VIVIAN SAADE
Frases como “hijos chicos, problemas chicos” o “la adolescencia es una enfermedad que se cura con el tiempo” son parte del mito que ocasiona que los padres veamos la adolescencia de los hijos como una etapa verdaderamente aterradora. Sin embargo; nada determina que en todos los casos tenga que ser así.
Es cierto que la adolescencia es una etapa en la que los hijos presentan muchos cambios; que aquellos niños dulces y obedientes en ocasiones se vuelven huraños, contesten con monosílabos, eviten demostraciones de afecto en público, se aíslen en sus cuartos, se mantengan conectados con sus amigos por medio de las redes sociales y demanden privacidad la mayor parte del tiempo. Sin embargo, estos y otros comportamientos más son predecibles y de alguna manera deberían ser deseables. Algunos de los lectores se escandalizarán con estas líneas, pero si entendiéramos la función de la adolescencia dentro del esquema de madurez, nos daríamos cuenta de que lo que afirmo no es tan provocador como se lee.
Cada etapa de desarrollo tiene su razón de ser y, así como esperamos que los niños en la primaria hagan amigos, adquieran hábitos de estudio y aprendan a lavarse los dientes sin necesidad de recordárselos eternamente; en la adolescencia esperamos que los jóvenes se autoafirmen, es decir: que formen un “yo” diferente al de sus padres (a quienes hasta ese momento habían estado tan ligados), que emprendan su búsqueda de autodefinición y autonomía, tanto emocional como intelectual.
Los adolescentes nos piden a gritos que no los juzguemos por querer estar todo el día con sus amigos, escuchando música o encerrados en sus cuartos; nos ruegan por que no los regañemos por no tener el mismo estado de ánimo que los demás miembros de la familia en una experiencia que para nosotros es increíble; nos suplican que los dejemos quedarse callados cuando estamos en una comida familiar y los tíos insistan en sacarles plática.
En pocas palabras, nos piden respeto y empatía por los cambios que están sufriendo y que ni ellos mismos entienden. Lo único que entienden es que se la están pasando un poco (o un mucho) mal y que de momento no saben qué necesitan, pero les queda claro que los regaños, incomprensiones y juicios de los padres, no.
Además de la autoafirmación, que también podríamos llamar crisis de oposición, los adolescentes presentan algunos otros cambios, como son:
•Desarraigo emotivo: sensibilidad a flor de piel en ocasiones e insensibilidad en otras. Las hormonas tanto en
los hombres como en las mujeres están alteradas y es por eso que pueden pasar por varias emociones en un corto
lapso de tiempo, pidiendo abrazos en un momento y rechazando todo tipo de contacto un minuto después.
•Imaginación desbordada: imaginan que pueden hacer muchas actividades y ser los mejores, pero pocas veces se
levantan del sillón en el que se encuentran soñando.
•Narcisismo: pasan mucho tiempo viéndose al espejo, le conceden extremada importancia a su físico, se obsesionan por un barrito en la nariz, por la manera en que se les ve la ropa, por estar gordos o delgados; quieren ser y verse “perfectos”, aunque su canon de perfección generalmente no sea el mismo que el nuestro.
•Crisis de originalidad: se da tanto en lo individual como en lo social.
En lo individual: su afirmación personal que consiste en un gusto por la soledad, el secreto, la originalidad
al vestir, hablar o pensar (aretes, pelo largo, negación de Dios, pantalón bajo, hablar con groserías etc.)
En lo social: se rebelan a los sistemas de valores de los adultos y a las ideas que han recibido desde niños. Buscan a toda costa o de forma obsesiva la aceptación de su grupo de amigos o de los jóvenes de su círculo social, siendo muchas veces ellos a quienes recurren cuando necesitan consejos o apoyo.
Todo esto les provoca sentimientos reales que se manifiestan en:
•Inseguridad: sufren a causa de sus propios cambios físicos, que no siempre van a la par con su crecimiento
emocional. La pubertad o la madurez física siempre llega antes que la emocional, por lo que a veces se
encuentran con un cuerpo de adulto que no corresponde a su mente. Esto puede ocasionar que no se reconozcan y
que desarrollen una fuerte falta de confianza en sí mismos.
•Angustia: por un lado, los padres le piden que actúe como adulto (con responsabilidad) y por otro se
les trata como niños: se les prohíbe vestir como quieren, se reglamentan sus salidas y en ocasiones sus
amistades; por lo que se encuentran en una frustración constante.
Estos sentimientos de inseguridad y angustia los hacen retraerse o ser agresivos, tener miedo al ridículo y tener actitudes de depresión generalizada.
Por ello, las malas contestaciones, la cólera, irritabilidad, la propensión a la violencia y las reacciones desmedidas con los hermanos, amigos o padres son frecuentes.
Entendiendo todo esto, sabremos que lo que los adolescentes necesitan es comprensión, acompañamiento, límites claros en los aspectos relevantes y tolerancia en los no tan relevantes, empatía y amor; que intentemos ponernos en sus zapatos, sentir lo que ellos sienten y darles el espacio suficiente pero sin alejarnos por completo para evitar que se sientan abandonados.
En la adolescencia los padres ya no fungen necesariamente como ejemplos. Como la necesidad de individualización de los jóvenes es más fuerte, lo que buscan es precisamente alejarse de esa imagen para encontrar la propia. Por lo mismo, acercarse de manera respetuosa, confidente y cercana creará las condiciones necesarias para establecer un vínculo amistoso y armonioso que les permita transitar por esta época sin “morir en el intento”.
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