para desviar la atención del mundo del problema palestino, para cuya resolución no ha hecho nada.

Lamentablemente, no podemos descartar la posibilidad de que nada —la diplomacia, las sanciones o la presión para un cambio de régimen— funcione. En ese caso, no deben desestimarse los perniciosos efectos del complejo de Holocausto de Israel. Lo que condujo a Israel a la guerra en 1967 no fue una evaluación sólida de las intenciones de atacar por parte de Egipto, sino el temor a una segunda Shoah.

Sin embargo, un ataque a Irán podría tener precisamente el efecto que Netanyahu intenta evitar. La diplomacia mundial posterior a la guerra podría tener que promover, tal vez con mayor intensidad que nunca, la creación de una zona desnuclearizada en Oriente Medio y, por tanto, abordar las capacidades nucleares de Israel, además del problema palestino, cuestiones que Netanyahu se ha esforzado al máximo para pasar por alto.

Pero, si al final se sigue la vía de la guerra y, después de ella, una vez más la comunidad internacional no consigue pacificar la región más disfuncional del mundo, Oriente Medio recaería en un caos insuperable y mucho más peligroso que la amenaza de una bomba iraní.

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