JULIÁN SCHVINDLERMAN
Imagínese al típico pirata del Caribe del siglo XVII: parche en el ojo, la espada en una mano, la botella de ron en la otra… Ahora añada al cuadro una estrella de David en la célebre bandera negra, las palabras Mazal Tov pintadas en el casco y una buena provisión de comida kosher. Difícil de creer, ¿no?
Pues bien, resulta que la piratería hebrea existió, y dejó una huella distintiva no solamente en la historia judía, sino en la historia de la piratería misma.
Los primeros antecedentes podemos hallarlos hace más de dos mil años. “En el siglo I antes de la era común hay evidencia de judíos que combatieron con piratas”, refiere José Chocrón Cohén en un artículo escrito para el Centro de Estudios Sefaradíes de Caracas. El legendario historiador Flavio Josefo relató ataques de marineros hebreos contra barcos romanos desde el puerto de Yafo. Josefo da cuenta de una disputa registrada en el 63 a.e.c. entre dos líderes judíos, Hircano y Aristóbulo: para ganarse el favor de Pompeyo y conseguir el cetro de su pueblo, uno de ellos acusó al otro de alentar la piratería. Conforme ha escrito Cohén, en el siglo VI sacerdotes cristianos informaron de la presencia de piratas judíos en las costas del norte del continente africano. Documentación de ese siglo informa de que el obispo Sinesio fue capturado por piratas hebreos en represalia por encarcelamientos previamente ordenados por éste, y que los piratas judíos se abstenían de navegar en shabat. En el siglo XII, el propio Maimónides afirmó, en carta a su hermano, que judíos y musulmanes compartían barcos piratas.
El apogeo de la piratería judía parece haber tenido lugar entre los siglos XVI y XIX. A comienzos de 1492, los Reyes Católicos ordenaron la conversión forzosa o expulsión de los judíos residentes en sus territorios. Diversos historiadores han notado la coincidencia curiosa entre la fecha en la cual zarparon los buques de Cristóbal Colón hacia lo que sería el Nuevo Mundo y la de la partida de los judíos españoles. El famoso y difunto cazador de nazis Simon Wiesenthal, en su libro Operación Nuevo Mundo, señaló la presencia de hebreos en la flotilla del explorador genovés, y ponderó incluso las posibles raíces judías de éste. En cualquier caso, motivados por la sed de venganza contra la Corona española, varios judíos expulsados surcaron los mares en embarcaciones llamadas Reina Esther, Escudo de Abraham o Profeta Samuel y atacaron barcos españoles, en el marco de alianzas políticas con potencias europeas enemigas de aquélla.
En una nota publicada en la revista Guesharim, Ernesto Antebi, tomando información de las actas de la comunidad hebrea de Ámsterdam Mikve Israel, cita uno de los sermones más insólitos de la historia de la prédica rabínica. Lo pronunció en 1753 Ioshua de Córdoba, rabino de la comunidad de la isla caribeña de Curazao, y versaba sobre cómo evitar atracos piratas en alta mar y sobre la necesidad de la solidaridad fraterna cuando un barco español atacaba una embarcación hebrea.
(Un inciso: si hemos de ser rigurosos, deberíamos distinguir entre pirata y corsario, pues el papel de uno y otro en aquellos tiempos no era idéntico. El corsario tenía un acuerdo con un gobernante, por el cual capturaba y saqueaba embarcaciones hostiles al mismo y se repartía con él los beneficios. El corsario disfrutaba de “patente de corso”. El pirata no tenía relación contractual alguna con nadie, y lo que capturaba se lo guardaba íntegramente para sí).
El periodista estadounidense Edward Kritzler hizo un aporte decisivo y original al estudio de la piratería hebrea con su obra Piratas judíos del Caribe, donde dio cuenta de las aventuras y desventuras de célebres piratas, corsarios y bucaneros hebreos, cuyas hazañas han legado un capítulo colorido –heroico y trágico a la vez– a la historia judía.
Así, sabemos del corsario Sinan Reis, almirante de la flota turca y aliado del conocido Barbarroja, quien en 1538 combatió a la flota conjunta de la Liga Santa (compuesta por los Estados Pontificios, el Sacro Imperio Romano Germánico, la República de Venecia y la Orden de Malta) en la batalla de Preveza, que dio al Imperio Otomano el control sobre el Mediterráneo por más de treinta años. Simón Fernández fue un corsario judeo-español escapado de la Inquisición que colaboró con el pirata galés John Callis acosando barcos españoles y franceses, lo cual le valió el permiso para recalar en los puertos de Su Graciosa Majestad. Junto al corsario inglés Walter Raleigh, navegó por las Indias Occidentales, América del Norte y el Pacífico. Yaacov Curiel descendía de una familia de judíos conversos al cristianismo y llegó a ser capitán de la flota española.
Capturado por los agentes inquisitoriales y rescatado por sus propios marineros marranos, pasó a atacar embarcaciones españolas en el Caribe hasta su retiro cabalístico en Tierra Santa. David Abrabanel fue un temido corsario judeo-holandés al servicio de los británicos que tenía un linaje familiar notable. Conocido como Capitán Davis, su barco se llamaba Jerusalem y al parecer observaba el shabat. Asedió a los barcos españoles durante una década: su familia había perecido en un ataque español en alta mar cuando él era un adolescente. Antes de ganarse el sobrenombre de Pirata Rabino –descendía de rabinos–, Samuel Pallache fue embajador de Marruecos en Madrid.
Pallache fue corsario de los holandeses y comerciante global. Otro destacado corsario fue Moisés Cohen Henriques, judeo-portugués al servicio de Ámsterdam cuyas travesías lo llevaron a Cuba y a Brasil y que terminó siendo asesor del pirata más famoso de todos los tiempos, Henry Morgan. Por último, pero no agotaré el listado, citaré a los hermanos Pierre y Jean Lafitte, cuyos antepasados habían huido de España a Francia: se convirtieron en dos de los más afamados corsarios de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Bajo la égida de Francia y desde los pantanos de Luisiana, atacaban a los buques ingleses que navegaban por el Golfo de México. En 1812, en la batalla de Nueva Orleans, Jean luchó victoriosamente junto a Andrew Jackson, futuro presidente de los Estados Unidos. Terminó sus días de corsario en el Yucatán.
Si todo esto le parece demasiado increíble, hágase un viajecito a Curazao. Diríjase al antiguo cementerio judío y deténgase ante la tumba de Lea Jana Schneur, esposa de un pirata judío. Si mira atentamente, verá grabada en la lápida que lleva su nombre la calavera y las tibias cruzadas.
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