EL PAÍS
La mañana ha amanecido soleada en Jerusalén. Desde Yemín Moshé, el barrio elegido por David Grossman para charlar de su último libro, se divisa la muralla de la Ciudad Vieja, el muro de hormigón que separa a israelíes y palestinos y el lugar en el que según la Biblia Jesús cenó por última vez. Grossman llega a su hora. Es un hombre tremendamente vitalista, que habla con pasión de su escritura, de la muerte de su hijo Uri en la guerra de Líbano, del uso y del abuso de la memoria del Holocausto y de qué significa ser judío hoy en el mundo. Reflexiona con la misma minuciosidad con la que en su nuevo libro disecciona la muerte y la colección de sentimientos que afloran en los procesos de duelo. Más allá del tiempo es un texto en prosa poética. “Él ha muerto, pero su muerte no ha muerto”, escribe Grossman.
Cuenta Grossman (Jerusalén, 1954) que Más allá del tiempo nace de dos necesidades contradictorias. “Por un lado, necesitaba no ir al corazón del dolor. El ser humano quiere recuperarse, sobrevivir. Pero por otro lado sentía la necesidad de ir allí y me hubiera sentido un verdadero cobarde de no haberlo hecho. Toda mi vida he intentado entender las cosas que pasan a través de la escritura y pensé que esto no iba a ser una excepción”. Enemigo declarado de los lugares comunes, a Grossman le obsesionan los matices. Se esfuerza en nombrar la pequeñez, el detalle, la última arista del sentimiento más escondido. “Escribo para reconquistar los matices. Tantas cosas en nuestra vida las formulan clichés y frases hechas. Es un insulto a nuestra necesidad de complejidad y contradicciones”. La prosa poética que Grossman elige en su nuevo libro intensifica de alguna manera el peso y la profundidad del texto. “Me senté a escribir prosa y me encontré escribiendo poesía. Cuando la muerte golpea, se rompen todas las reglas. Mi mujer dice que lo hice así porque la poesía es la fuente más cercana al silencio. Para mí ha sido algo casi físico, ha sido como si alguien me hubiera cogido la muñeca y me la hubiera llevado al principio de la línea siguiente”.
“Tener paz solucionará los problemas políticos, económicos o territoriales, pero lo más importante es permitirnos ser parte normal del mundo”
Antes de sentarnos a conversar, hablamos por teléfono varias veces. Grossman dijo que prefería dejar de lado la política durante la entrevista y hablar solo de literatura. No fue capaz. Es tal vez a su pesar un animal político; un escritor que se implica en lo que le rodea. Un hombre al que hasta hace poco se le podía ver los viernes en las manifestaciones que la micro extrema izquierda israelí organiza en contra de la expulsión de familias palestinas de Sheik Jarrah, un barrio de Jerusalén oriental. Un hombre que cuando aterrizan en Israel amigos suyos como Paul Auster o Ian McEwan ejerce de cicerone político y les lleva donde el Gobierno israelí nunca les llevaría, a enseñarles la cara menos amable de la política de su Gobierno. La forma de actuar de sus gobernantes no le gusta, entre otros motivos, porque piensa que pueden acabar llevando al país a una nueva guerra, esta vez con Irán. Desde fuera, cuesta entender cómo la población israelí, harta de conflicto, acepta sin apenas rechistar unos planes bélicos de consecuencias incalculables. “Tenemos unos líderes que son unos maestros a la hora de explotar nuestras ansiedades. En empujarnos hacia el rincón más traumatizado de nuestra psiquis nacional. El discurso de Netanyahu en el día del Holocausto fue un discurso de guerra. Ya no puede echarse atrás”. “Nunca había sido tan intenso, lo hizo en pleno corazón de la herida judía y dijo que no debemos permitir que la historia se repita y lo hizo con una actitud determinada y beligerante. Puede que veamos una situación en la que Netanyahu para evitar una shoah cree otra shoah”. Mientras el mundo entero ve a Israel como una gran potencia militar, muchos israelíes abordan el futuro desde el miedo y la fragilidad. Temen que su país deje algún día de existir. “Lo que se ve en la televisión son los tanques, los aviones, las declaraciones beligerantes. Esa es la cara exterior, la interior es muy frágil. Fragilidad, falta de confianza, trauma. Somos un pueblo traumatizado, por la shoah y las guerras”. Y enseguida matiza: “Estoy en contra de que Israel ataque Irán, pero no podemos ignorar las declaraciones iraníes de querer borrar a Israel del mapa. No es sólo paranoia”, piensa este hombre que irradia serenidad. Hay amenazas pero también un margen de maniobra a la hora de decidir cómo enfrentarlas. “Sí, pero cuando se decide desde la herida, es una cuestión de vida o muerte. Hay un concepto básico en el judaísmo y es el de la eternidad del pueblo de Israel. Si Netanyahu se ve como el líder del pueblo eterno, su interlocutor no es Obama, sino la historia, es la eternidad, y esto le permite actuar en contra del permiso de Obama, porque él dice que Obama cuenta votos, pero Netanyahu se mide con la historia”.
“La tragedia más grande es que nunca nos hemos sentido en casa en el mundo. Tener Israel era la gran idea que nos permitiría recuperarnos de esta distorsión, que nos permitiría tener una casa. Y esta es nuestra tragedia, que después de 64 años, después de lograr cosas increíbles, todavía este lugar no ha sido capaz de curarnos”. Y piensa que la cura pasa necesariamente por firmar la paz con los vecinos palestinos.“Creo que tener paz no sólo solucionará los problemas políticos, económicos o territoriales. Eso es muy importante, pero lo más importante es permitirnos ser parte normal del mundo”. En los últimos tiempos la mayoría de los ciudadanos optan por replegarse a sus universos domésticos. En el de Grossman, la literatura lo ocupa casi todo. “En el último mes siento que puedo estar en algo nuevo. Lo sé porque camino más rápido. Cuando escribo camino. Mi mujer dice que quemo las alfombras. Camino cinco o seis horas al día en casa, camino tal vez 20 kilómetros. Me encanta esta fase en la que todo es posible. Tal vez mi próximo libro sea una ópera, una obra de ciencia ficción. Me encanta esta fase en la que juegas con las ideas el día entero”.
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