Estados mafiosos

MOISÉS NAÍM/EL PAÍS

Siempre ha habido países cuyos líderes se comportan de manera criminal. Y en la mayoría de las 193 naciones del planeta la deshonestidad en el uso de los dineros públicos y la “venta” de decisiones gubernamentales al mejor postor son comunes. La corrupción es la “norma” y nos hemos acostumbrado a que así sea. La suposición de que esto siempre ha sido y seguirá siendo así dificulta captar el ascenso de un nuevo actor en la realidad mundial: los Estados mafiosos.

No son solo países donde impera la corrupción o donde el crimen organizado controla importantes actividades económicas y hasta regiones completas. Se trata de países en los que el Estado controla y usa grupos criminales para promover y defender sus intereses nacionales y los intereses particulares de una élite de gobernantes.

Claro que esta práctica tampoco es nueva. Piratas y mercenarios fueron comúnmente usados por las monarquías y hasta democracias como la estadounidense llegaron a reclutar a la Mafia para alcanzar sus objetivos. La descabellada decisión de la CIA de comisionar a la Mafia el asesinato de Fidel Castro en 1960 es quizás el ejemplo más conocido.

Pero en las últimas dos décadas una serie de profundas transformaciones en la política y la economía mundial han impulsado la aparición de lo que llamo Estados mafiosos. Países en los que los conceptos tradicionales de “corrupción”, “crimen organizado” o de entes gubernamentales “penetrados” por grupos criminales no captan el fenómeno en toda su complejidad, magnitud e importancia. En los Estados mafiosos, no son los criminales quienes han capturado al Estado a través del soborno y la extorsión de funcionarios, sino el Estado el que ha tomado el control de las redes criminales. Y no para erradicarlas, sino para ponerlas a su servicio y, más concretamente, al servicio de los intereses económicos de los gobernantes, sus familiares y socios.

En países como Bulgaria, Guinea-Bissau, Montenegro, Myanmar, Ucrania, Corea del Norte, Afganistán o Venezuela, el interés nacional y los intereses del crimen organizado están inextricablemente entrelazados. En Bulgaria, por ejemplo, Atanas Atanasov, miembro del Parlamento y exjefe de la contrainteligencia, ha señalado que “otros países tienen la mafia; en Bulgaria la mafia tiene al país”. En Venezuela, el exmagistrado del Tribunal Supremo Eladio Aponte ha ofrecido amplias evidencias que confirmarían que altos funcionarios del Estado venezolano son los principales jefes de importantes bandas criminales transnacionales. Ya en 2008, Estados Unidos acusó al general Henry Rangel Silva de “ayudar materialmente al tráfico de narcóticos”. A comienzos de este año, el presidente Hugo Chávez lo nombró ministro de Defensa. En 2010, otro venezolano, Walid Makled, acusado por varios gobiernos de ser el jefe de uno de los más grandes carteles de la droga, dijo al ser capturado que tenía documentos, vídeos y grabaciones que involucran a 15 generales venezolanos, al hermano del ministro del Interior y a cinco miembros de la Asamblea. En Afganistán, Ahmed Wali Karzai, hermano del presidente y gobernador de Kandahar, asesinado en 2011, afrontó constantes acusaciones de estar involucrado en el tráfico de opio, la principal actividad económica de ese país. Según Financial Times, en Afganistán la fuga de capitales a través de billetes transportados en maletas por traficantes y altos funcionarios es equivalente al total del presupuesto nacional.

Esta fusión entre gobiernos y criminales no solo ocurre en países atormentados como Afganistán, fallidos como Guinea-Bissau, o secuestrados por el narcotráfico. Es imposible, por dar otro ejemplo, entender a fondo la dinámica, los precios, los intermediarios o la estructura de las redes de suministro del gas ruso que llega a Europa —vía Ucrania y otros países— sin tomar en cuenta el papel del crimen organizado en este lucrativo negocio. ¿No es ingenuo suponer que las elites gubernamentales de estos países son solo víctimas o espectadores pasivos? Los ejemplos en África, Asia, Latinoamérica, los Balcanes o Europa occidental sobran.

Todo esto apunta a que los Estados mafiosos contemporáneos han adquirido una importancia que nos obliga a repensar las concepciones tradicionales según las cuales el orden mundial está fundamentalmente compuesto por Estados-nación y organizaciones no gubernamentales que operan internacionalmente (empresas, entes religiosos, filantrópicos, terroristas, criminales, educativos…) etc.). El Estado mafioso moderno es un híbrido cuyas conductas y alcances aún no entendemos bien. En gran medida porque todavía no nos hemos dado suficiente cuenta de su existencia.

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