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La llamaban el “Ángel de la Muerte”. Con apenas 19 años ya mandaba en Auschwitz. Mataba, de media, 30 personas al día. Utilizaba a las prisioneras como objetos sexuales, vejándolas y mutilándolas; torturaba niños… Al mando de 30.000 reclusas alojadas en 62 barracones destinados a acoger solo 3000, le sobraba tiempo para hacer ‘limpieza’.
Principios de 1943. Amanece un día más en Auschwitz II (Birkenau) a unos 40 kilómetros al oeste de Cracovia, el mayor centro de exterminio de la historia del nazismo, en el que se asesinó a entre 1.5 y 2.5 millones de personas. Irma Grese se ha levantado temprano. Tiene apenas 19 años y es hija de Alfred Grese, un lechero disidente del Partido Nazi, y de Berta, una mujer que se suicidó cuando Irma tenía 13 años, en 1936, dejando huérfanos a ella y sus tres hermanos: otra niña y dos niños.
La joven posee una excepcional belleza física, de la que es consciente y está orgullosa. Inspecciona su rostro en el espejo, ni un pelo fuera de lugar. Tras la guerra sueña con ser actriz. Ahora, el uniforme, las botas altas, una pistola y un látigo de trenza de celofán, hecho especialmente para ella. Antes de salir, apaga una pequeña lámpara de noche. Tiene tres del mismo estilo. Piezas únicas, sin duda. Sus pantallas están hechas de piel humana, concretamente de tres prisioneras judías, despellejadas por ella misma. Entonces, sí, Irma Grese, la bella bestia, el ángel de la muerte, la perra de Belsen nombres por los que aún hoy se la conoce, está lista para un nuevo día.
Sale al aire frío de la madrugada hacia la entrada del campo para dar la bienvenida a otro cargamento lleno de «basura humana»: judíos, esclavos, gitanos, homosexuales y demás prisioneros de guerra. Asustados y agotados, ninguno puede imaginar que tras su rostro angelical se esconde el terror más sanguinario.
Nacida el 7 de octubre de 1923, Irma Grese dejó la escuela a los 15 años debido al poco empeño puesto en los estudios y a sus intereses fanáticos, como participar de la Bund Deutscher Mädel (Liga de la Juventud Femenina Alemana). Lejos de los estudios, desempeñó pequeños y efímeros trabajos en una granja, en una lechería y en un sanatorio de las SS, en el que trabajó dos años e intentó, sin éxito, graduarse como enfermera.
Eran ya los tiempos de la guerra y en Alemania, como en todos los países involucrados en el conflicto, los brazos masculinos no abundaban: la mayoría estaban en el frente de batalla. Entonces, en 1942, la Oficina del Trabajo del Tercer Reich envió a Grese a trabajar en el campo de concentración de Ravensbrück, en donde empezó con tareas administrativas elementales. Allí experimentó una transformación significativa. Años después, durante los juicios a los criminales nazis, su hermana Helena relató que, mientras Irma trabajó en Ravensbrück, la vio solo en una ocasión, cuando fue a visitar la casa familiar durante un permiso.
El padre de ambas se disgustó muchísimo al ver cómo su hija se pavoneaba en uniforme de las SS. La joven odiaba ser la hija de un lechero y se había adherido con fervor a la causa. Ahora se tomaba su trabajo con mucha seriedad y un gran sentido de la responsabilidad. Un trabajo del que su Führer estaría orgulloso si la conociera personalmente y que la llevó a realizar un ascenso meteórico, enviada primero al campo de Bergen-Belsen cerca de Hannover y finalmente a Birkenau, tras un breve regreso a Ravensbrück cerca de Berlín. En Auschwitz permaneció hasta el final de la guerra. Con 19 años era la más joven de las supervisoras del campo. Las supervivientes Gertrude Diament e Ilona Stein confirmaron en su testimonio que «Grese era la responsable de la selección de mujeres para las cámaras de gas en Auschwitz». Debido a sus dotes de mando, su gran apoyo a la doctrina nazi y su especial crueldad, pronto fue nombrada encargada superior y responsable del campo C, con 30.000 prisioneras alojadas en 62 barracones destinados a acoger un máximo de 3000.
La rueda del sufrimiento, de todo tipo de atrocidades y de la muerte no daba tregua. El campo estaba sobrecargado y habría que limpiarlo constantemente, para lo cual Grese se empleaba a fondo. Vencidas por el miedo, algunas prisioneras se escondían debajo de sus camas para intentar pasar inadvertidas. Grese las encontraba a todas, y a golpes las arrastraba de nuevo a la fila, donde muchas veces recuerda Klara Lebowitz las dejaba horas de pie o de rodillas, con pesadas piedras sobre la cabeza. En tanto, continuaba con la selección de aquellas que todavía conservaban algo de su belleza natural. Esas eran las candidatas con más posibilidades para ser elegidas por ella como blanco de sus fechorías.
Disfrutaba pegar con su látigo a las prisioneras en sus pechos; algunas de ellas, hasta la muerte. Gisella Perl, médico de los prisioneros, confesó: «Grese gustaba de azotar con su fusta en los senos a jóvenes bien dotadas, con el objeto de que las heridas se infectaran. Y cuando esto ocurría, yo tenía que ordenar la amputación del pecho de la prisionera, que se realizaba sin anestesia. Entonces, ella se excitaba sexualmente con el sufrimiento de la mujer». Grese, en efecto, utilizaba a las prisioneras como objetos sexuales, practicando todo tipo de mutilaciones y vejaciones para satisfacer sus propias fantasías eróticas y sádicas.
Mantenía relaciones con hombres y mujeres por igual… y no dudaba en hacerlo con prisioneros. Otras supervivientes, Isabella Leitner y Olga Lengyel, revelaron que «Irma Grese tenía aventuras bisexuales y en los últimos tiempos había mantenido romances homosexuales con algunas internas. Cuando se quedaba embarazada de algún hombre, recurría a otro prisionero un médico húngaro para que le practicase un aborto». Olga Lengyel ha asegurado también que Grese mantuvo relaciones con los SS Joseph Mengele y Josef Kramer.
Otros testigos contaron a su vez que una de sus especialidades era echar perros hambrientos sobre sus víctimas para que estos las devoraran. Así lo confirma la prisionera Luba Triszinska: «Cuando las mujeres caían, rendidas por el trabajo, Grese no lo dudaba y solía lanzarles sus perros. Muchas no sobrevivían a estos ataques». Varios testimonios relatan también que a Grese le encantaba dar palizas sádicas con su famoso látigo.
«Ella hacía deporte con los internos cuenta Helene Klein, obligándolos a hacer flexiones durante horas. Y cuando alguien se paraba, agotado, ella lo golpeaba con su fusta de equitación». También disfrutaba matando a las reclusas a sangre fría con un solo tiro. Y muchos afirman haberla visto torturando a niños. No se sabe realmente cuántas muertes causó Irma Grese a lo largo de su terror y dominio en los campos de concentración nazis, pero se cree que como media fueron unas 30 muertes por día. «Treinta, por lo menos», subraya Helene Kopper.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los Aliados llevaron a numerosos criminales de guerra nazis ante los célebres tribunales de Nüremberg y Lüneburg. Casi todos los procesados eran hombres. Entre ellos, una de las pocas mujeres enjuiciadas y condenadas por crímenes contra la humanidad fue la propia Irma Grese, detenida por los soldados ingleses el 15 de abril de 1945. Durante su juicio, entre septiembre y noviembre de aquel mismo año, negó todas las acusaciones, pero jamás renegó del nazismo ni de su ideario. De hecho, en su celda mataba el tiempo cantando himnos de las SS. Finalmente, fue condenada a la horca y ejecutada el 13 de diciembre de 1945, en Hamelín, Alemania, colgada a manos del verdugo británico Albert Pierrepoint, al que Grese dirigió sus últimas palabras: «¡Rápido!». El ángel de la muerte tenía apenas 22 años al morir: fue la más joven condenada a muerte por las leyes británicas en el siglo XX. Una corta vida, aunque lo suficientemente larga como para convertirse en el espejo de lo peor y lo más oscuro de la humanidad.
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