LA RAZÓN .ES
¿De qué hablaban los hombres en la Segunda Guerra Mundial? ¿De la familia que habían dejado atrás? ¿De la esperanza en un futuro mejor? ¿De cómo sería el porvenir que les aguardaba? No. Los hombres, en la guerra, hablaban de otras cosas: contaban lo que habían visto, lo que habían hecho y lo que les habían hecho; hablaban de la lealtad, hablaban de sexo, de mujeres.
Así lo demuestra el excelente libro «Soldados del Tercer Reich», de Sönke Neitzel y Harld Welzer, en el que los autores analizan las conversaciones que los alemanes mantuvieron entre ellos mientras fueron prisioneros de guerra de los ingleses: relatos que son un testimonio de la brutalidad, de la dureza y de la frialdad con que se vive una guerra en el frente día a día. Tanto Neitzel como Welzer sabían que el Ministerio de Guerra Británico se había valido de esas conversaciones para obtener importante información bélica. Sabían, también, que éstas habían permanecido guardadas bajo llave durante años. Pero fue Neitzel, profesor de Historia Moderna y Seguridad Mundial en la Universidad de Glasgow, quien las encontró en el Archivo Nacional británico en 2001 y decidió hurgar en ellas.
50.000 folios
La información, que era obtenida por la sección «Inteligencia humana», se había hecho pública en 1996. Era fruto de las conversaciones que diez mil prisioneros alemanes y quinientos italianos habían mantenido durante un lapso de tiempo que va desde 1939 hasta 1945. Todo el material transcrito alcanza un total de cincuenta mil folios. Para conseguir semejante información, los servicios secretos se valían de diversos trucos: agrupaban a los soldados de acuerdo a sus rangos, a pesar de que pertenecieran a unidades distintas, y los dejaban hablar libremente: eran hombres recién apresados, habían estado a punto de morir y sentían la necesidad urgente de contar sus experiencias.
«A mí no me gusta el bombardeo de noche –explica un aviador–. Cuando uno vuela para allá de noche, no sabe exactamente dónde está; y si lo derriban, no sabe dónde cae». Según señala Welzer, que trabaja como profesor de Psicología social en la Universidad de St. Gallen, hay una combinación de muchos temas: la guerra, los soldados enemigos, los jóvenes, la música, la estepa rusa, los crímenes de guerra, la admiración. Sin embargo, aunque no estén relacionados entre sí, los temas empiezan a unirse azarosamente, sin un hilo conductor.
«Hicieron reunirse a la población –indica otro combatiente, recordando el comportamiento de la Wehrmacht–, dijeron que iban a repartir alimentos y se pusieron a disparar contra ellos. Eso nos lo explicaron los soldados mismos, las barbaridades que habían hecho». Los relatos, por momentos, resultan escalofriantes a pesar de que han pasado más de 60 años. Pero las personas no conversaban para intercambiar información; lo hacen para narrar su experiencia sin filtros, para identificarse con un mismo mundo. En este caso, la guerra.
«Me llamaban “el sádico”»
La brutalidad de lo que narran, dentro de ese contexto, puede resultar bastante normal, lo cual demuestra el espacio que la muerte ocupaba para los soldados: en sus relatos, se refieren a ella como se refieren a los aviones, las bombas, los radares. «Como te digo –afirma un piloto alemán–: me he cargado a un montón de gente en Inglaterra. En nuestra escuadrilla me llamaban “el sádico”. Me lo cargaba todo: autobuses en las calles, trenes de civiles en Folkestone. Teníamos órdenes de machacar las ciudades. Yo disparaba contra todos y cada uno de los ciclistas».. Están amparados por ese marco brutal de referencia y por una confianza ciega en su líder. Hitler, de hecho, es el nombre que más se oye en las conversaciones.
Sólo así, concluyen los autores, es posible comprender por qué los soldados alemanes, durante cinco años, libraron una guerra de una crudeza desconocida hasta entonces y provocaron una erupción de violencia que causó la muerte de 50 millones de personas. La versión del libro, en ese sentido, aparece como una respuesta fiable: es la declaración de unos cuantos hombres que vivieron la guerra desde dentro, que la vieron con sus propios ojos y la contaron, según sus palabras.
«Simplemente, le descerrajaron la cabeza»
Uno de los testimonios que sobresale entre este abundante material es el del teniente general Heinrich Kittel, antiguo comandante de Metz. En diciembre de 1944, narra el asesinato de varios letones frente a una fosa. «Arriba se pusieron en el margen y les descerrajaron la cabeza, simplemente, y aquellos se cayeron hacia delante, al interior de la fosa. Luego veinte hombres, los liquidaron de la misma manera», describe Kittel. Anteriormente, había estado en Dünaburg, habían sido asesinados 14.000 judíos.
El avión de Leslie Howard, abatido
El día 1 de junio del año 1943, el exquisito e impecable actor de cine nacido en Londres, Leslie Howard (la famosa estrella tanquerida en el Hollywood dorado que, entre otros papeles, encarnaría en 1939 a Ashley Wilkes en la mítica «Lo que el viento se llevó», de Victor Fleming, así como «Intermezzo», «Pygmalion», «Sangre, sudor y lágrimas», «Siempre Eva», «Romeo y Julieta» y «La pimpinela escarlata», uno de sus mayores éxitos profesionales), viajaba de Lisboa a Bristol en un vuelo de KLM. Pero el aparato fue derribado mientras volaba sobre el golfo de Vizcaya. Los soldados también hablaron de este trágico episodio: «A lo que nos pasaba por delante de la escopeta, le disparábamos –relatan precisamente quienes abrieron fuego sobre el avión de pasajeros en el que se encontraba el intérprete–. Dentro iban toda clase de piezas mayores; había diecisiete hombres: cuatro tripulantes y catorce pasajeros que venían de Lisboa. Entre ellos –prosiguen– estaba también un famoso actor inglés: Leslie Howard. La radio inglesa lo anunció por la noche», añaden sin demostrar ninguna emoción especial por aquel terrible suceso. El artista solamente tenía cincuenta años cuando falleció.
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