Tiro al aire/Novelas de espionaje: un vicio incurable

SHULAMIT BEIGEL PARA ENLACE JUDÍO

Para mí, leer, es el vicio ideal: no hay riesgo de sobredosis, no es cancerígeno, es accesible, no hay nada ilícito en él y, después de cincuenta años de disfrutarlo, no provoca síntomas secundarios de abstinencia.
¿Por qué el público en general de nuestras últimas décadas rechaza la lectura como si se tratara de una droga mortal? Este es uno de los misterios más profundos de nuestra época. Incluso muchos escritores le temen a los libros que otros escribieron. Piensan, quizás, que leer les quita tiempo a sus mentes únicas, que pone en peligro su sistema inmunológico y amenaza su capacidad de inspiración.

En realidad tienen muy poco que perder al leerlos, excepto los goces narcisistas de estar leyendo sus propias obras.

A pesar de que todavía hay gente “rara” como yo que gusta de los libros, la mayor parte del público lector hoy en día es aficionado a los resúmenes, la propaganda y las frases sintetizadas en internet, léase facebook. Y sin embargo, yo les aseguro que no hay placer más grande que enfrascarse dentro de las páginas de un libro. Y uno de estos géneros fascinantes, ameno e interesante aun actualmente, lo constituye la novela de espionaje, conocida a veces como thriller político, que surgió antes de la Primera Guerra Mundial más o menos, al mismo tiempo que los primeros servicios de inteligencia.

Este género contó, desde sus inicios, con el apoyo popular, aunque su interés decayó después de la guerra fría, es decir, durante la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. Fueron los atentados del 11 de septiembre del 2001 quienes atrajeron de nuevo el interés en el espionaje. Otra vez había buenos y malos que teníamos curiosidad de conocer.

Antes de la Primera Guerra Mundial tenemos ya algunas novelas importantes de espionaje como lo es “Kim” de Rudyard Kipling, escritor nacido en la India pero educado en Inglaterra. Pero fue “El enigma de las arenas”, de Robert Erskine Childers, inglés nacido en Londres, el libro que definió la novela de espionaje antes de la guerra. Así mismo, los relatos donde conocimos al famoso Sherlock Holmes, y que han pasado a la historia como novelas de detectives, son también un ejemplo de esta novela de espionaje. “El Agente Secreto”, publicada en 1907, escrita por el excelente escritor polaco que se radicó en Inglaterra, Joseph Conrad, nos brinda una mirada más seria y de alta literatura acerca del espionaje y sus consecuencias.

Después de la Primera Guerra Mundial aparecieron las novelas del escritor escocés John Buchan, donde se refleja la guerra como conflicto entre la civilización y la barbarie, siendo la más conocida “Los treinta y nueve escalones”, que fue utilizada por el maestro del suspense, Alfred Hitchcock, en una excelente película con el mismo nombre.

El padre incuestionable de la novela de espionaje responde al nombre de William Somerset Maugham, escritor inglés, quien en 1921 escribió “Ashenden o el Agente Secreto”, acerca de las andanzas del escritor Ashenden, a quien se encomienda una misión en Suiza, y donde descubrimos el aburrimiento, la soledad y la ausencia de romanticismo que en realidad vive un agente secreto. La novela está basada en las experiencias de Somerset como agente secreto del espionaje británico en Europa durante la Primera Guerra Mundial, y se compone de una serie de relatos encadenados, que reflejan la rudeza y brutalidad del espionaje, sus intrigas y traiciones y sobre todo el absurdo de su existencia. La estructura de esta novela ha sido un modelo para los escritores que, como Raymond Chandler o Dashiel Hammet, desarrollaron este género más adelante.

Existe el consenso y además, la autorizada opinión del escritor inglés Graham Greene, quien falleció en 1991, de que el novelista de espionaje más importante del siglo veinte es, o era, pues murió en 1998, el inglés Eric Ambler. Con “La máscara de Dimitrus” (una especie de drama pirandeliano en la novela de espionaje), Ambler ha sido insuperable como maestro del género. Por cierto, Ambler es el único novelista de esta línea que no trabajó como agente secreto. Espías fueron, o funcionarios secretos al servicio de su Majestad la Reina de Inglaterra, tanto Somerset Maugham en Rusia antes de la Revolución, Graham Greene en Sierra Leona, Jonn Le Carré en Alemania y Jan Fleming en Portugal.

Fleming, el autor de la serie de James Bond, por ejemplo, se basó en un agente doble yugoslavo -muy guapo, muy elegante, a quien le encantaba la buena comida y las mujeres- para configurar al famoso Agente 007, James Bond.
En “El espía que volvió del frío” y sobre todo en “El Topo”, John Le Carré -cuyo nombre real es David Cornwell- evoca el origen intelectual, en cierto modo literario, de sus espías de los años 30, cuando en Cambridge, Inglaterra, no se veía mal que algún inglés se hiciera reclutar como agente de la desaparecida Unión Soviética, ya que al fin y al cabo tanto a Gran Bretaña como a la URSS, los empezaba a unir en esa época, su común repudio al nazismo.

Una de las novelas que más me han gustado, publicada en 1967, es “La Orquesta Roja”, que narra la historia de la importantísima red anti-nazi que tendió desde Bruselas Leopold Trepper, autor además del libro “El gran juego”, que se publicó en 1975, y donde relata su propia historia. Su autobiografía parece ella misma una novela de espionaje. En 1924 dejó Polonia y llegó a Palestina, siendo miembro del Hashomer Hatzair. Más adelante, en 1929, y por haber ingresado al partido comunista, los ingreses lo echan de Palestina. Se radica en Francia y de ahí se ve obligado a escapar a Moscú, logrando liberarse de las purgas estalinistas con ayuda de la inteligencia militar soviética, a la cual pertenecía.

En 1938, se le envía para que organice y coordine una red de inteligencia en Bélgica, que los nazis llamaron la Orquesta Roja. La red fue descubierta y Trepper tuvo que escapar a Francia donde estableció otra red que los alemanes en 1942 capturaron y Trepper arrestado. En 1943 logró escapar, uniéndose a la Resistencia. Después de la liberación de París, los soviéticos, en vez de premiarlo, lo envían a Rusia, donde se le encerró en la cárcel de la KGB, Lubyanka. Estuvo en prisión hasta 1955, cuando regresó a Polonia. Después de la Guerra de los Seis Días, emigró a Israel y en 1982 muere en Jerusalén.

La mejor exposición, sin embargo, de la hazaña del “espionaje patriota” judío, se encuentra en las páginas de la novela “La Orquesta Roja”, de Gilles Perrault, este sí, un escritor de oficio.

Fue después de la Segunda Guerra Mundial que los escritores americanos empiezan a competir por primera vez con el predominio de los ingleses en el género. Robert Ludlum publica “La Herencia Escarlata” en 1971, libro que se convirtiera en un best seller de bolsillo, e hizo de Ludlum el inventor del thriller de espías moderno. En 1984 Tom Clancy publica “La caza del octubre rojo”, un gran éxito editorial.

El problema para las novelas de espionaje surgió después de la Guerra Fría, época en que el escritor Norman Mailer trata el tema del espionaje en Estados Unidos, en una novela que se publicó en 1991, justamente el año en que se disolvió la Unión Soviética. Al caer el Telón de Acero y el comunismo, Rusia ya no servía como enemiga para las novelas de espionaje. Fue entonces cuando cayó el interés del público en este género literario.

Fueron los acontecimientos del 11 de septiembre, y los subsiguientes ataques terroristas, quienes devolvieron a los lectores el ansia por conocer más sobre la política del mundo. Y es que a través de la ficción, los lectores no solo se divierten, sino que también obtienen conocimientos. Y así el interés por la novela de espionaje resurgió y sigue creciendo.

Los que piensan que la vida de un agente secreto es divertida, están equivocados. Los espías se mueven en una tierra de nadie, de lo policíaco transnacional, es decir, en ambientes vigilantes y persecutorios, en lo que todo se vale, aun matar, por la patria o por dinero, o por las dos cosas. Como el espionaje en sí mismo es una operación de desinformación, diversión o desviación (un ejercicio de la imaginación para aparentar), es difícil trazar una línea de demarcación nítida entre la novela de espionaje y el espionaje propiamente dicho.

Por lo tanto, recomiendo que no seamos espías, pero sí que leamos novelas de espionaje, para plantearnos y pensar en problemas acerca de la moralidad de los espías, si es que es considerable lo moral en este oficio de guerra. ¿Todo es válido? ¿Incluso la traición al amigo, o al hermano o a la mujer, si el espionaje es por la revolución, la patria, la guerra, el amor y no por el vil metal llamado dinero? ¿Cuál es la diferencia? ¿La sabe usted?

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Shulamit Beigel: Llegué de Israel a México a la edad de siete años. La primaria y la secundaria las hice en el Colegio Hebreo “Tarbut”. Mis recuerdos de aquella época son excelentes. Mi primer trabajo como periodista, lo hice recortando periódicos en la Embajada de Israel, en el departamento de prensa, a cargo en aquel entonces, de Sergio Nudelstejer. La prepa, fue en la Escuela de la Ciudad de México, en Campos Elíseos, que me permitió conocer otra gente y otros aspectos de la vida mexicana. Estudié y me gradué en antropología y en letras, en la universidad de las Américas, en Cholula. La maestría, en Antropología, fue en la UNAM. Antes de incursionar a la universidad viví en Teloloapan, Guerrero, haciendo trabajo de comunidad y siendo jefa de organización campesina para varias instituciones gubernamentales. Viví varios años en Israel. En esa época, los ochentas, fui productora de Ariel Roffe y Erika Vexler para Televisa desde Medio Oriente. Tuve una columna que se llamaba “Burbujas” en el periódico israelí en español Aurora, otra, “Al Margen” en la revista Semana, que ya no existe. Viví cuatro años en Caracas, cuando mi ex esposo fue sheliaj del KKL. Actualmente vivo entre Londres y Venezuela, he dejado de creer en la política y mi pasión es la literatura, el cine y la música. Confieso que ya no tengo grandes respuestas ante la vida, pero que soy muy feliz.