LA VANGUARDIA
Osama Bin Laden, cabeza visible de Al Qaeda e inspirador de masivos atentados terroristas como el del 11-S en Nueva York o el del 11-M en Madrid, fue abatido el 2 de mayo del 2011 en Abotabad (Pakistán), donde vivía escondido. El próximo miércoles se cumplirá un año de aquella acción, ordenada por el presidente norteamericano Barack Obama, orquestada por la CIA y ejecutada por un comando de élite adscrito a los SEAL. Obama señaló, incluso antes de su llegada a la Casa Blanca, que acabar con Bin Laden era una prioridad absoluta para la seguridad nacional de su país. La acción de Abotabad fue, con las comprensibles reservas, muy aplaudida en Estados Unidos y reportó al presidente una alta cota de popularidad. El mundo -se dijo entonces- será un lugar más seguro una vez desaparecido Bin Laden. Y el goteo de asesinatos selectivos de otros miembros de la cúpula terrorista del fundamentalismo islamista no hizo sino confirmar la respuesta de EE.UU. al terrorismo global que osó derribar las Torres Gemelas y causar tres mil muertos civiles en Nueva York.
Dicho esto, conviene añadir que el peligro que representa Al Qaeda dista de estar erradicado por completo. Esta semana, el FBI se ha visto obligado a manifestar que no se apreciaba ninguna “amenaza específica” en EE.UU. coincidente con el primer aniversario de la muerte de Bin Laden. Pero los aeropuertos de aquel país, también los europeos, han acentuado las medidas de seguridad. Acaso porque la red terrorista mantiene focos en Afganistán, Pakistán, Yemen, Somalia, Mauritania u otros muchos países y porque en paralelo alienta en Europa a lobos solitarios como el autor de los recientes atentados de Toulouse.
Sin embargo, Al Qaeda quizás preocupe hoy a Estados Unidos algo menos que tiempo atrás. Por dos motivos. Uno es su parcial debilitamiento. El otro se debe a que la política exterior estadounidense tiene abiertos muchos frentes, donde sus iniciativas diplomáticas no se cuentan siempre por éxitos. Washington no ha logrado frenar los programas nucleares en Corea del Norte o Irán, ni preservar la paz que tanto le costó edificar en Sudán, ni detener la masacre de población civil todavía en curso en Siria, ni disuadir a Israel para que limite su política de asentamientos en territorio palestino, ni estabilizar las primaveras árabes, iniciadas en el 2011, que fueron precisamente un esperanzador telón de fondo global para la muerte de Bin Laden y ahora evolucionan de modo imprevisible. Esto, en lo tocante a las últimas crisis. En un ámbito temporal más dilatado, la diplomacia norteamericana tiene también mucho trabajo. Porque EE.UU. sigue atrapado en el avispero afgano, porque asiste con la mayor preocupación a la escalada de tensión entre Israel e Irán, que podría agravar muy seriamente la situación en Oriente Medio, y porque el equilibrio con la pujante China supone un desafío complejo y por resolver, que la Administración Obama ha decidido encarar fijando en el Pacífico una de sus áreas de mayor interés estratégico…
Pero aun reconociendo que la emergencia china puede acabar dibujando, a medio o largo plazo, un orden mundial distinto al que hemos conocido en los últimos decenios, EE.UU. conserva hoy por hoy, en buena medida, su poderío económico, su hegemonía y su capacidad de intervención planetaria. La eliminación de Bin Laden fue una buena prueba de ello, quizás la más positiva y llamativa de los últimos años.
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