JULIÁN SCHVINDLERMAN
Hubo un tiempo en que la relación política entre Egipto e Israel era una certeza relativa. Entre ambos existía una Paz Fría que regulaba la relación bilateral. Así era llamada por la ausencia de calidez en el lazo. El presidente que la firmó, Anwar Sadat, fue asesinado por ello y su sucesor, Hosni Mubarak, decidió preservar el legado pero reducir el trato al mínimo indispensable. El Cairo mantenía la calma en la frontera con el estado judío, reprimía al islamismo local, mediaba entre israelíes y palestinos y era un socio razonablemente confiable de Washington.
A la vez, Mubarak evitaba visitar Israel (lo hizo una sola vez en sus tres décadas de gobierno cuando, presionado por los Estados Unidos, asistió al funeral de Yitzjak Rabin), lanzaba campañas diplomáticas hostiles a los intereses de Jerusalem en el foro de la ONU, pujaba por desnuclearizar a su vecino, desincentivaba el intercambio económico, científico y cultural y creaba una atmósfera violentamente antisionista y antijudía en su país.
Mientras que la película “La lista de Schindler” era prohibida, se permitía la propagación de una canción popular que ganaba fama con el título “Amo a Amr Mussa y odio a Israel”. Mientras que las mujeres egipcias no gozaban de grandes derechos, se permitía la creación de la Asociación de Mujeres para Combatir al Sionismo.
La prensa era censurada si cuestionaba al gobierno de El Cairo, pero las críticas -y las difamaciones- contra Israel eran toleradas y, de hecho, promovidas. Esos eran los buenos tiempos de la relación bilateral.
Hoy el estatus de la relación está en duda. Como consecuencia de las revueltas, Mubarak fue depuesto, juzgado y condenado a cadena perpetua. El Acuerdo de Camp David fue cuestionado por las principales fuerzas políticas del país. El Sinaí es un caos. El gasoducto que traslada gas a Israel es regularmente atacado. Jerusalem comenzó a construir una barrera de seguridad en su frontera con Egipto y reactivó una división del ejército responsable de proteger ese límite.
Si Egipto desapareciese definitivamente como socio de Israel, un pilar de la estabilidad bilateral y regional se iría con él. Históricamente, al saberse rodeados de enemistad vecinal árabe, los líderes israelíes buscaron forjar alianzas con países musulmanes no-árabes más alejados, pertenecientes a lo que se denominó el “círculo periférico” del país: Irán, Turquía y otras naciones asiáticas y africanas.
El advenimiento de la paz egipcia, primero, y la posterior paz con Jordania y diálogo con la OLP parecieron quebrar la hostilidad del “círculo interno” a Israel en un lapso histórico en el que Irán cayó en manos de los Khomeinistas y Turquía en manos de los islamistas del partido de Erdogan. Actualmente, las chances de una paz palestino-israelí son remotas, Irán es el principal enemigo internacional del estado judío, Ankara pasó de ser un aliado a convertirse en un antagonista de Jerusalem, y Egipto se encuentra atravesado por una transición inestable cuyas consecuencias pueden ser calamitosas. Su parlamento ya está en manos del Islam político.
En cuanto a las elecciones actuales, bajo la mirada de las formas todo parece ir en orden allí. Hubo elecciones nacionales en mayo que depuraron candidatos, habrá un ballotage esta semana entre dos contendientes, los resultados serán anunciados el 21 de junio y el poder transferido de una autoridad militar a una civil el 1 de julio. Un problema es que ninguno de los candidatos es especialmente fantástico para Egipto o para la relación bilateral. Mohamed Morsi, el candidato de la Hermandad Musulmana, ganó el 24% del voto popular. Aunque Egipto tiene una población de ochenta millones, importa el 60% de los alimentos y el 40% del combustible que consume, y su economía está afectada, su partido rechazó un ofrecimiento de 3.2 mil millones de dólares del Fondo Monetario Internacional. Morsi no es un enamorado de los israelíes, a quienes llamó “vampiros” y “asesinos”. Ahmed Shafiq, el candidato del Ancien Régime, cosechó el 23% y promete ser más moderado que su competidor, pero su pertenencia al gobierno de Mubarak no despierta el entusiasmo de las masas de laicos y jóvenes que revolucionaron al país un año y medio atrás. Además, la validez de su candidatura misma está en jaque, pendiente de una decisión que debe tomar la Corte Constitucional Suprema en vísperas del ballotage. (Luego de las revueltas, el parlamento adoptó una ley que prohíbe a figuras de la época de Mubarak postularse).
Morsi representa el cambio y el islamismo, Shafiq la continuidad y el totalitarismo. No son grandes opciones. Los frutos de la revolución no están ya en manos de quienes la gestaron. Si gana Morsi, ¿aceptará ello el ejército, el cual ha reprimido desde siempre a la Hermandad Musulmana? Si gana Shafiq, ¿aceptará ello el pueblo, que derrocó al gobierno del cual él era parte? No se avecinan tiempos calmos en Egipto. Lo que significa que tampoco lo serán para Israel.
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