ENRIQUE KRAUZE/ REFORMA
Cada seis años desde 1934, México ha elegido a un nuevo presidente. Somos un caso único de continuidad institucional en América Latina y nuestra primera prioridad debe ser seguir siéndolo. Si lo logramos cuando el gobierno organizaba las elecciones, con mayor razón lo haremos ahora que los ciudadanos contamos los votos.
A una semana de los comicios, el candidato del PRI es quien tiene la mayor probabilidad de ganar. Si finalmente ocurre, será la decisión de las mayorías. Abundarán, por supuesto, teorías políticas, sociológicas, mercadológicas o conspiratorias que lo expliquen. Por mi parte, no celebraré el triunfo del PRI. Critiqué a ese partido en las calles del 68, lo critiqué sexenio tras sexenio en ensayos y libros, y no me ha dado ningún motivo para dejar de criticarlo ahora.
Aunque en sentido estricto la restauración del viejo sistema político es imposible (la división de poderes, la libertad de expresión, la ley y el instituto de transparencia, la integración ciudadana del IFE, la independencia del Banco de México, los organismos autónomos, la descentralización política, la creciente participación ciudadana, son todos hechos irreversibles), en el ADN de muchos priistas, sobre todo en los estados, municipios y sindicatos, persiste la vieja cultura clientelar. La corrupción de varios gobiernos priistas en los estados durante estos últimos sexenios ha sido descomunal y vergonzosa. Enrique Peña Nieto ha hablado de un PRI “renovado”, pero no ha explicado cómo desmontaría esas estructuras, prácticas e intereses. También ha dicho que promoverá algunas reformas necesarias. Pero dada la polarización de nuestra vida pública, aunque llegue a contar con una composición favorable en el Congreso, a Peña Nieto -con toda su telegenia- le costará mucho trabajo negociarlas. Los vicios del PRI tienen origen en su falta de autocrítica y de un compromiso creíble con la legalidad y la honestidad. Décadas de haberlo visto actuar en sentido opuesto, refuerzan el escepticismo.
El electorado parece dispuesto a sacar al PAN de Los Pinos. Después de años y años de “bregar eternidades” en el Congreso, el PAN no supo integrar equipos eficaces de gobierno. Por eso sus dos administraciones han adolecido de una marcada impreparación. La primera, de corte nepotista, se caracterizó por una frívola irresponsabilidad. A la segunda se le reclama haber suscitado, con su precipitación, una violencia que ha sido incapaz de frenar. En algunos estados y municipios, el PAN ha emulado al PRI y ha incurrido en prácticas flagrantes de corrupción. Con todo, es extraño que los nada despreciables índices de aprobación del Presidente no se hayan trasferido, así sea parcialmente, a la candidata del PAN. Quizá se deba al machismo. Es más probable que el rezago de Vázquez Mota se deba a las inconsistencias de su campaña, a su desencuentro con Los Pinos y al propio PAN: dividido, débil, falto de liderazgo y en seria crisis de identidad. En el remoto caso de una reversión inusitada en favor suyo, Josefina tendría que convocar a un gobierno de coalición.
La lógica de la alternancia apuntaba hacia la izquierda, pero teniendo la oportunidad de postular una mejor opción, la dejó pasar. No era López Obrador sino Ebrard. El primero predica la “refundación” de México, y se siente llamado por una instancia superior para “salvar” al pueblo mediante la sola emanación moral de su “apostólica” persona. Esta actitud -estoy convencido- es intrínsecamente autoritaria e incompatible con la vida democrática, porque concentra la vida pública en la relación hipnótica entre el líder y la masa. En cambio Ebrard representaba a la izquierda terrenal e institucional. Hay un axioma en los países de tronco ibérico: cuando la izquierda se moderniza, todo el espectro político se alinea. Ocurrió enla España de Felipe González y en Chile con Ricardo Lagos. Quizá hubiera podido ocurrir en México, pero con otro candidato. En el caso -improbable, no imposible- de triunfar el próximo domingo, López Obrador, micrófono en mano y con plaza llena, llevará el redentorismo al poder. En el caso de perder, si desconoce los resultados y se lanza a las calles, la izquierda enfrentará un dilema: o se entrega a un caudillismo suicida o busca su definitiva recomposición.
Porque creo que la limitación del poder es un axioma de la democracia, espero que los votantes presten igual atención a las elecciones legislativas. Ojalá que con su voto diferenciado eviten el “Carro completo” y así permitan la pluralidad en ambas cámaras. Lo mismo cabe esperar parala Asambleade Representantes. Por lo que hace ala Jefaturade Gobierno en el D.F., la buena gestión del PRD merece la continuidad.
Ante el gravísimo problema de la violencia, México hubiese necesitado un estadista que nos explicara si estamos “al comienzo del fin” o “al fin del comienzo”, y propusiera un rumbo: largo, difícil y penoso pero claro. Ninguno de los candidatos tiene remotamente esa dimensión.
Pero en cambio hay una nueva ciudadanía: alerta, crítica y participativa. Salta a la vista en los millones que han visto los debates, en los millones que irán a votar, en el millón que atenderá las casillas, en los miles que las vigilarán. Gane quien gane, el ciudadano será el verdadero triunfador el próximo domingo. Gane quien gane, del 2 de julio en adelante los ciudadanos debemos seguir acotando el uso autoritario del poder y el corrupto despilfarro del patrimonio público. Y gane quien gane, sabremos defender las instituciones democráticas que tanto trabajo nos ha costado edificar.
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