ESTHER CHARABATI
“Estoy aburrido” es una expresión que podría definir el estado de ánimo predominante en nuestra época, a pesar de que, en su ambigüedad, acoge los distintos elementos que se le han atribuido a lo largo de la historia: tedio, tristeza, decepción, desinterés, insatisfacción, duelo, hastío, sentimiento trágico de la vida, depresión, miedo al vacío, desesperación, fastidio, angustia.
No obstante los pocos estudios realizados sobre este fenómeno, parecería que puede abordarse desde dos perspectivas: la psicológica, que explicaría el aburrimiento como sentimiento individual, y la sociológica, que parte de las condiciones externas que generan dicha sensación en los individuos.
En su análisis, G. Rogoff afirma que el cambio radical se da durante el siglo XVIII, con la urbanización y el ascenso de la burguesía, no sólo como clase sino como forma de vida. Lo que antes era considerado un “dolor del alma” con una causa externa, se convierte en “enfermedad del alma”, cuyo origen no se encuentra en el exterior, sino en una forma de relacionarse con el mundo. En otras palabras, el mundo no “es” aburrido, ni nosotros tenemos tendencia al aburrimiento, sino que éste es el resultado de nuestra interacción con el mundo.
Durante mucho tiempo se consideró que aburrirse era una consecuencia de la riqueza: los que todo poseen, aquellos que han agotado sus deseos por haberlos satisfecho o los han cancelado porque no representan ningún esfuerzo, son víctimas seguras de este mal.
Hoy sería difícil sostener esta tesis, pues el aburrimiento se ha ido filtrando por las distintas capas de la sociedad a medida que todos vamos adoptando una relación utilitarista con el mundo, con las cosas e incluso con las personas. Cuando el otro o lo otro sólo significa algo para mí en términos pragmáticos, deja de ser misterio y presencia: cuando la belleza de las flores sólo está vinculada con la posibilidad de ponerlas en el jarrón de mi casa, cuando los perros son exclusivamente seres que estorban el paso de mi auto, cuando estoy con personas que me son útiles para lograr un objetivo, cuando la visita a un museo es una línea más en mi currículum social, mi relación con el mundo se deteriora dejándome una sensación de vacío.
Incluso aquellos entusiastas que creen buscar relaciones significativas e intensas con las personas y con el mundo, de pronto se enfrentan a esa sensación de monotonía, de insuficiencia; a esas ganas, como decía Sabines, de “que se caiga el techo, pero que pase algo”; a esa duda respecto a si la vida merece ser vivida; a esa convicción de que no existen personas inteligentes, libros que merezcan ser leídos, experiencias que justifiquen el esfuerzo. De pronto, se hunden en el agujero negro del aburrimiento que parece no tener fin.
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