EL GLOBALISTA.ITAM
En 1571, apenas cincuenta años después de la caída de Tenochtitlan, circulaba por la Nueva España un grabado titulado Virgen del Rosario. Este marca el inicio de la gráfica iberoamericana en México. Es muy probable que, desde su llegada, los conquistadores trajesen al Nuevo Mundo un gran compendio de grabados, tallados y otras imágenes religiosas. Vinieron acompañados de un lenguaje pictórico con el cual los locales mostraron una gran familiaridad (sólo falta recordar los códices aztecas o las estelas mayas para confirmar que el México prehispánico era una cultura visual, una sociedad gráfica). Los religiosos del siglo XVI reconocieron en los futuros mexicanos el poder de la imagen como medio de educación popular –y harto efectivo- para un pueblo iletrado, y comenzaron un esfuerzo sostenido de creación de un catecismo gráfico. Miguel León Portilla, antropólogo e historiador mexicano del siglo XX, cuenta, entre sus muchos archivos, con una serie de dibujos del siglo XVI titulada “catecismo náhuatl”. Este esfuerzo es quizás el primer ejemplo registrado de la gráfica como medio educativo en nuestro territorio. La gráfica sublimada.
Si nos adelantamos quinientos años, al día de hoy, y pensamos en la historieta mexicana (tataranieto de esta gráfica novo hispana) pensamos en El libro vaquero, La novela romántica y Frontera violenta1 así como en un sinnúmero de comics eróticos. Pero, ¿dónde, en esos quinientos años, se desfiguró el oficio educador del ilustrador? ¿Dónde dejó su responsabilidad social y se degeneró en un mero divertimento? La respuesta la encontramos en el México de inicios del sigo XX, en el México revolucionario que hoy celebramos.
Para el siglo XIX, después de años de evolución e influencia de los estilos europeos –en especial las aucas catalanas, los catchpenny prints ingleses y los canards franceses- en México ya existía una tradición gráfica importante que se encontraba en búsqueda de su propio estilo. En los años veinte, un nuevo espíritu de nacionalismo invadió la gráfica y plantó a las costumbres y tradiciones como parte de la temática central: las calaveritas ilustradas en el mes de noviembre se volvieron algo común, y las ilustraciones de cantinas y palenques dieron fe de una búsqueda de los ilustradores acerca de la identidad nacional, de su identidad. Igualmente, fue en esta época que la gráfica mexicana encontró a un socio ideal: el periodismo político.
En el México del siglo XIX, todo movimiento político tuvo una publicación propia, plataforma y voceadora de su proyecto. Sabemos que en este siglo –por lo menos hasta el Porfiriato- surgieron decenas de movimientos y, por tanto, decenas de periódicos: Hidalgo creó Despertar Americano seguido por el Ilustrador Americano de Morelos y el Verdadero Ilustrador Americano del virreinato; Iturbide voceó su proyecto vía la Gaceta Imperial, combatida por El Hombre Libre de Juan B. Morales; Santa Anna tuvo El Diario del Gobierno; e inclusive los invasores se hicieron de una publicación al llegar a territorio mexicano encarnado en The American Star de los Estados Unidos y El Diario del Imperio de Maximiliano de Habsburgo. Este último fue combatido por los liberales desde la imprenta de La Independencia Mexicana .
A la par de las decenas de periódicos, se dio un verdadero florecer de la gráfica mexicana que, en su versión de caricatura2, fungió como un actor político en toda la extensión de la palabra. La caricatura satírica se convirtió en el azote de Lerdo de Tejada ya que, además de apelar a la élite nacional lectora, fue, por su carácter, accesible a todos los sectores: educados e iletrados por igual.
Quizás el escaparate más conocido e importante de la gráfica de finales del siglo XIX fue El Ahuizote -en sus diferentes encarnaciones- el cual contó entre sus ilustradores al icónico José Guadalupe Posadas. El Ahuizote fue por mucho tiempo el punto de referencia para la gráfica crítica nacional, una crítica brutal y sanguinaria contra el gobierno, una crítica que enfureció a más de un gobernante. Aunque muchos intentaron suprimir a esta publicación, hubo que esperar hasta que la maestría política del entonces presidente Porfirio Díaz encontrara en Rafael Reyes Spíndola un antídoto eficiente contra el azote de El Ahuizote.
Spíndola, oaxaqueño de nacimiento y conocido como el padre del periodismo moderno en México, ganó la aprobación del régimen de Díaz basado en una simple consigna impresa en El Mundo en junio de 1935, y la cual dictaba ver a un buen periódico no como formador de opinión sino como un buen negocio.
Gracias a una estrategia empresarial enfocada en las ventas –aunado al apoyo de un Díaz ansioso por desaparecer a la prensa disidente- El Mundo Diario y El Imparcial del oaxaqueño lograron desbancar y eliminar a los periódicos de antaño, instaurando definitivamente el periódico como negocio, un negocio que no aspiraba a formular crítica social sino únicamente a informar. Adaptándose al nuevo contexto, la gráfica mexicana desvió su atención a las historietas jocosas, simplonas, dejando de lado la sátira política; los ilustradores pasaron de moldeadores de opinión a creadores de entretenimiento. Por primera vez se instituían en México dos periódicos que dejaban de lado la ideología y se enfocaban en el flujo de dinero a través de la venta de información.
Tras la caída del presidente Díaz, y en un irónico episodio de la historia de nuestro país, fue precisamente Spíndola quien volvió, por un periodo, a politizar la caricatura nacional. Éste, junto con el grupo de propietarios de los periódicos –que para este momento ya eran medios masivos- se dedicaron a crear gráfica anti-maderista desde el inicio del movimiento revolucionario hasta la Decena Trágica. El respeto a la libertad de prensa maderista aunado a su físico “caricaturizable”, les brindó a los caricaturistas porfiristas un sinfín de material para ridiculizar al recién establecido régimen. Hoy en día las caricaturas de un Madero miniaturizado e incapaz de llenar los zapatos son de las más icónicas imágenes de la gráfica mexicana.
Conforme el nuevo estado se fue consolidando bajo el mandato de Carranza y luego de Obregón, la gráfica regresó al papel que la había asignado Spíndola, y, hacia 1919, con la fundación de periódicos como El País y El Universal, la gráfica mexicana volvió a fungir como entretenimiento de masas y medios para atraer lectores. En buena parte, esta renovada tibieza política, de la historieta y la caricatura, se debió al gran proyecto educativo revolucionario de José Vasconcelos. Es quizás este mexicano ilustre quien enfriaría el fuego de la gráfica mexicana.
Vasconcelos, visionario mexicano, aspiraba a una nueva clase de arte social y popular destinada a educar, concienciar y definir la identidad nacional. Y, aunque pareciera que la caricatura e historieta congeniaban perfectamente con sus objetivos, en una decisión con tintes de esnobismo, Vasconcelos no reconoció al verdadero medio pictórico popular: la gráfica impresa. En lugar de esta, eligió al muralismo como el medio visual popular revolucionario. En los siguientes años, este proyecto artístico estatal se robó a varios de los grandes ilustradores revolucionarios de la imprenta y los puso frente a los muros del país. Para finales de los años veinte, Rivera, Orozco y Siqueiros dejarían la imprenta y tomarían el edificio público. Al respecto, Siqueiros opinó:
“La gráfica multiejemplar corresponde más a la época presente […] que la pintura mural, como expresión para el arte para las masas […] El Machete [periódico de la época que era mayormente gráfico] nos ponía delante de un nuevo espectador […] las grandes masas obreras, campesinas e indias. En el caso de nuestros frescos […] el espectador no eran las masas populares sino una burocracia de remanentes ideológicos porfirianos y un estudiantado pequeño burgués […]”
Así, con el ímpetu del muralismo estatal, la gráfica impresa, el medio popular más puro, fue delegado a segundo plano y abandonado por su grandes críticos sociales, perdiendo su agenda revolucionaria y volviendo al entretenimiento de masas. Nuestra Revolución Mexicana desperdició la oportunidad de crear un proyecto educativo y social realmente popular y condenó a la gráfica a subordinarse a la empresa asocial. En la herencia de la Revolución,
“…[la historieta mexicana] se desarrolla como un producto gancho para vender más periódicos, y la indudable creatividad que muestran ruinositas y dibujantes está subordinada, en última instancia, a fines netamente comerciales.”
Para la segunda mitad del siglo XX, la caricatura mexicana continuó como medio de entretenimiento masivo. Esta fue la época de Kaliman y de La Familia Burrón así como del legendario Memin Pinguín. Sin embargo, en este mar de gráfica comercial nació un nuevo ilustrador que retoma una agenda más amplia: la educación a través de la gráfica.
Eduardo del Río García, mejor conocido como Rius, se convirtió en el caricaturista más importante e influyente de la segunda mitad del siglo; Elena Poniatowska lo llamó “uno de nuestros grandes maestros, el más amado, el más celebrado”. Con su particular estilo de gráfica, Rius mezcló la historia y los sucesos nacionales con un peculiar sentido humorístico para, al estilo novohispano, educar a las masas. La penetración del michoacano en todo el país fue brutal, “en la provincia, la política llegaba por Rius o no llegaba” – decía el Subcomandante Marcos.
Rius, sin querer, fue durante una época un educador esencial para millones de mexicanos, devolviendo, con su denuncia del autoritarismo, la figura de la crítica a la gráfica mexicana –una gráfica pensada, educadora y con miras sociales. Rius fue quizás quien mejor ha entendido el verdadero potencial de la ilustración en nuestro país. Este maestro de la gráfica, heredero de una tradición centenaria, logra sublimar el arte y llevarlo a nuevos niveles.
En el presente, el 2010 encuentra a un México lleno de problemas como lo son la desigualdad, el resentimiento social, y el acaparamiento de los medios de producción en las manos de pocos. Pero debemos resaltar el problema de la educación, la cual se encuentra en crisis.
El Bicentenario encuentra a un México que, aunque con menos analfabetismo que hace 200 años, sigue sin mayor contacto con el libro. México tiene una población iletrada, con respecto a otros países del mundo.
Aunque cueste, debemos reconocer que el plan educativo vasconceliano que admiramos mucho no logró el cambio deseado. Nos encontramos, nuevamente en una encrucijada histórica donde quizás es mejor paso sea uno tan simple como antiguo: utilizar la gráfica como herramienta educativa para las masas. En dos ocasiones distintas de nuestra historia se ha comprobado la efectividad de esta como canal educativo, y en ambas ocasiones terminamos por barrerlas bajo la alfombra y expulsarlas del debate serio. Nos piden, como generación, la formulación de nuevas propuestas para el cambio; les respondo con una propuesta tan vieja como nuestra sociedad misma: somos una cultura visual, ¡dennos imágenes!
Espero que, en esta celebración reconozcamos los errores del pasado y no permitamos que la gráfica mexicana quede subordinada como un mero entretenimiento; espero que logremos ver su potencial y, como Rius, sublimemos este medio de comunicación. Espero que la gráfica tome su justo lugar en el proyecto educativo de un país de pocos lectores pero apasionados de la gráfica.
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