CESAR VIDAL/LA RAZÓN.ES
Hubiérase dicho que tras conocerse los horrores de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto un partido nacional-socialista no lograría jamás entrar en parlamento europeo alguno. Incluso se hubiera podido afirmar que semejante hecho nunca tendría lugar en una nación que hubiera sido ocupada por el III Reich. Las elecciones del fin de semana celebradas en Grecia han desmentido rotundamente ambas suposiciones dejando de manifiesto que en política todo es posible. También todo es mutable. Los nacional-socialistas alemanes fueron ganándose un puesto a dentelladas en la República de Weimar fundamentalmente porque ningún gobierno logró remediar la situación económica. Escuchados inicialmente tan sólo en la católica Baviera, aquellos a los que sus enemigos denominaron nazis en oposición a los sozis, lograron pronto convencer a sectores crecientes de la sociedad alemana de que representaban la única posibilidad de construir un futuro en el que se conjugara la recuperación del orgullo (nacionalismo) con una fraternal igualdad social (socialismo).
Para alcanzar ambas metas bastaba con romper el dogal que significaba el Tratado de Versalles, eliminar la influencia judía y absorber a una izquierda que no tenía visión nacional. La inflación convenció a los alemanes –siguen estando convencidos– de que era necesaria una mano de hierro hasta tal punto que, en 1933, el Zentrum católico y los nacionalistas consideraron que el hombre del momento era Hitler y le entregaron el poder. Las consecuencias de semejante paso marcaron con decenas de millones de muertos la Historia contemporánea. En la Grecia de hoy no hay inflación galopante, ni derrota internacional ni paro descontrolado. A decir verdad, los alemanes de entreguerras se habrían sentido en la gloria en la situación por la que atraviesan los griegos. Sin embargo, el punto de partida psicológico es el que importa y para millones de helenos el sueño europeo de ayer por la noche se ha convertido en pesadilla de recortes.
La gente de Amanecer Dorado ha aprovechado esa frustración para arremeter contra la casta política y los extranjeros. Podían hablar, como Gottfried Feder, de «la dictadura del interés del capital», pero sólo identifican un chivo expiatorio. No les ha ido mal a pesar de su bandera que reproduce el águila del III Reich ocultando apenas la esvástica. Antaño, la democracia cayó por su incapacidad para enfrentarse a retos insolubles. Hoy peligra simplemente porque millones de votantes han decidido cerrar los ojos ante la realidad.
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