ESTHER CHARABATI
Después de protagonizar el cuento de hadas y de ver cómo el malvado marido (o la miserable esposa) asesina al maravilloso ser de quien nos enamoramos (y que era él mismo), a veces cancelamos la posibilidad misma del amor.
La palabra suena bonito, las parejas de tórtolos nos causan envidia, nos estorba tanto espacio en la cama, pregonamos nuestra aspiración de tener pareja…pero cada vez que alguien se cruza en nuestro camino, preferimos no reconocerlo. Así mezclados, miedo y deseo nos paralizan o nos hacen ir de un error a otro sin que descubramos el motivo de tanto fracaso.
El amor duele, es un hecho, pero también deleita. ¿Quién está dispuesto a privarse de la dicha de amar por el posible –o ineludible- sufrimiento que implica? Sólo aquél que haya decidido conformarse con una vida a medias, sin riesgos y sin gozos.
Cada vez que nos enamoramos, nuestra vida recibe una sacudida tal que ya nunca podrá recuperar la estabilidad anterior; porque el amor nos transforma. Sólo entonces, como dice Lacan, damos lo que no tenemos. Nos volvemos estudiosos, sencillos, generosos, amables, bellos, alegres y temerarios para ser dignos del ser amado. Él no exige, pero todo nos parece poco cuando se trata de complacerlo. El amor, en realidad, contiene y supera a todas las virtudes, porque cuando amamos no necesitamos reglas ni consejos, somos buenos naturalmente.
Tal vez tememos expresarlo: preferimos un amor silencioso y sobreentendido. Pero el amor que no se expresa, que no se expone, que no se arriesga, no es. Además, el amor libera: nos da la fuerza necesaria para abandonar rutinas y prejuicios, para romper con ideas que no sosteníamos pero aceptábamos. Porque sólo siendo felices adquirimos el valor y la energía necesarios para enfrentarnos a nuestros propios fantasmas, para contemplarnos ante el espejo y permitir que emerja otro yo más valiente, decidido a afrontar cualquier peligro para conservar el estado de felicidad que hemos descubierto y que no estamos dispuestos a abandonar.
Es tan intenso el gozo que nos proporciona el amor, que a veces sólo la esperanza de encontrarlo un día nos mantiene lejos de las aguas de la resignación. Aunque hayamos perdido el amor, aunque de momento no seamos capaces de darlo ni de recibirlo, seguimos en la orilla, soñando con el instante en que nuestra mirada y nuestra voz encontrarán sus pares.
Haber amado prefigura el amar de nuevo, pues significa que tenemos la capacidad de entrega y de goce necesaria para el intercambio. Aquellos que han amado pueden dormir tranquilos con la seguridad de que, si se atreven, amarán de nuevo.
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