VICTORIA DANA PARA ENLACE JUDÍO
El jueves 19 de abril culminó, con la presentación de mi novela, un camino largo, plagado de expectativas y sueños no realizados, un proceso de enseñanza a veces desesperante y que deseo, se haya reflejado en los últimos cinco años de trabajo con “Las palabras perdidas”.
Después de escuchar a Alfredo Nuñez Lanz, director de la Editorial Textofilia y las palabras que generosamente “encontró” mi maestro de toda la vida, Miguel Cossio Woodward, y al cabo de una amorosa presentación por parte de mi amiga Erma Cárdenas, escritora de reconocido prestigio, pudimos presenciar, gracias a la magia del teatro y al director Gutemberg Brito, a dos personajes de la novela encarnados en Yolanda Abbud y Denisse Jerade. Blanca Hernández, la protagonista, surgió ante nosotros en un momento álgido, angustioso, de gran sufrimiento y acompañada por la hija, siempre compasiva, a pesar del hartazgo en que la ha sumergido la enfermedad de la madre.
En un principio, fue difícil hablar de la evolución que me llevó hasta ese momento, pero era necesario por varias razones. No sólo estaba presentando la novela, también necesitaba dar a conocer la enfermedad neurodegenerativa que presentaba mi personaje. Algo que me llamó la atención es que, a pesar de escribir acerca de Blanca Hernández de Montijo, no sabía con toda claridad qué la aquejaba. Al igual que el médico en la novela, comprendí que ella no tenía Alzheimer ni tampoco demencia vascular; ninguna otra de las que conocía. Tuve que “diagnosticarla”: a través de la búsqueda en Internet, en libros especializados y platicando con especialistas. Entonces descubrí la demencia de Pick, que afecta en principio el comportamiento y a la conducta, antes que a la memoria. Curiosamente se da más en mujeres que en hombres y en edades adultas tempranas, a diferencia de la mayoría de las demencias que se manifiestan generalmente en la tercera edad. Aprendí, también, la dificultad enorme a la que se enfrentan los médicos para llegar a un diagnóstico, el que sólo se comprueba con toda exactitud, a través del microscopio, en el cerebro de un paciente que ya ha fallecido.
En un inicio, ella procura “esconder” lo que le ocurre. Evita riesgos, escribe letreros, hace mapas para no perderse, utiliza muletillas al hablar; sin embargo, llega el momento en que tampoco esto es suficiente. Hay situaciones que se le escapan de las manos. Episodios que no comprende; otros, simplemente no recuerda que hayan sucedido.
Simultáneamente, a través de su búsqueda en el diccionario, intenta asir la palabra, convertirla en arma contundente, en su única posibilidad de sobrevivir frente a su destino. En medio de su confusión y la pérdida de memoria, Blanca nos va dando retazos de su pasado. El que hubiera querido olvidar y persiste, el que se mezcla con sus miedos y angustias actuales. La historia de sus padres, inmigrantes españoles, su niñez y juventud conflictiva.
Como si fuera el inicio de una teoría científica, traté de responder a la pregunta, ¿qué piensa un ser humano cuando supuestamente ya no piensa? ¿Qué gira en la mente vacía de la protagonista? Siento que sin haber sido planteada como una hipótesis, pude comprobarla gracias a la teoría de la retrogénesis. El descubrimiento de un médico investigador llamado Barry Reisberg, quien ha comprobado que el cerebro se destruye exactamente en el mismo orden en que se desarrolló a partir del momento del nacimiento. Es una vuelta al origen donde la deconstrucción es impresionantemente parecida a la construcción. Eso me pareció lo más difícil: no estaba construyendo un personaje, lo estaba destruyendo. No estaba construyendo una historia, la estaba borrando. Era necesario destruir y volver a construir para comprender lo que Blanca sentía y por lo que había pasado.
La pérdida del lenguaje aunada a la pérdida del pensamiento lógico, hace que retroceda en su tiempo personal, en su cronología, hasta penetrar en un universo paralelo, distinto al nuestro, donde las sensaciones y las emociones son libres, intensas, permanecen suspendidas a flor de piel. Nada las contiene, no hay ya en ella, estructuras de espacio o de tiempo que la limiten e interfieran con esa sensibilidad nueva, reveladora, de gozo infinito.
Finalmente debo decir que esta novela surge de una vivencia muy cercana. Escribo para aprender, dice Clarice Lispector en Un soplo de vida, su última novela, creada en la madurez y a pocos meses antes de morir. Con esa misma intención empecé esta novela Las palabras perdidas: Necesitaba aprender. Entender y asimilar el largo y doloroso acontecimiento por el que había pasado la familia, necesitaba compartirlo, llenarlo de palabras mientras Mary Jerade, mi suegra, perdía las suyas.
Al poco tiempo de su muerte, al lado de su cama, encontré junto a sus amados libros de yoga y sus recetarios de cocina, un diccionario. Seguramente ella llevaba años de no utilizarlo, pero para mí significó mi punto de referencia, una manera muy especial de darle sentido a las palabras…hasta que perdieran el significado por completo.
Escribir para entender con toda humildad, para experimentar el sufrimiento de los otros; vivir mi propio duelo. Este libro es un homenaje en memoria de Mary Jerade y también es un homenaje a su memoria perdida. A la extraordinaria mujer que fue y que dejó de ser mucho antes de morir. Sin embargo, estoy convencida que a pesar de su dificultad para hablar, comer o realizar cualquier acción autónoma, tengo la certeza de que su esencia, su alma, se mantuvo intacta. Eso es lo que debemos rescatar: la dignidad del ser humano que sigue siendo persona, a pesar de la demencia.
Por desgracia, el tema es urgente. El pronóstico para los probables enfermos de demencia es terrible. Se habla de millones de personas que, en cuestión de unos años, probablemente contraigamos el mal de una o de otra manera.
Es necesario comprender, dar a conocer lo que sucederá e imponernos a la tarea de preparar a la sociedad para enfrentarse a esta pandemia del futuro |que, hasta ahora, no es atendida como debiera.
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