ARNOLDO KRAUS/ EL UNIVERSAL
Entre precio y dignidad hay una distancia insalvable. Aunque no son antónimos, la brecha entre ambos impide, bajo cualquier óptica, empezando por la ética, algún encuentro. Buena parte de la zozobra contemporánea, de la imposibilidad de conciliar ideas, y de los conflictos que asfixian al mundo proviene de la incapacidad de quienes manejan el poder, políticos y banqueros a la cabeza, para comprender el abismo que hay entre precio (valor, costo, monto) y dignidad (pundonor, honra, amor propio).
Ponerle precio a la honra de las personas o de los pueblos es imposible. Deshonrar a cambio de un monto es erróneo. Se necesita demasiada contumacia y tozudez para no entender los irreconciliables lenguajes entre precio y dignidad. Desde la ética, la apuesta es doble; ¿es factible modificar la enlamada y aborrecible mentalidad de políticos y banqueros?; en caso de ser afirmativa la respuesta, ¿cómo reconstruir, después de “demasiados años”, la autoestima de comunidades y personas mancilladas? Emmanuel Kant explica la incompatibilidad entre precio y dignidad.
Dice el filósofo alemán que “todo tiene un precio o dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, tiene una dignidad”. La dignidad es cualidad humana. La dignidad nos distingue de las cosas y de los animales, lo cual no implica que los últimos carezcan de derechos y los humanos de la obligación de respetarlos. Tasar la dignidad no es posible. Tampoco es factible sustituirla. Arropados por la máxima kantiana es dable comprender los incontables traspiés que nos abrasan.
La visión pragmática de políticos, empresarios y banqueros se opone al ideario de la ética, de la filosofía moral. Tasar en lugar de apreciar. Comprar, sobornar o poner precio a las personas en vez de mejorar la autoestima. El intríngulis, sobre todo en los países pobres, es insalvable. Entre más se incrementa la distancia entre ricos y pobres, menor la posibilidad de amalgamar ética (dignidad de la persona) y poder (toda persona tiene un precio). La realidad es demoledora: El pragmatismo de los poderosos se opone y triunfa ante las necesidades de los pobres. Un ejemplo mexicano.
En tiempos de elecciones, la maquinaria política, dependiendo de su capacidad, rapacidad y experiencia, por medio de incontables mecanismos, compra a las personas. Despensas por votos, acarreos por computadoras, láminas para casas por aplausos, leche por porras, mentiras por ilusiones, sobornos por hambre, abrazos por carencias, cemento por desesperación, camisetas por necesidades. Comprar sin miramientos es la consigna que rige durante las campañas políticas. Olvidar sin miramientos es atributo y condición de los políticos.
La vulnerabilidad económica, salubre y habitacional, entre tantas lacras, es el factor subyacente que permite “ese comprar” sin miramientos. Vulnerabilidad, supervivencia en casos extremos, implica fragilidad. Las apuestas del poder se dirigen precisamente a esa fragilidad, cada vez más presente en la cotidianeidad de las “personas comprables”. Ante la avasalladora maquinaria de políticos y banqueros, individuos y sociedad hemos perdido. Retomar el “camino kantiano” debería ser la apuesta. ¿Es posible?
La respuesta es no. Los políticos no regresan a los sitios donde prometieron, los banqueros siguen navegando como si nada sucediese: los suicidios por culpa de banqueros y políticos en Argentina o en Grecia, nada significan; ambos, en la mayoría de las latitudes, no sólo mantienen vínculos irreductibles, los fomentan y engrandecen. La respuesta, me repito, es no. Ni unos ni otros leerán a Kant -no pueden, no saben cómo-, no se someterán a un eticómetro, es decir, un instrumento que “mida el comportamiento ético”, y nunca modificarán sus conductas.
La dignidad humana carece de precio, explica Kant. Los seres humanos, a diferencia de las cosas, son irremplazables, agrega. Una pelota extraviada se puede suplir por otra. Una vida perdida no tiene como sustituirse. Lo material se compra. Lo humano no debería estar a la venta. No hay dos seres humanos iguales.
Para quienes detentan el poder, esas ideas carecen de significado. Las personas sirven si son útiles. Después, cuando dejan de serlo, pierden interés, dejan de ser personas. Son reemplazables, desechables, olvidables. En uno de sus cuentos del padre Brown, Chesterton reflexiona sobre la importancia de ser alguien y ser nadie. “¿Está seguro de que nadie ha pasado por aquí?”, pregunta el detective. “Nadie, señor”. A la segunda inquisición, el interpelado responde: “Bueno, solamente el carbonero, el limpiador de chimeneas. O sea, nadie”.
“Basta de promesas, queremos realidades”, decía un graffiti escrito durante el mayo francés de 1968. Basta de tasar a las personas, urge dignificarlas, podría ser el lema de cualquier campaña dirigida contra la dupla políticos-banqueros. La distancia kantiana entre precio y dignidad es tan amplia como la distancia político-banquera entre ética y olvido.
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